Ante las ruinas del Metropolitano, de Cronos
Desde 1923 a 1966, aunque con algunos periodos intermedios en Vallecas ó en Chamartín, el Estadio Metropolitano fue la casa del conjunto colchonero. La construcción fue iniciativa de la Sociedad Stadium Metropolitano, constituida en 1922, y que tenía por objeto su explotación comercial arrendándolo a diversas sociedades para la práctica deportiva. Así en él se celebraron en sus inicios encuentros de fútbol, rugby, atletismo e incluso carreras de galgos, y lo utilizaron los clubs madrileños de entonces: desde el mismo Athletic de Madrid al Real Madrid o el Racing de Madrid.
En 1943 el Atlético se instaló definitivamente en el Metropolitano hasta 1966 en que lo abandonó cuando marchó al Manzanares, hoy Vicente Calderón.
El 5 de octubre de 1966, cuando la piqueta ya trabajaba en su demolición, el periodista Carlos Méndez «Cronos» evocó en Marca el pasado del Metropolitano.
Venga usted, amigo. Venga y siéntese en esta silla. Uno no sabe si la casualidad la dejó en el córner, o se quedó allí clavada en un arranque de fidelidad díscola, o fue colocada adrede para mejor ver cómo la piqueta iba deshaciendo los terrenos de cuarenta y tres años de historia. Es igual. Venga usted y siéntese en ella. Póngase cómodo. Ahora puede hacerlo a su gusto. Ni aquellos camiones lejanos, ni aquellas máquinas que se entrevén, ni aquellos obreros que se ofrecen a la vista como pulgas, van a molestarle. Siéntese como le plazca y no tenga cuidado. No habrá madridistas al lado que vengan a amargarle la tarde. Ahora, que ya no es suyo, porque es de una sociedad de construcción, está usted más que nunca en su Estadio.
Hace muy pocos días se sentaba usted allí, a la izquierda, sobre ese terraplén que se desliza desde las casas hasta lo que fue el paseo futbolístico más hermoso de España y, quizá, del mundo. Desde su fila quince no había columna que le impidiera ver el pimpante paso de la jacarandosa guapa a la que no le importaba el fútbol, pero sí el dejarse ojear como pieza codiciada. ¿Recuerda? La columna le taparía aquella jugada de penalti, aquel tiro imponente que besó la red, aquel cabezazo que lamió el larguero; pero a la guapa, las muchas guapas de cada quince días de invierno, primavera, verano y otoño, no. Las columnas hacían un huequito siempre, se echaban a un lado, para que aquella especie de calle de Alcalá que era el paseo de la tribuna del Metropolitano se ofreciese a usted en todo su esplendor comunicativo y entrañable, en toda su alegre y madrileñísima simpatía. Y si se iba ganando, mejor que mejor. Pero si se iba perdiendo, si se llegaba a perder, siempre salía uno del Metropolitano con la confortadora convicción de no haber malgastado la tarde.
Porque del Metropolitano estamos hablando. Esos, Fabio ¡ay dolor¡, son los restos. Ese es el esqueleto, en el que aún se conservan las formas fundamentales para que uno pueda todavía recostarse en el recuerdo y hasta señalar el sitio preciso de aquel gol que le levantó a uno del asiento. Del Metropolitano muerto estamos hablando, ahora que el Manzanares se ha puesto en marcha lleno de vigor, pletórico de ilusiones, rebosante de esperanzas, millonario de asientos, reluciente de baños, piscinas y vestuarios, exuberante de comodidades, de fáciles accesos y hasta de fáciles aparcamientos.
Justamente por eso, por la fuerza, por la potencia, por la energía con la que acaba de entrar en la vida este Manzanares, al que arrulla y abraza el pequeño caudal del aprendiz de río; por esa alegría con que se acoge un nacimiento venturoso, se hace más triste la ruina del Metropolitano. Puede que sea el contraste; pero también, y eso es lo peor, puede que sea que desde esa silla se puede uno dar cuenta de cómo la piqueta se ha llevado sin ningún miramiento muchos sobresaltos, muchos ayes, muchos gritos contenidos, muchos latidos apresurados de nuestro corazón, muchas palmas batidas al viento serrano, muchas alegrías y muchos sinsabores que, en definitiva, constituyeron una hermosa parte de nuestra juventud.
Hace cuarenta y tres años el Metropolitano también tenía la cara risueña. Como el Manzanares. Bajo esa silla se había sembrado un verde y reluciente césped. Y en él, dibujado con flores, campeaba un gigantesco escudo del Atlético de Madrid que perfumaba el ambiente de un olor rojiblanco. Hace cuarenta y tres años se jugó allí contra la Real Sociedad para inaugurar el campo, y se ganó por 2-1 cuando ya se masticaba la igualada, como si el Destino tuviera prisa por desengañar a los fieles seguidores y advertirles de que para el Atlético todo es siempre cuesta arriba…
Siéntese usted en la silla, amigo. Póngase cómodo. Medite usted un poco sobre este cadáver. Deje que la memoria se le refresque con el aire serrano que llega por encima de la Ciudad Universitaria. Una hora bastará, quizá menos, para echarse un buen parche al ánimo y poder ir después cada domingo al Manzanares a sentarse más reconfortado en sus limpios graderíos. Más entusiasta y más firmemente convencido de que la historia no se pierde en una jornada, sino que es la suma de muchas, mantenidas con el mismo espíritu tenso.