A las cinco de la tarde se encendió la nostalgia, de Alejandro Delmás
El 1 de octubre de 1978 se disputó en el Villamarín un partido homenaje a Vicente Brú, el gran periodista sevillano de El Correo de Andalucía fallecido el 1 de agosto de ese año.
Agradecer al coleccionista Javier Maldonado la imagen del cartel anunciador de este homenaje.
En él se enfrentaron, como ya vimos aquí, una selección nacional de jugadores del Betis y del Sevilla, que vistieron de verdiblanco, y una selección extranjera de jugadores del Sevilla y del Betis, que vistieron de blanco.
Previamente se disputó otro partido entre miembros de la prensa y la radio sevillanas.
Por la prensa se alinearon Juan Teba; Manuel Lorente, José Antonio Blázquez, Esteban Areta, Guillermo Sánchez; Luis Carlos Peris, Luis Del Sol, Manolo Rodríguez; Martín Benito, Fernando Gelán y Rogelio Sosa. En el banquillo Ricardo Ríos, Alejandro Delmás, José Manuel García, Sánchez Traver, Antonio Somoza, Manolo Carmona, Benito Castellanos, Antonio Crespo, Angel Moreno y Angel Doblado.
Por la radio formaron Lorenzo Muñoz; Joaquín Durán, Antonio Valero, José María Fernández, Agustín Rodríguez; Juan Carlos Yáñez, Santos Bedoya, Martínez Campos; Enrique García, Baby Acosta y Pepe Nieto. En el banquillo Tonás Furest, José Antonio Sánchez Araujo, Tribuna junior, Manolo Lara, Isidro Gómez y Angel Dorado.
El equipo de la prensa, con los colores del Real Betis Balompié, se impuso por 6-3 al conjunto de la radiotelevisión, que vistió los colores sevillistas.
Como vemos el conjunto de la prensa fue reforzado por 3 ex jugadores béticos, Esreban Areta, Luis Del Sol y Rogelio Sosa, mientras que tres ex jugadores sevillistas reforzaban al de la radiotelevisión: Antonio Valero, Santos Bedoya y Baby Acosta.
A estos seis jugadores, y a un bonito ejercicio de nostalgia futbolística, dedicó el periodista Alejandro Delmás este artículo en las páginas de ABC del 3 de octubre de 1978.
Seis peloteros de fábula, seis nombres, seis hombres. En unos minutos todo fue de otro tiempo, y el estadio se vistió de gala para recibir a quién más lo pudo alegrar cuando Heliópolis no era anciano aún, cuando .u cal era más blanca. En aquellos días, en los viejos días, todo era distinto. Villamarín era Heliópolis…
Baby Acosta finta. Y es su quiebro, su figura, una danza ritual sobre el pasto de Heliópolis. En dos cambios de ritmo y una arrancada escondiendo la bola blanca, “Corrés vos mucho, pibe”, Bernardo Acosta repasa hojas de calendario y se acuerda del Lanús y del “nueve” del Sevilla, y se acuerda de los goles, porque los buscó, los deseó, y olfatea dentro del área la presa de las redes. Y se acuerda de aquello que hacía, ¿cómo, cómo es?, escondiéndola aquí y sacándotela por al lado que no esperas ni en sueños. A Baby le canta la bola cuando la lleva embebida en la muleta del empeine.
En la tarde, eran las cinco de la tarde, salió al campo. En la tarde, eran las cinco y algunos minutos más, el tiempo retrocedió Dios sabe cuánto. La zurda levantó la mirilla, buscó el hierro y afiló a la escuadra una caricia de muerte para cualquier portero. Rogelio Sosa alzó la mirada, al cielo, y proclamó, el índice orgulloso, el “uno” en su lugar, una maestría. En la madrugá del atardecer se había encendido la luz de la nostalgia. Porque tenía algo de Curro y Pepe Luis, porque eran algo más de las cinco de la tarde, y porque muchas almas se rompieron n un olé que había retornado. Con Rogelio, sí. Con el mismo hombre que en el descanso tenía la rodilla desencajada y escuchaba a Julio Cardeñosa decirle al oído: “Maestro, qué gol…”
A ras de yerba, el nervio; y más arriba, los genios. La casta, muy dentro, y el espíritu infatigable del que se sabe luchador, siempre presente. Santos Bedoya se ajustó las medias del mismo modo peculiar, el rojo en el centro, que hacía cuando Costa era su siamés en la medular del Sevilla, y en el campo del Betis a nadie permitió licencias en sus caminos del área. Eso de llevar, se siente, se siente, el escudo rojo y blanco sobre la caja de los sentimientos, parece veneno de desencantos, y cuerda para no parar…
Es así como mentarle el galán a la niña enamorada, y tentar el corazón blanco y verde en lo más hondo de sus ansiedades. En la mar de la yerba, Luis Del Sol es espuma, canela y sal. Es una herencia viva del estilo, de cuando para mover el balón había que ser primero señor. Luego, futbolista. El fue el mismo niño de San Jerónimo que supo de una leyenda en el Bernabéu y de otra en el Turín de la “signora” Juventus. Y ha sido el que, en una hora, a la hora de los miedos y de vestirse de luces, por una hora, la del ensueño y la fantasía, hizo que Villamarín fuera Heliópolis. Y Luis, qué grande, qué grande, ordenó al reloj que se parara a mirarlo. A él, a Luis Del Sol.
Antonio Valero cubrió la línea desde su baluarte de vergüenza y se las apañó para que el gentío hubiera de interrogarse por unos pulmones con arrestos de sobre para seguir firmes en su postura de “no pasarán”.
Esteban Areta. Sereno en su jefatura de once metros y colocado airosamente en la parcela de la historia. Con él, la pena del “cuando tú te vas” tomó otro asiento en el graderío de los recuerdos.
Por la Palmera, cuando todos ellos se fueron, cuando ya no llenaban el campo con su solo estar, el viejo cemento añoró su presencia. Se perdieron por la trampilla del “hasta siempre” y la historia. Pero dejaron un legado: el de su clase, el de su sitio. Hay que romper una botella de vino y hay que pintar de nuevo los rincones de Heliópolis. Hay que maldecir a los años y perdonar a los cachorros que ocupan sus puestos. Ellos se han ido. Nos dejaron solos, porque entonces nos hallaron niños y, ahora, hoy, nos han devuelto. Un poco mayores, ¿comprendéis?…