El Betis, campeón.

El texto que traemos hoy a Manquepierda se publicó en El Heraldo de Madrid el 29 de abril de 1935, el día posterior a la consecución del título de Liga en los Campos de Sport de El Sardinero.
En él, el periodista Joaquín Soriano, reivindicaba la gesta realizada por el equipo verdiblanco en la temporada 1934-35, y se ponía de manifiesto la incredulidad con la que fue acogida la trayectoria bética a lo largo de toda la campaña.
No nos regocija por lo que es, sino más bien por lo que significa. Nosotros no somos “istas” irreflexivos, no somos torpes ni ciegos hinchas que se dejan llevar de un entusiasmo, la mayor parte de las veces irreflexivo; no, nosotros nos alegramos de la victoria de este equipo andaluz; sí, andaluz por el ambiente que respira, por el espíritu que le anima; no lo duden ustedes, aunque sus jugadores hubiesen nacido en Finlandia, el Betis es andaluz, porque el magnífico entusiasmo que le impulsa es todo él andaluz, por su factura, por su característica modalidad, por lo que nos regocija y alegra este triunfo del Betis por lo que en sí tiene de revolucionario y renovador.
Cuando este equipo que—todo hay que decirlo—en el Campeonato Superregional andaluz anduvo a la deriva, inició la Liga nada menos que venciendo al Madrid en su campo, el gesto se interpretó como de graciosa audacia. Siguió el Betis en cabeza, y cuando ganó al Arenas en Ibaiondo (un Arenas sin desfondar aún) ya comenzaron los comentarios a reflejar cierta inquietud (“¿Pero ¿qué va a ser esto?, ¡Qué pretenden estos jovenzuelos ¡”)”); venían a decir unos y otros entre veras y bromas. Pero el Betis seguía batiéndose bravamente, y pronto el ganarle al Betis pasó a ser la “hombrada” a que todos los equipos se creían con derecho.
Llegó el segundo partido contra el Madrid y, contra todo pronóstico, el Betis volvió a ganar, más que por la calidad de su juego (el eterno tópico de los históricos), porque tuvo la soberana voluntad de ganar, y entonces los supertécnicos hicieron cábalas, estadísticas y hasta operaciones algebraicas para demostrar que el Betis no podía ser campeón, y el pobre Betis, desafiando a los elementos, se lanzó a la aventura de seguir ganando casi todos sus partidos. Pero tuvo su mal momento—lo que debe ser el célebre cuarto de hora en el pudor de la mujer—y empató con el Arenas y perdió con el Barcelona y Valencia; pero reaccionó el Betis—con la reaparición de Larrinoa, por cierto—y todo fueron para él victorias. El Sevilla—su Caín—le hizo vacilar, pero llegó esta pretendida final de Santander, y su triunfo fue magnífico.
El Betis ha triunfado, los jóvenes triunfan, y con ello parece que se le fija una norma al seleccionador nacional en trance tan difícil como el partido de Alemania. Triunfa el Betis, y con él se ensalza el valor personal, el divino entusiasmo ante las figuras decrépitas y los valores falsos, esos valores caducos que sólo se sostienen merced a un esfuerzo ficticio de cierta Prensa y unas poderosas influencias burocráticas y políticas.
Con el triunfo del Betis triunfa también el fútbol nuevo y los nuevos procedimientos; por eso al triunfar este bando, sentimos hacia él un poco de gratitud por su magnífico esfuerzo revolucionario.