Salud y Betis, de Julio Jiménez Heras
Era como una película. Parecía que no era él realmente. Ni eran los suyos. Ni era su padre. Había estado por desgracia en no pocos entierros y siempre le habían parecido un trámite que hay que resolver cuanto antes. Pero nunca había podido imaginar que pudiera doler tantísimo la despedida. La corbata negra. Las lágrimas. Los abrazos. Los besos. Su madre se apoyaba en él porque era lo único que le quedaba en esta puñetera vida que se lleva a los más grandes cuando menos falta hace. De un suspiro. De repente. De un infarto. Y adiós.
A la carrera. No conocía otra forma de subir los escalones de la grada. Los bolsillos y las manos incapaces de sostener los seis paquetes de pipas –tres para cada tiempo, lo tenía medido- y corriendo como los locos para asomarse al vomitorio. Ahí llegaba la parada para tomar resuello y para extasiarse ante el verdor del templo, ante la amplitud de su casa más querida. En pocos sitios y en pocos momentos se sentía tan bien como cuando entraba el domingo en el campo. “Buenas tardes, Betis. Ya estoy aquí”. La megafonía echaba a volar la “Marcha Radetzky” a los cuatro vientos de La Palmera, los periquitos todavía regaban el césped y los socios de Fondo ya estaban con la mano de visera hasta que se fuera el sol y la madre que lo trajo. Al cabo del rato llegaba el padre, que subía las escaleras con la misma ilusión pero con distintas piernas. “Buenas tardes, Betis. Aquí estamos otra vez”. Y buscaban el asiento en la grada para que aquellas dos piezas encajaran perfectamente en un puzle verdiblanco de cuarenta y tantas mil unidades.
José estaba en la época tonta en la que están todos los de su edad. El paso entre los 14 y los 19 años es una sucesión de hormonas, imbecilidades y exámenes que sólo se supera con la ayuda del tiempo. Y en esas alturas de la vida lo más importante del mundo son los amigos y las chavalas. Lo que digan los compañeros de clase es bastante más importante de lo que disponga el padre, la madre o el “sursum corda”. No es que José se hubiera distanciado deliberadamente de su progenitor, sino que sus prioridades eran otras y no iba más allá de los monosílabos cuando éste le preguntaba sobre el colegio, la hora a la que llegaba a casa o lo primero que se le pasaba por la cabeza. Si su padre quería que la conversación se alargase, sabía que la única manera de hacerlo era tocándole los costados. Causa y efecto. Un perro de Pavlov en versión de la Puerta Osario.
– Pues el Bigote lo que tenía que hacer era sacar a Cañitas en vez de a Márquez…
Respuesta inmediata y habitualmente opuesta:
n El Bigote va a hacer lo que tú digas. Mira, Papá, Cañas está más para las segundas partes porque bla,bla,bla…-y se le iba media hora contándole al padre el sistema del míster, lo bien que se compenetraba Márquez con Jaime, cómo se la ponía desde la derecha a Aquino y la infalibilidad absoluta del Bigote para que su padre dejara de decir pamplinas.
– Pues al final acabará jugando Cañas, ya lo verás
Así salvaba la comunicación paterno-filial el Real Betis Balompié y no había nada más que Betis, Betis y Betis en el almuerzo, en el coche y en las visitas de los sábados a casa de la abuela.
Se sucedían las caras amables, los saludos y los pésames. No somos nada. Vaya vida esta. Cuida mucho de tu madre. Apóyate en tus niños. Mil y una bienintencionadas recomendaciones que le decían a José lo mucho que querían a su familia y lo grande que había sido su padre. La iglesia a rebosar era una prueba. Rostros y ánimos de la familia, de los amigos propios, de los amigotes paternos, de los compañeros del trabajo, de las vecinas de la madre. Y de pronto, en mitad de la cola de dolientes, la cara del Loco.
