Vidakovic, de Manuel Fernández de Córdoba

Uno de los mejores futbolistas extranjeros que ha pasado por las filas verdiblancas a lo largo de su historia es Risto Vidakovic.
Llegado al club en el verano de 1994 procedente del Estrella Roja de Belgrado, desde su inicio rindió al máximo nivel, desempeñando con enorme jerarquía su puesto en la defensa bética. Pero su fútbol no era exclusivamente defensivo, dado que con su extraordinaria calidad técnica y gran visión de juego se sumaba cuando podía al ataque, dejando muestra de su gran clase y facilidad para el juego elaborado.
Pero fueron las lesiones las que impidieron un mayor rendimiento durante su etapa bética. Diversas dolencias fibrilares le afectaron en sus primeros años, pero fue el 5 de marzo de 1998, en el partido de ida de los cuartos de final de la Recopa en el Villamarín contra el Chelsea, cuando sufrió una grave lesión en el minuto 44, con una rotura del ligamento lateral izquierdo de la rodilla derecha, que le apartó de los terrenos de juego más de un año.
Fue operado el 6 de agosto y se esperaba su incorporación a la plena actividad en un plazo de dos meses, pero su recuperación se complicó y no fue hasta el 2 de marzo de 1999.
Dos días después, en las página de ABC, el periodista Manuel Fernández de Córdoba saludaba con este artículo la recuperación del jugador serbio, aunque no llegó a jugar hasta enero de 2000, volviendo a sufrir posteriormente problemas fibrilares, que impidieron que Risto Vidakovic recuperase el magnífico rendimiento que dio en sus 4 primeras campañas en el Betis.
Lleva pasado un calvario de tantos meses, un año entero, que, para mucho Betis de ultimísima generación, incluso se le puede haber olvidado hasta su nombre. Y ahora parece que ve la luz de la salida de un túnel que, en la vida de un futbolista de élite, y este serbio lo es, suena a eternidad porque los años pasan tan rápidos que uno que se pierda parecen diez.
Risto Vidakovic. Serio. Introvertido. De fútbol claro y cabeza levantada. Ese tipo de jugador como el holandés Gerrie Muhren, aquel que mandaba en el Ajax de Johan Cruyff y recaló en verdiblanco para dar lecciones futboleras y del que decía Sebastián Alabanda: No mira a la yerba ni para escupir.
Líbero de lujo, aunque la cabeza le sirve más para pensar que para despejar balones, se hizo amo de su zona a fuerza de categoría futbolera y uno recuerda, al botepronto de la memoria, un golazo al Madrid en el que subió desde atrás driblando a la mitad de sus rivales, la vista en la portería, el balón como pegado a su bota, pared final en el último tramo del área de penalti, clamor de gol y pañuelos.
Se le echa de menos tanto como aquel fútbol suyo incapaz del pelotazo que quiere acortar los espacios embarcándola, cuando es mucho más bonito, y hasta más práctico, ir llevando la pelota como si fuera acariciándola cobijada en el prodigio de su clase.
Vuelve pronto, futbolista.