Los Carasucias del Ciclón, de José Antonio Martín Petón
Con el nombre de «Carasucias» se conoce a un grupo de cinco jugadores de San Lorenzo de Almagro (el «Ciclón») de la década de los sesenta y que llegaron al primer equipo procedentes de las categoría inferiores en 1964.
Sus integrantes fueron Narciso Horario Doval, el «Loco» ó el «Gringo», Fernando José Areán, el «Nano», Victorio Francisco Casa, el «Manco», Héctor Rodolfo Veira, el «Bambino» y Roberto Marcelo Telch, el «Oveja».
Deslumbraron con su juego fresco y atrevido, aunque no ganaron nada. Tuvo que ser la generación siguiente, la de Los Matadores, la que impusiera el dominio del Cuervo en el fútbol argentino en 1968.
A los cinco componentes de los Carasucias dedica este texto José Antonio Martín «Petón», en su obra El fútbol tiene música. Una delicia.
Los Carasucias del Ciclón
La delantera de aquel combinado argentino que tenía a Corbatta como emblema flaco y burlón recibió un nombre muy apropiado: los “Carasucias”. El solo nombre daba idea de una pandilla pícara, jugona, revoltosa: once descarados y los cinco de arriba, más. Poco después, el apelativo se rescató para motejar a la nueva delantera que subió a la primera de San Lorenzo de Almagro: el “Gringo” Doval, “Nano” Areán, “Bambino” Veira, la “Oveja” Telch, que era un adherido a los cuatro auténticos y otro sin seudónimo, Victorio Casa, aunque desgraciadamente lo tendría poco después. Los “Carasucias”: el sobrenombre no era original; era exacto.
Los pibes escalaban las categorías del club saltando de broma en broma; lo mismo apedreaban el cierre del comerciante peor humorado de Boedo, al salir de entrenar, que le retiraban la propina al utillero por el mero placer de ver como les respondía dándoles las toallas apolilladas, los calzones sin cordón y las botas sucias. De broma en broma pero todos juntos, como en el campo. Su juego era el colmo de la desvergüenza por atrevimiento, por displicencia, por hipnotismo o por todo a la vez. Lo mismo que un técnico les dijo en la sexta categoría (“jueguen como saben, pero guarden la pelota para ustedes y háganme un gol más que ellos”), aplicaron en la categoría más alta sin importarles, y eso fue lo definitivo, los miles y miles de paganinis que llenaban cada estadio.
Por la banda derecha, y con un recorrido tan largo que le pasaportaría sin más trámite al fútbol de hoy, aparecía el más abierto. Esta es su historia en un par de trazos:
A la azafata del vuelo que transporta a San Lorenzo de Almagro le acaban de tocar el culo. Es uno de los pasajeros de la parte de atrás. O sea, uno de los pasajeros que forma parte de la expedición de San Lorenzo de Almagro. Ha sido en la parte de atrás de la parte de atrás. O sea, justo donde están los futbolistas del Ciclón. La aeromoza presenta una denuncia. El denunciado asume su responsabilidad y es condenado. Es Narciso Doval, el genial wing derecho.
Pero no ha sido él. Está tapando a uno de los veteranos del Cuervo, hombre casado al que puede ahogar la tormenta. Así era Doval, tan dado a la guapeza que eligió el camino imposible para un argentino: triunfar en Brasil. Lo hizo de tal manera que aún hoy es una de las estrellas que nunca se apagan sobre el cielo de la nación flamenga. Le borraron el apelativo con el que llegaba, “Loco”, y le dieron el suyo: “Gringo”. Doval fue tan querido que cuando un presidente despistado le traspasó a Flu, Jorge Ben se inventó una samba llena de sabor y amargura para definir esa sensación de hincha trastornado. La llamó Troca, Troca y es un himno adolorado que silban quienes le vieron y aquellos a los que les contaron lo que vieron, al pasar bajo su foto enmarcada en los pasillos de Gavea, la sede rubropreta.
El “Gringo” Doval fue flecha en Maracaná y arco en Copacabana, futvoley y garotas. Cuando aún tenía fresco el recuerdo de sus últimos partidos, Doval , el apuesto cuarentón, se quedó en una madrugada de la discoteca más elegante del barrio más elegante, la New York City. En Palermo, Buenos aires. O eso está escrito por todas partes, que fue en Palermo donde vivía tranquilamente al confortable calorcillo de la fortuna que le había dejado como herencia su tío español. Pero el “Loco”Gatti me dijo que aquello pasó en Belgrano y que estaba seguro porque anduvieron juntos toda la noche, que el último baile del “Gringo” fue con la esposa del “Loco” mientras él charlaba con unos amigos, que se despidieron para verse pronto, que un rato después salió Doval y que antes de llegar al auto, a cincuenta metros, cayó fulminado; le había reventado el corazón. El “Loco” oyó la noticia en la radio mientras tomaba el sol a la mañana siguiente, cuando lo cuenta aún asoma a su rostro la perplejidad. Dice que a su amigo le mató el afán competitivo: como tenía tiempo, y dinero, se apuntaba a todos los picados con gente más joven y el mismo espíritu ganador, en Buenos Aires o en Río, los lugares en los que repartía su alegre existir. Lo mismo le daba al fútbol, que al futbito, que al futvoley en la playa, rey de la arena, un artista. El “Loco” añade: “Pero tuvo buena muerte, qué jugador; se fue como quiso, joven, fuerte y en un momento: fenomenal el “Gringo”.