La vecindad en la grada es un bien absolutamente sacro que unas amistades para los siglos de los siglos. No hay nada más irracional y gratificante que abrazarse al vecino de al lado después de un gol del Betis. El primer abrazo es siempre con el consanguíneo y después llegan el choque de manos con el de la localidad de al lado, la palmada en la espalda al que está debajo y el pulgar levantado, como un Imperator de la Bética, al que está seis filas más arriba. El primer domingo de Liga en casa, José no paraba de mirar para ver si los otros actores de la escena volvían a sus puestos de combate. “¿Se habrá cambiado de sitio el Loco este año? Es raro porque tiene al cuñado también aquí en Voladizo y siempre llega temprano. ¿Y los Cabezas? Esos vienen casi con la hora justa, como si se fueran a acabar los botellines en el Avelino. También me faltan el Niño y su tío; Manolo el Simpático con la mujer; y el médico de Coria, con la patulea de hijos y sobrinos. Ah, y los Prendas”.
Ni José ni el padre conocían la mitad de los nombres ni las filiaciones de los susodichos vecinos de platea. Aquellos datos que pergeñaba mientras pasaba lista eran, más o menos, lo único que sabía de sus compañeros quincenales de penas y alegrías. Aquellos motes que entre el padre y el niño habían puesto durante años, volviendo en coche en el atasco de la Palmera, eran sus credenciales. Prácticamente unos desconocidos. Pero tenían en común una pasión que los hacía muy cercanos, un nosequé que los unía más que cualquier parentesco.
Menos cuarto. Por la escalera sube el Loco. Casi sesenta años, directivo prejubilado de la Cruz del Campo y recientemente separado. El Loco no había tenido otra fijación en su vida que el Real Betis Balompié. Para que el padre y el hijo le dijeran el Loco, así tenía que ser de bético la criatura. Entre sus múltiples virtudes académicas se encontraba beber preferentemente leche con pippermint, la única combinación posible en verde y blanco que no perdía el color. Estaba malo como los rayos, pero daba igual. Todos los cepillos de dientes en su casa tenían que ser por fuerza verdes. Poco práctico para no confundirse de cepillos el padre, la madre y los hijos. Pero daba igual. Todos los coches que había tenido en su vida habían sido indefectiblemente verdes, incluido un 127 verde botella que le duró varias décadas porque le había cogido cariño. Las cortinas de la casa, verdes. Las camisas fresquitas para el verano, verdes. Los chalecos gordos para el invierno, verdes. Los trajes de flamenca de su sufrida mujer no tenían más tonalidades que el verde con lunares blancos y el blanco con volantes verdes.
El Loco estaba apuntado a todo tipo de colectivos verdiblancos, que le absorbían sus almuerzos y alguna que otra cena. A saber, la Peña Bética de Triana, la Tertulia Bética el Barranco, el Círculo Bético Augusto, la Agrupación Bética de Veteranos, la Peña Bética de los trabajadores de la Cruz del Campo, la Peña Bética Antonio Moguer de Sanlúcar la Mayor y hasta en el Foro Bético de la Universidad de Sevilla se inscribió como si tuviera veinte años. Le costaba la propia vida cuadrar la agenda para no faltar a todos los almuerzos-homenaje habidos y por haber en los que se pasaba las horas y las horas hablando del Betis sin aparecer por su casa. Acabó hartando a la mujer, que se separó después de treinta años de matrimonio, y aburriendo a los hijos, que ahora iban los domingos por la tarde a dar paseos por el Parque del Alamillo.
La vida no había terminado de ser buena con él y entre Betis y Betis notaba cierto vacío. Pero es que el Loco había cambiado varias veces de novia y ahora hasta de mujer. Había votado a tres o cuatros partidos políticos de ideologías no solo diferentes sino opuestas. El pensamiento cambia mucho con los años. Había tenido tres casas sucesivas y otros tantos barrios. Había traicionado incluso a su barbero alguna que otra vez. Hasta con la religión había tenido sus diferencias, sus más y sus menos. Lo único que no le había fallado en toda su vida había sido el Betis y un domingo más se aferraba a lo que más quería.
– Salud y Betis, este era su sempiterno saludo cuando llegaba a Heliópolis. José y su padre le respondían con una sonrisa y sendos apretones de mano´
– Salud y Betis. ¿Cómo ha ido el verano?
– Enorme, lo único que me he perdido ha sido el Colombino, que me cogió malo en la cama y lo tuve que ver por la tele, respondió el Loco.
