¡Qué golazo¡, de Manuel Fernández de Córdoba
El 22 de enero de 1978 en el Villamarín Betis y Athletic se enfrentan en partido de la jornada 18 del Campeonato de Liga.
Un partido complicado para el equipo verdiblanco que era decimotercero en la clasificación con solo un punto de margen sobre los puntos de descenso. Enfrente un Athletic de Bilbao en quinta posición con 3 positivos y en franca trayectoria ascendente.
Lo más destacable del partido fue el tanto que en el minuto 75 hizo el delantero centro bético Hugo Cabezas, sobre la portería de Gol Sur, batiendo al guardameta José Angel Iríbar con una magnífica chilena.
El periodista Manuel Fernández de Córdoba así lo contó en las páginas de Suroeste:
La grada entera se quedó como asustada, sin darle crédito a sus ojos, como si esos goles únicamente se vieran en las películas, como si esa forma de tirar a puerta fuera más soñada que vivida, como si así fuera imposible…
¡Qué golazo¡
Y fue un segundo después cuando la grada salió de su asombro, los pañuelos saltaron a las manos, las banderas partieron el viento y un nombre—Cabezas, Cabezas, Cabezas—recorrió de punta a punta toda la espina dorsal del Villamarín—
¡Qué golazo¡
Fue como si, de repente, nos hubiéramos dado cuenta de que el fútbol espectáculo aún vive; de que a este deporte no lo han matado con los cerrojos, las tácticas, la técnicas, los planteamientos, los presupuestos, los marcajes, los entrebastidores y las veinte mil cosas más; que no se había muerto con las búsquedas del cero-cero, la violencia, los cazatobillos, las primas, el “hacer su partido”, el “ganar como sea”, el antifútbol…
¡Qué golazo¡
Momento para repetirlo mil veces en la moviola del pensamiento; para anotarlo en el rincón de los recuerdos y sacarlo a flote de la memoria cada vez que haya que hablar de un deporte que llegó a ser el rey; para llevarlo a la luz de la tertulia añeja con un entornar los ojos y un decir “recuerdo aquel gol que vi un domingo en Heliópolis…”
¡ Qué golazo¡
Iba ya media hora del segundo tiempo de aquel partido. Un Betis, mucho más serio que el de encuentros anteriores, luchaba a tumba abierta contra un Athletic de Bilbao en el que todavía jugaba Iribar de portero…
El Betis no estaba bien por aquel entonces y, después de haber ganado el año antes la primera Copa del Rey—precisamente contra estos mismos vascos—su afición estaba más que enfadada por los resultados que el equipo sacaba fuera. Un equipo que había comenzado la temporada de una forma deslumbrante, avasalladora, enseñando a jugar al fútbol y que—sin saberlo nadie, ni por qué—había comenzado a venirse abajo, a eso que llaman “el bache” y, a aquellas alturas de la Liga—en aquel partido contra los vascos comenzaba la segunda vuelta—sólo había conseguido cuatro victorias. Incluso este partido lo empataría al final…
Presentaba el Betis un aire distinto en aquella tarde; había olvidado la mandanga, el “tuya-mía”, la alegría en los marcajes, la suficiencia, los flecos de pachanguita; sabía que tenía enfrente a un Athletic que ya había sacado tajada en la otra acera y, en esa misma semana, había vapuleado al otro Atleti en Madrid; sabía que, además, estos vascos traían clavada en el alma una noche de junio a orillitas del Manzanares…
…Y se dispuso a darle cara. Comenzó bien, fijó a su gente, buscó la lucha, probó el área muchas veces y consiguió adelantarse en las tablas. Poco tiempo después, y en una de las pocas oportunidades en que los leones se acercaron a su puerta, el sol traicionó a los verdes, Dándole muy fuerte en los ojos deslumbró a todos menos a un cabeceador nato que traían los euskeras y el marcador se niveló.
Pero no cejó el Betis. Toda la segunda mitad fue como si hubieran tocado a zafarrancho. Los verdes se volcaron sobre Iríbar, incluso Sabaté—un catalán que jugaba de líbero—ensayó el tiro a puerta con ganas. Y hasta los fallos del mediocampo—que a Muhren, un holandés que habían fichado el año antes harto de mandar en el Ajax, no le iba el marcar a Churruca—eran sopesados con multiplicación de fuerzas. Había golpes y contragolpes; sustos a un lado y muy poquitos en el otro; mucho santo de cara y mucha suerte de espaldas…
Así pasó media hora. Entonces vino lo bueno. Ladinszky—un apátrida con fama de alegre, del que eran notorias tanto sus facultades como sus rencillas con el míster que entrenaba entonces al equipo—centró un balón desde la derecha; éste llegó al borde del punto de penalti y allí lo tomó Hugo Cabezas teniendo a sus espaldas la portería y a un chicarrón del norte llamado Guisasola…
Y Hugo Cabezas—un uruguayo oriundo con muchísimas ganas de hecerse un marco en la historia; que ya había despuntado mucho en aquel Trofeo Ciudad de Sevilla del verano—la templó con el pie, lo pasó al otro, caracoleó con las caderas y, sin volverse—a la chilena que llaman allá; de tijereta le conocemos aquí—pegó un garabato en el aire empalando la pelota a la escuadra contraria. Iríbar—que ya en aquella época era más que mítico—se quedó de piedra, sin poder adivinar siquiera por dónde se lo habían colado. El balón había cruzado el aire en un pensamiento y se amparó a dos dedos del palo contrario. Y Hugo que se va para la gente, se arrodilla a lo Jairzinho, levanta los brazos, clama a las masas y se convence a sí mismo que había marcado el gol de su vida…
¡Qué golazo¡
Y por un momento la grada vio que era posible lo imposible, real lo que se figuraba, auténtico lo soñado. Hugo Cabezas, en ese momento recordó a los que estábamos allí que el fútbol espectáculo no había muerto a pesar de los resultados, los cerrojos, las tácticas, las técnicas, los planteamientos, las primas, los presupuestos, los marcajes, los entresijos, la violencia, las vallas, los cazatobillos, el “ganar como sea” y las veinte mil cosas más…
Y Hugo Cabezas se coló fugazmente aquella tarde en la historia y la leyenda, anotando en la memoria del buen catador de fútbol la imagen imperecedera de un golazo; de un golazo, de ¡qué golazo¡
Fuente: Manuel Fernández de Córdoba en Suroeste 24 de enero de 1978