Por la banda izquierda de su Ciclón, a Doval le daba ingeniosa réplica Victorio Casa, un zurdo taladrador. Sucedía que Casa taladraba defensas… y más cosas. En una de esas estaba, a la atardecida porteña. Tan atareado dentro de su coche con una señorita, que no advirtió la señal que avisaba justo donde paró su coche: “Rigurosamente prohibido estacionarse. Guarnición Militar”. Casa no estaba en ese instante para nada. Y menos para escuchar el reiterado “identifíquense” que le dieron desde la garita centinela. Al fin le balearon. Eran tiempos argentinos en los que pasaba poco tiempo desde que un militar avisaba del balazo hasta que el balazo avisaba del militar. Muy poco tiempo. Desde ese día el extremo zurdo de San Lorenzo, Victorio Casa, jugó sin un brazo. Si el Cicló iba ganando bien, los atorrantes del equipo le daban el balón a Casa para que sacara desde la banda cuando la bola salía. Ya tenía mote, claro: el “Manco” Casa.
En el centro de la fila atacante, el “Bambino” Veira. Dice el “Loco” Gatti que si la redonda caía en el área y el “Bambino” la baja, eras arquero muerto. Pero que era tan vago, tan vago, que la pelota tenía que acercarse mucho a él porque él, el nueve “Carasucia”, no iba a moverse un metro tras ella. Y eso, añade el Loco, salvaba a nuestro gremio. Tuvo Héctor Veira una carrera brillante pero corta: fue internacional en el 65 y aunque le dio tiempo a dar unas vueltecitas por el mundo, del Sevilla al Corinthians, con 31 años estaba fuera. Luego fue técnico, recordado en Cádiz y adorado en San Lorenzo con el que dio la vuelta de los campeones.
Fernando José el “Nano” Areán era lo que dio en llamar luego un delantero centro falso. De espíritu osado como los demás, Areán lo trasladaba incluso a su atavío: las camisas más celebres de la Argentina por floreadas y estrambóticas están en el armario del Nano. Se las sigue poniendo. Como futbolista tenía un problema y por eso su carrera no fue muy larga ni muy regular: vivió temporadas brillantes, especialmente en Colombia, y opacas en otros sitios. Dependía de la calidad de quienes le rodeaban: con buenos compañeros crecía su juego de inteligente llegador, ni muy rápido ni muy habilidoso. Por eso Areán fue mejor jugador cuanto más joven, cuando tuvo a su lado la compañía ideal, los otros “Carasucias”.
El juego de todos ellos lo sostenía el más serio de la banda, Roberto “Oveja” Telch , provinciano de San Vicente que llevaba al rectángulo de juego la responsabilidad del campesino. Telch era en realidad un adherido a los locuelos, uno de ellos sin ser uno de ellos. Ya profesional acudía al estadio en un camión Ford A con todos los amigos del barrio en la caja. También volvían juntos, pero en el camino de Boedo a la Avenida de San Martín les esperaba un carro con un jamelgo justo donde empezaban descampado y huertas. En una de ellas compraban las verduras que luego revendían en el barrio. Y ahí estaba el volante de San Lorenzo de Almagro arrancando la hortaliza y cargándola en la camiona una hora después de jugar con el Ciclón. De los “Carasucias” era el más “caralimpia”. Al pánfilo Veira le pidió en un partido, ¡qué insolencia ¡, que corriera más. El “Bambi” le contestó que corriera él que para eso se acostaba a las ocho. El árbitro se moría de risa.
A los “Carasucias” les mató el tiro al brazo de Victorio Casa. Les amputaron la alegría y la banda se disolvió. El Ciclón siguió creciendo porque su vaío lo ocupó la escuadra de “Los Matadores”. Y esa no perdonó: llenó de copas la vitrina del club. Nadie encontrará ninguna de los “Carasucias” al lado de las suyas, pero tienen el mismo espacio en el corazón de la hinchada: jamás hubo un equipo que pusiera tanto descaro sobre la hierba. Estos locos maravillosos hubieran sido campeones de todo si al fútbol se jugara solo en una portería: la de hacer goles.