Di Stéfano. La saeta es un reactor, de J.A.Martín «Petón»
Alfredo Di Stéfano es uno de los grandes-grandes, entendiendo por tales a un ramillete de elegidos que, con su fútbol, trascienden de la época histórica en que jugaron, para ser referentes ya de la Historia del Fútbol. A ese ramillete pertenecen, en mi opinión, no más allá de 4 jugadores: Di Stéfano, Pelé, Cruyff y Maradona; puede que Leo Messi sea en el futuro llamado a entrar en este selecto club de ases de todos los tiempos.
Luego los hay también muy buenos ( Beckenbauer, Platini, Zidane, Kubala, Garrincha, etc) pero su influencia futbolística no va más allá del periodo concreto en el que jugaron.
Di Stéfano llegó al Real Madrid en 1953 y es clarísimo que hay un antes y un después en la historia del club blanco. Antes el Real Madrid era uno de los equipos punteros en España, pero no superaba a otros grandes del fútbol español; después de sus 11 años como futbolista del Real Madrid es evidente que el club dominaba el panorama futbolístico español y europeo.
A este jugador, símbolo del madridismo, dedicamos el relato de hoy de José Antonio Martín «Petón», que nos ilustra sobre sus orígenes en el fútbol argentino, su paso por Colombia y su llegada a España, donde estuvo a punto de ser jugador, de hecho lo fué, del FC Barcelona. Qué distinta habría sido la historia del fútbol español y europeo si hubiera vestido la camiseta azulgrana …
Di Stéfano. La Saeta es un reactor.
Dice Luis Aragonés que no es malo de suyo que el futbolista salga por la noche. Lo que tiene que hacer es saber salir. Claro que el Sabio se las daba mortales del tres cuando jugaba, pero acierta en eso de saber salir, no llamar la atención, no provocar.
El gran Angel Labruna jugó 28 años, se retiró con 45 después de formar hasta los 41 en el primer equipo de River. Máximo goleador de la historia del club de la banda sangre, tiene un récord inigualable: en la temporada de su adiós jugaba los sábados con Defensor de Belgrano en la B, la segunda división, y entrenaba durante la semana a Platense, al que dirigía los domingos en primera. Quedó campeón con Defensor y semifinalista del Campeonato con Platense. Tras 18 años sin obtener un título, River lo llamó para entrenar y en ese mismo torneo salió campeón. En lugar de ir a las habitaciones a vigilar que los jugadores durmieran, se presentaba a medianoche, los despertaba y organizaba tremendas timbas en las que casi siempre, dados en la mano, desplumaba a la muchachada. Con Labruna, en la famosa “Máquina” de Núñez, jugaba el “Charro” José Manuel Moreno, para Di Stéfano el mejor jugador que conoció.
Moreno, que llegó a grabar milongas, pasaba noches enteras en salas de tango y muchas tardes llegó al partido sin dormir. Decía que bailar tangos era un entrenamiento completo y defendía esa tesis con toda seriedad. Aquella delantera (Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Lostau) formaba parte de un equipo excelso que, para completar el aire aristocrático, saliía al campo con camisa de seda y pantalón de terciopelo. Su técnico, Renato Cesarini, cambió el fútbol iberoamericano al frente de los “millonarios”. Abriéndose paso por el extremo, el único puesto a su alcance por entonces, amaneció un rubio rapidísimo llamado Alfredo Di Stéfano. Tan pocas eran las posibilidades de hacerse con un hueco en “La Máquina” que el pibe aceptó una cesión a Huracán. Cuando volvió su seguridad era otra; su puesto indiscutido; sus goles: diecinueve en esa temporada; su velocidad tanta que la hinchada le inventó una canción: “Socorro, socorro, que ahí viene la saeta con su propulsión a chorro”.
“La Saeta Rubia” y antes “El Alemán”. Ese año del 47 en que fue titular en el River campeón, goleador y convocado a la selección argentina para ganar el Campeonato Sudamericano en Guayaquil, empezaba a larvarse la huelga del fútbol que estalló la temporada siguiente.
