¡Hasta siempre, Metropolitano¡, de Juan Carlos Villacorta
Hoy el Real Betis Balompié jugará un encuentro de competición liguera contra el Atlético de Madrid en el estadio llamado Wanda Metropolitano. Mientras que la primera palabra es exclusivamente utilizada por razones publicitarias y comerciales, la segunda evoca el nombre del antiguo estadio atlético en el que comenzó a jugar en 1923 y disputó su último partido en 1966.
Precisamente de este año 1966 es el artículo que hoy traemos, publicado en Marca el 2 de abril de 1966, cuando el Atlético ya había jugado su último partido de competición liguera y sólo le quedaba por jugar en el Metropolitano los partidos de Copa, pero ya se presentí el adiós a la que había sido la casa rojiblanca por más de cuarenta años.
Lo habíamos dicho siempre; lo habíamos repetido una vez y otra.
- No sé qué ocurre, pero tiene algo de familiar
El Bernabéu es como una pirámide faraónica enorme, gigantesca, como, al parecer, va a serlo también el Manzanares.
El Metropolitano era otra cosa. Como un pueblo. El campo lo circundaba. Cuando llegaba el verano, revoloteaban sobre los graderíos mariposas campesinas de la Dehesa de la Villa, cansadas de ver flores. En los pueblos se conoce todo el mundo; se reconoce a todos. “Mira, la casa de fulanito”. “Seguro que María estará sentada en el mirador”. Efectivamente, en la primera fila de la tribuna estaba siempre la misma gente y a mí me gustaba que así fuese.
Tenía también su “amable y simpática bruja” y ella pertenecía al genio del lugar. La gente la consideraba como algo suyo. Gritaba y animaba al equipo, imprecando a cada jugador por su propio nombre, dejándose llevar de acá para allá por el giro del juego. La afición del Metropolitano es tan doméstica que se deja llevar por la ley de la atracción física. Para arropar a los suyos con su estentóreo vaho efusivo se coloca en torno a la portería donde el Atlético va a marcar sus goles. Cambia, si puede, de sitio en cada tiempo. Y estrecha en torno suyo la portería como en un corro familiar.
El Estadio no tenía nada de uniformidad. No era un hormiguero. Su iluminación nocturna era desigual. Se diría que despreciaba la ley socializante del cemento. Entre el cemento nacía la hierba.
“Parece un Nacimiento”, hemos dicho muchas veces, mirando a la tribuna del fondo, acunada amorosamente por la clínica del doctor Luque, donde los niños allí deben nacer con carnet rojiblanco.
Pero el paisaje de enfrente es la castellanía enjuta de Velázquez. Muchas veces, en las tardes negras, o cuando el genio del lugar hacía sentir su fuerza sobre el equipo, en las tardes de “somos el equipo más desdichado del mundo”, “no hay forma de que entren los goles”, “nosotros no somos el potra-campeón”, esas cosas que se dicen–¡vaya usted a saber con qué razones¡–, era hermoso mirar más allá del marcador y ver los cielos de los cazadores imperiales de los Austrias. En el Manzanares será distinto. Desde el Manzanares se verá un paisaje de cipreses, el árbol más hermoso del mundo—al menos para mí—de cuantos ha producido la madre Naturaleza., pero no podremos alzar nuestra mirada para ver, en el invierno, las nieves azules y blancas y, en la primavera, el granito rosa del Guadarrama.
No vamos a decirle adiós al Metropolitano, sino hasta siempre. Un día, cuando estemos cómodamente instalados en el Manzanares, echaremos acaso de menos, con todas sus incomodidades, el Metropolitano aquel que en las noches de riguroso invierno encendía fogatas en los graderíos para calentar a sus ateridos forofos como en una hoguera parroquial, en una noche mágica; el Metropolitano de los humildes pupitres para la Prensa; el Metropolitano de las columnas que rayaban de listas blancas las zonas muertas de visión, entreveradas de las apiñadas y entusiastas al rojo vivo.
Era el Metropolitano un estadio organizado no en sectores, sino en barrios. La risa y el llanto se distribuían en él por barrios, ora al Norte, ora al Este.
El pasillo delante de la tribuna era un poco como la calle de Serrano, mientras que el de la lateral tenía un aire más democrático y castizo, análogo al de nuestra calle de Cuatro Caminos.
Luego estaba la gradona del fondo, olímpico asiento de la oposición, y la tribuna descubierta, que era como una especie de colonia de Chamartín o de Ciudad Lineal, y la tribuna del fondo Oeste, que más parecía el palco con sol y moscas de vendimia de una plaza taurina de pueblo que otra cosa.
Pero, pese a su estructura irregular de pueblo, campesina y rústica, y sus servicios, de los de antes de la guerra, tantas veces muro de lamentaciones, pese a eso y pese a todo, pese a sus imperfecciones y sus incomodidades, el Metropolitano era para muchos algo entrañable, una casa de familia, eso que ya comienza a no llevarse por el mundo.
Muchos le van a decir adiós con tristeza. Bueno. No le dirán nunca adiós, sino hasta siempre. Y desde el Manzanares, que, según me dicen, va a ser una joya como instalación deportiva, recordaremos el Metropolitano cuatrocaminero como un hedor, como un roce, como un sonido, como una tonalidad, una costumbre y un sueño, que diría Steinbeck.
Entonces, ¡hasta siempre, Metropolitano¡