El mago Rogelio.

Todas las generaciones de béticos han tenido sus ídolos futbolísticos, esos jugadores en los que los jóvenes, y no tan jóvenes, proyectan sus ilusiones y de los que siempre se puede esperar la jugada prodigiosa que resuelva un partido o que levante a los aficionados sentados en la grada.
Si a eso se le añade que era de la casa, criado en la cantera bética, y que encima era una persona accesible, en un mundo en que el que los jugadores convivían en los mismos lugares en los que lo hacían los aficionados, tenemos que coincidir en que Rogelio Sora cumplía perfectamente todos esos condicionantes para ser el ídolo de una generación, la que se crio y creció con el Betis de los 60 y los 70.
Todo ello se refleja en este artículo de Manolo Bohórquez en las páginas de El Correo de Andalucía de marzo de 2019, al día siguiente de que falleciera El Mago de Coria.
No sé si sabré expresar lo que sentía por Rogelio Sosa Ramírez, más allá del beticismo que me pueda quedar, que no será una gran cosa porque no soy de los de amar para toda la vida y menos a un equipo de fútbol.
Rogelio fue un héroe de mi infancia, primero en Palomares y después, cuando me vine a vivir a Sevilla, en 1973, lo fue de mi adolescencia. Más aún si cabe, porque iba a verlo jugar al campo, sobre todo cuando el partido era de noche, porque me gustaba ver brillar el balón por las luces cuando él le daba aquel efecto único, de rosca, que hacía que la visión fuera un verdadero espectáculo nocturno en el Benito Villamarín y fuera del estadio. Era como ver volar un tiovivo por el espacio. Luego, aquella manera de controlar el balón y de mirar de frente mientras pensaba en el destinatario de su asistencia, con aquellos desplazamientos del balón tan medidos que no parecían de este mundo, ni del otro tampoco. Rogelio era un futbolista de una clase y un talento sobrenaturales, con una zurda prodigiosa, pero era algo más que un futbolista, tenía esa la luz de los genios, de los elegidos, que hacía que fuera del campo también constituyera un espectáculo.
Mi vinculación a Coria del Río, estudiando en el Colegio de El Cerro y trabajando de panadero al lado de su casa, me permitía verlo andar por las calles o tomarse unas cervezas con los amigos, y donde lo viera me paraba a mirarlo porque era como ver a Dios de paisano.
En Palomares del Río se paraba todo cuando El Portugués ponía la radio en su huerta y medio pueblo iba a escuchar la retransmisión de los partidos. Había siempre mucho jaleo, pero cuando el locutor nombraba a Rogelio se quedaba todo en silencio, porque casi siempre ocurría algo digno de ser contado y escuchado. En los grandes encuentros con el Real Madrid o el Barcelona, el coriano nunca defraudaba.
Recuerdo un partido contra el Atlético de Bilbao, en el que no hizo nada reseñable y la grada le mostró sus quejas. Al genio se le subió el amor propio a la cabeza, y al recibir un balón cerca de la banda izquierda, le hizo frente el gran defensa Madariaga y se lo metió tres veces por debajo de las cachas, para luego darle un pase de oro a no recuerdo bien quién y marcar el Betis en el último minuto. El mago de Coria la liaba cada vez que le daba la gana.
Tenía, además, encanto personal, ese don de gente que hacía que lo quisieran tanto béticos como sevillistas. Una mañana fui a ver los entrenamientos del Betis en el Benito Villamarín y lo vi tirando faltas a puerta vacía. Me coloqué cerca de la portería para que me viera, porque le llevaba el pan a casa, y me dijo: “Ponte ahí, panadero”. No me lo podía creer, pero me puse debajo de los mismos palos donde vi colocarse a Iríbar y Esnaola. Me iba a tirar un penalti y como sabía cómo los resolvía, con su famosa paradiña en uno, dos y hasta tres tiempos, aguanté el tirón y se lo detuve haciendo el paradón de mi vida. No olvidaré jamás su sonrisa y la cara de asombro de Esnaola en aquella soleada mañana.
Tampoco olvidaré nunca a Rogelio, el mago del fútbol sevillano, su anchurosa sonrisa y lo bien que le sentaban las gafas de sol y los chalecos de pico cuando iba por Palomares.