El padre y el hijo no tuvieron más remedio que reconocer el acierto de su apodo tras ver que el tío se había recorrido media España para ver la pretemporada.
El Loco dio a José su “Salud y Betis” en la cola del pésame con un abrazo propio de un gol en el minuto 94. Lo último que se podía imaginar es que fueran al entierro los vecinos del campo del Betis. Ciertamente no estaba para fútbol aquella mañana. Ni para fútbol ni para nada. Pero es que desde que lo llamaron del hospital para decirle que lo de su padre era irremediable, José no había pensado en otra cosa que no fuera en el Betis que le metió en la sangre desde que nació. ¿Cuál era su primer recuerdo del Betis? Ni idea. ¿Su beticismo había tenido una fecha fundacional o algo por el estilo? No lo sabía exactamente. Había lejanas impresiones, como cuando lo llevaron en el carrito a la Plaza Nueva a recibir a los campeones de la Copa grande del 77. Y pruebas físicas. La primera camiseta verdiblanca con el nueve del Lobo Diarte a la espalda. Una fotografía de Calvo con don Julio Cardeñosa en la yerba del Villamarín. Y la certeza de que era bético desde que tenía uso de razón. Ser del Betis era algo tan natural para él como ser hijo de su padre o ser el padre de sus hijos. Con la mente puesta en aquello llegó un rostro amigo, muy serio, con cuatro ó cinco acompañantes más jóvenes.
Ya se habían metido los equipos en el vestuario después de calentar y ya habían colocado el cero a cero en el palomar del Gol Sur. El griterío que llegaba del vomitorio anunciaba la inminente llegada del médico de Coria y su prole. Aparecen de repente no menos de siete chiquillos de todas las edades posibles, vestidos del Betis y bien pertrechados de bufandas, bocinas y hasta de una matraca. Cualquiera le decía al galeno que dejara la matraca en casa. El cacharro había acompañado a su padre toda la vida al fútbol y él la seguía llevando como recuerdo del que le hizo bético. La matraca era fundamental para acordarse de los ancestros del árbitro y del linier cuando levantaba la bandera en un contraataque del Betis. Cómo entraban todos aquellos niños en el coche del médico era una incógnita y una afrenta a las leyes de la física y al código de la circulación. Media Coria y parte de la Puebla se tenía que recorrer junto a sus dos hijos para ir a buscar a los cinco primos que completaban el equipo. Su mayor alegría era haber captado para la causa a aquellos chavales que sabía Dios dónde podían haber acabado ante la dejadez de sus padres. Con lo de peligros que tiene la vida repartidos por el camino para apartarse del sendero de los justos…
Le costaba una barbaridad sacarle a sus cuñados el dinero de los carnés. Entre los que estaban económicamente de regular para atrás y los que se dejaban ir, casi todos los años acababa él poniendo el dinero y con un “ya te veré” como promesa de pago. Pero él, con que sacara al menos algo de lo adelantado antes de las Navidades ya estaba contento. “¿Y no te puedes ir a Gol, que es más baratito?” “Si, vamos, para que los niños se mojen”. La familia de Coria era recibida con grandes aplausos por parte de José y su padre y un simple saludo por parte del Loco, concentrado ya en el sufrimiento de 90 minutos que le quedaba. Ocupaban toda la fila de delante. José no tenía más remedio que levantarse cada vez que atacaba el Betis en la portería del Instituto de la Grasa porque los niños ni dejaban ver ni se estaban quietos. Nada más estaban parados cuando subía el patriarca de la saga y su hijo mayor en el descanso con las ocho salchichas, cinco de las gordas y tres de las coloradas, y las ocho cocacolas reglamentarias. No fallaba. Había que ver la cara del coriano cuando se abrazaba a los siete niños en cada gol del Betis. Y cuando los metía otra vez en el coche río Betis abajo. Todos callados, que a ver quién se atrevía a hablar y no dejaba escuchar al tío “La afición opina”.
