Llegó la Liga, de Celestino Fernández
Se inicia este fin de semana el Campeonato de Liga de fútbol en su edición número 87. Una competición que desde su estreno en la temporada 1928-29 marca el ritmo de millones de personas, pues los días y las semanas no son iguales cuando hay competición liguera que cuando este brilla por su ausencia.
Hoy traemos un relato periodístico que tiene ya más de 60 años y que ejemplifica bien todo esto que decimos. En la Sevilla íntima y provinciana de 1956 una tarde de un domingo de septiembre Juan, que vive ajeno al mundo del fútbol, encuentra que los sitios que habitualmente frecuenta ( círculos de reunión y bares) están extrañamente vacíos y no entiende el porqué. Su peregrinar por diversos sitios siempre se topa con esa realidad, sus amigos no están en los sitios habituales de reunión y hasta cuando intenta contactar por teléfono con uno de ellos, el pelmazo por más señas, la respuesta es abrumadora: ha ido al partido.
El partido de esa jornada es un Betis-Jerez, que ya vimos aquí, con el que se iniciaba la temporada futbolística en Sevilla. Al final Juan termina por rendirse y optará por asistir también los domingos al fútbol.
¿Qué había pasado realmente en la ciudad? Era domingo, sí, pero jamás las excursiones domingueras habían dejado a Sevilla tan rigurosamente desierta. Ocurría, además, que por las mañanas se habían encontrado las iglesias repletas de fieles y las calles con la habitual animación; las terrazas llenas de familias numerosas y de jóvenes de ambos sexos bromeando en alta voz, al lado de las mesas con cerveza rubia y mariscos; las parejas absortas antes los escaparates radiantes con las modas de otoño; el río caudaloso y lento de los automóviles en todas direcciones, con estrépito de claxons, palabras airadas de los conductores y discusiones de taxistas.
Por la calle Tetuán una multitud intentaba hacer compatible su lento pasear con el deslizamiento apresurado de coches de caballos, carretillas de todas clases, bicicletas y autos; por la Avenida el gentío pugnaba por abrirse paso entre las sillas y los veladores de determinados bares y su inflexible actitud de las construcciones dispuestas a permanecer en su sitio; por la Campana y por el Duque, por Rioja y el Salvador, mucha gente, como todos los domingos y como todas las mañanas… ¿Qué había pasado entonces?
Eran las cinco de la tarde. Juan se dirigió a su círculo en busca de alguna persona con quien dialogar. No halló a nadie. Sobre los tresillos del patio, periódicos y revistas yacían olvidados, como si de repente sus usuarios hubieran partido reclamados por una llamada de urgencia. Sin entusiasmo, arrastró la mirada por los rotativos y por los semanarios de actualidad. A la media hora decidió echarse a la calle y casi sin pesar se encontró en su bar.
No es que Juan fuese dueño de ningún bar. Es un decir. Nos referimos al bar que frecuentaba con los amigos. Mas no había un alma. De allí se dirigió a otro bar, suyo en el mismo grado y por las mismas causas que el anterior. Era inútil. Ni una persona amiga, o enemiga, porque estaba dispuesto a hacer las paces con quien fuera por tal de tener con quien compartir el amable y sabroso pan de la charla. Recordó entonces con remordimiento y con cariño a Pepe. Pepe era, entre sus amistades, el pelmazo. El hombre que aparecía siempre inadecuadamente para hablar de cosas de las que no era adecuado hablar y en un tono que no era precisamente el que debía emplearse. Es horrible como algunas veces suspiramos por un pelmazo, porque acaso la condición del pelmazo más singular sea, junto a la de aparecer cuando no se le llama, la de no aparecer precisamente cuando su conversación podría ser “tolerable”.
Con esa displicencia con la que tratamos al pelmazo, Juan se decidió a llamar a Pepe a su casa. Una voz de mujer, al otro lado del hilo, le informó: “El señorito no está”. “¿Y la señora del señorito?” insistió Juan. “Tampoco. Los dos han ido al partido”.
En la mente angustiada de Juan empezó a hacerse la luz: ¡ El partido¡ ¡El partido¡. Volvió al bar y preguntó por los conocidos: “Están en el partido”. “¿Qué partido?”, se atrevió humildemente a preguntar.
– ¡Por Dios, don Juan, el partido del Betis¡
Juan se sintió como sacudido. El Betis jugaba y él sin saberlo. Tal vez al partido se debía el espectáculo de la ciudad desierta. Al Betis, pensó, y a la Liga. El domingo que viene con el Sevilla jugando en Nervión se repetiría el espectáculo. Dio su segunda vuelta por el club e intentó conversar con un camarero simpático que tiene siempre la última noticia. Fue inútil. Había ido también a ver al Betis. Juan tomó el camino de su casa. Una vez allí, hundido muellemente en una butaca, encendió el receptor de radio. El locutor, enardecido, gritaba más o menos: “El Coruña está jugando maravillosamente. En este momento Mendiola va a chutar, chuta…” Giró el mando y buscó otra estación. Allí la cosa era más concreta: “¡Gol¡ ¡Gol¡ ¡Gol¡…”
¿Y sabéis lo que hizo Juan entonces? Pues reflexionó profundamente durante dos horas. Y al final dijo: “El domingo iré yo también al fútbol. No me queda otra salida. “
¿Dónde va Clemente? Donde va la gente
Fuente: Celestino Fernández en Sevilla 10 de septiembre de 1956