¡ Vámono, vámono…¡, de Luis Arnáiz
El partido de la final de Copa de 1977 entre el Athletic Club de Bilbao y el Real Betis Balompié desbordó toda la expectación hasta entonces conocida en una final de Copa. Las especiales circunstancias sociales por las que atravesaba el país, 10 días después de las primeras elecciones democráticas en más de 40 años, también influyeron en este masivo desbordamiento popular.
En la edición del periódico deportivo AS posterior a la final el periodista Luis Arnáiz en esta crónica reflejaba la pasión y la emoción con que se siguió este encuentro, resuelto tras 90 minutos de juego, una prórroga de 30 minutos y más de 20 lanzamientos de penaltis.
Milagrosamente, los farmacéuticos y la Seguridad Social se pusieron de acuerdo antes de la finalísima copera. Después de ella había colas ante las modernizadas boticas. Ni bilbaínos ni sevillanos pudieron soportar el ritmo infernal de un choque que desequilibró el más templado de los sistemas nerviosos.
“¡Tila, tila¡…”
Un pequeño grupo de hinchas azulgranas la tuvo que solicitar prestada cuando el juvenil maño le empató al Barça tras ir perdiendo 3-0. Hasta entonces ni se había pedido ningún tipo de hierba, ni Baco había hecho otra cosa que pasearse, calle Victoria arriba, Alcalá abajo. Nunca una ciudad fue tan tomada futbolísticamente como esta Madrid, que despedía una temporada ya caduca y que horas antes había abierto la espita para que bikinis multicolores y cada vez más pequeños “inundaran”, permítaseme la licencia, todas las piscinas de la Villa.
El Manzanares y su ribera, la de Curtidores, los centros neurálgicos y los que no lo son, cambiaron el pendón morado de la capital del Reino por los rojo y blanco y los verde y blanco. Madrid se convirtió de un plumazo en un crisol soleado, con lo que es el Bocho cuando la Giralda toca palmas a su lado. Los del Foro escaparon no sólo del centro, sino de la ciudad. El Athletic y el Betis, sus hombres, que para el caso es lo mismo, se hicieron dueños de Madrid. El tinto se mezcló con el blanco y la seguidilla con el tamborilero. Se hizo hermandad con boina y sombrero de plato. Luego, en el campo, sería otro cantar. El ronco del norte fue ganado a pulso y con justicia por el agudo del sur. La luz se impuso a la bruma. Nunca cincuenta mil banderas se habían dado cita en el Manzanares. Con desproporción, pero con profusión, sin que los bilbaínos intimidaran a los de “murga”, tan hábiles en sus palmas y en su jalear de feria rociera o de abril, como el equipo después.
Cincuenta mil banderas, repito, se alzaron en cuanto Carlos puso en danza el balón. “Me río yo de Wembley”, pensé para mis adentros antes de que la gran danza se iniciara. Rojo I asustaba ya a la concurrencia, sorprendía a Suárez y Felipe González, con sus centros mortales. ¡Ah, esa podía ser la clave¡
Todo el equilibrio se rompió de pronto. Un golpe franco, un despiste, un semierror de Esnaola y el cabezazo tradicional casi de Carlos. El estadio Manzanares se convirtió en una fiesta de chistu y gorgoteo de vino tinto.
“¡Todos queremos más, todos queremos más…¡”
Pero el gol no pudo con la entereza verdiblanca. El Betis se estiró y el Guadalquivir tocó en Madrid. Un cabezazo de López alertó a los vascos, mucho más disminuidos. Benítez rompió por dos veces a Iru. Llegaba el empate a un partido que tenía olor a romero andaluz.
En el descanso casi no hubo tiempo para que temblaran las gargantas. El sol había hecho estragos en las botas vascas, el blanco seguía refrescando el gaznate sorprendido de los sevillanos, como se lo refrescaban los balones cortos que empezaban a colocar sus delanteros sobre Iríbar para evitar que éste pudiera cortarlos. El aceitunero se estaba comiendo el hierro en la forja del Norte. La gracia sevillana se imponía a la severa presencia de las gentes vascas. “Chilla, chilla, chilla, la Copa pa Sevilla”, aventuraban los andaluces, que callaron con el error de Benítez, verdugo implacable de Dani, dique ante el que se había estrellado la punta diestra bilbaína.
Luego, como apurando las esencias de su propio esfuerzo, de su generosidad, el Betis aún tuvo fuerzas para ganar lo que no debía haber perdido. A la suerte mal echada, al fario inmerecido, le salieron ranas los penaltis. Hasta el vigésimo primero tuvo que esperar el generosísimo, simpático y ejemplar Betis para alcanzar un triunfo que hace historia, un triunfo que se merecieron todos, desde Rafa Iriondo o Núñez Naranjo al último hincha. Cuando el blanco se acabó, cuando las gargantas empezaron a pedir pastillas de menta, la calle de las Sierpes, imagino, coreó lo que desde Madrid se le enviaba.
“¡Vámono, vámono…¡”
Fuente: Luis Arnáiz en AS 26 de junio de 1977