Con el paro llegó también la huida en masa de los mejores argentinos. Era tanta la sangría que la delantera del equipo al que fue Alfredo, Millonarios de Bogotá, estaba compuesto por cinco argentinos. Di Stéfano tenía 21 años y pasaría los cuatro siguientes en Colombia, ganando todas las ligas menos una. Aún hoy es el segundo goleador en la historia del club. Colombia estaba al margen de la FIFA y pagaba sueldos altísimos. Para conseguir ingresos, Millonarios llevaba su fútbol exquisito de giras transoceánicas (hay cosas que no cambian), y así llegó Di Stéfano a España.
Una pícara maniobra del Madrid, la audacia de Bernabéu y la fineza de Saporta, le limpió el futbolista al Barcelona, que había llegado a un acuerdo con River, propietario de los derechos ante la FIFA. Los blancos lo habían hecho con Millonarios. Di Stéfano se retrató de azulgrana. Concha Espina movió sus hilos y decidió que los dos contratos eran válidos y que jugaría un par de años con cada club sucesivamente. El Barcelona, sintiéndose agraviado, renunció a sus derechos, se privó de “Superman” y al resto del mundo de ver juntos a Kubala y a Di Stéfano.
Alfredo cambió la historia. Sacó del marasmo a un equipo tercerón que llevaba 21 años sin ganar la liga, y lo convirtió junto a Bernabéu en un gigante. Fue cinco veces máximo goleador del campeonato, se adelantó individualmente al fútbol total de Holanda en los setenta e inoculó en las sillas del vestuario de Chamartín un hechizo racial que impregna a los que se visten allí, generación tras generación.
Fue una estrella tan grande que cuando había que anunciar medias de señora, no lo hacía Carmen Sevilla, lo hacía Di Stéfano; fue protagonista de películas que vistas hoy ponen los pelos de punta a entrenadores pulcros y preparadores maniáticos, con la “Saeta” fumando a cada momento y de copas cinco noches de cada siete. Fue secuestrado en Venezuela y paró el reloj del mundo. Una tarde que no quiere recordar, el Madrid le agradeció los servicios prestados y fue a retirarse al Espanyol. Cuando cambió la camiseta por el chándal hizo campeón al Valencia, y retornó unos años después para devolver a la orquesta ché a la Primera División que había perdido. Aún hoy es el único técnico que consiguió ganar el Campeonato argentino dirigiendo a River y dirigiendo a Boca. Madridista de los cabales, y por eso antiatlético feroz, come cada poco con sus amigos del Atleti, a la cabeza de ellos ese genio que responde por “Pechuga” Sanromán.
Llena con su actividad por la causa merengue el espacio que le dejó al lado Sara, su compañera de siempre que dio antes el paso final. Y cuando dan las cuatro y media del domingo una cosa rara le viene por dentro, y el alma se le va al juego como la bola al pasto, tal como él mandaba. Cada temporada le entregan al futbolista más reconocido en balón de oro. Antes de Luis Suárez, el genio coruñés, lo ganó Di Stéfano. El de este año, el del que viene, el otro y el otro, será para un jugador muy bueno; para ser el más grande le faltará tener la categoría de aquel genio tan firme en su liderazgo y tan compañero que, cuando supo lo que cobraba el “Fifirichi” Enrique Mateos y los apuros que pasaba, sin decirle nada fue al club, entró en la gerencia, y no salió hasta que le subieron el sueldo al flaco.
Ese era Di Stéfano. El mismo que trajo a Héctor Rial para darle otra vida futbolística. El de las frases redondas. Un genio tan humilde a la hora de repartir la gloria que, en el jardín de su casa, para que todo el mundo lo viera al llegar, rindió tributo a su socia en el éxito: la estatua de una pelota con un solo lema: ¡ Gracias, Vieja ¡