Los corianos. ¿Cómo se habrían enterado los corianos de que se había muerto su padre? Con lo rápido que había sido todo. Tan rápido que apenas habían disfrutados las tres generaciones juntas en la grada de Heliópolis. Qué poco había tenido el abuelo al nieto sentado en las rodillas, corriendo detrás de él cuando el niño se aburría en el descanso. Joselito, el primero de sus hijos, tenía ahora cuatro años y no veía más que por los ojos del abuelo. Lejos de envidiarle la privilegiada posición a su padre en los cariños del enano, José echaba de menos no pasar más tiempo con ellos. El niño tenía el carné del Betis antes que la inscripción en el Registro Civil, que ya se había encargado el abuelo de ir corriendo a las oficinas del club nada más salir la criatura del paritorio. El primer día que lo llevó al campo a hacerse la foto con el equipo, levantó al niño hacia la grada como si fuera el Rey León recién nacido. El ciclo sin fin. A su propio padre, de la vieja guardia del Patronato, le oyó contar mil veces el chaparrón que cayó en la final de Chamartín del 31. Y la que se lió en la Feria cuando apareció pintado con tiza en un paraguas que el Betis le había metido cinco al Racing en el remate de la Liga del 35. Ahora estaba él, setenta años después, levantando a su primer nieto al sol de Poniente que se colaba por los huecos de Preferencia. “No se te olvide nunca que éstos son los tuyos, hijo mío”.
Hasta que no tuvo tres años no lo dejó la madre ir todos los domingos al fútbol. Una liga, una única temporada, habían compartido los tres el ritual de las tardes de Betis. El chico, Lorenzo, que ahora tenía año y medio, todavía no había pisado el campo. Ya les contaría poco a poco donde se había metido el abuelo. En el medio del camino de la vida, José ya sólo tenía eslabones por debajo. El mundo es redondo y rueda. Y allí estaba él sin querer separarse del eslabón de arriba. Cuatro bancos detrás de donde él estaba sentado, mantenía el tipo Joaquín, el Niño. Tampoco había faltado Joaquín al entierro. Venía con su tío, como cada domingo desde que era un niño, y no el hombre de veintimuchos que era ahora.
– Buenas tardes, ¿la fila siete es ésta? Ea, pues aquí tenemos nosotros los carnés. Joaquinito, siéntate que no vas a dejar ver a la gente. Es que es el primer día que viene al fútbol y no vea usted la que está dando. Y estate tranquilito, que ya sabes lo que te ha dicho tu madre de cómo tienes que comportarte. Que no des patadas en el respaldo de delante, que vas a volver loco a este señor.
– Deje usted al niño, hombre. Que disfrute del Betis y que haga lo que le dé la gana, el padre de José intercedió para que el tío no tuviera a Joaquinito más serio que en misa.
Desde entonces sería siempre el Niño para que sus vecinos de localidad. El niño se destapó como un auténtico majareta del Betis desde su más tierna infancia. Majareta de bocina. La trompetita de plástico mitad verde y mitad blanca tenía seriamente afectadas las capacidades auditivas de José y de su padre, que aguantaban como podían el concierto de Año Nuevo que daba el angelito cada domingo y cada miércoles copero. José, que le sacaba por lo menos seis o siete años a Joaquinito, conectó pronto con él y se hartaba de reír con las ocurrencias del chaval y con lo mal que lo pasaba el tío para que medio se comportara.
Un año, de repente, el Niño volvió del veraneo hecho un técnico. Los técnicos son los más pesados del mundo. Saben bastante más que el míster de turno del Betis y, por supuesto, conocen todas las claves para ganar el partido sin mayores problemas. El técnico nunca se calla sus certeros comentarios balompédicos. Que se escuchen en la grada de enfrente si es posible. Critica siempre la alineación del entrenador, el momento de los cambios y hasta la elección del futbolista en el pase. El nirvana del técnico se produce cuando pide que salga Sabas de una puñetera vez; sale Sabas-ya lo decía yo-; y Sabas coge y marca y resuelve el partido.-Tú ves, tú ves, tú ves…-le espeta a las dos filas de delante y a las tres de atrás. Si el técnico en cuestión se encuentra en edad infantil o preadolescente, el resultado es bastante más calamitoso.
Pues Joaquinito volvió de la playa convertido prácticamente en seleccionador nacional de la Argentina. Al Betis le fallan los carrileros, el mediapunta no vale un duro, con ese 4-4-2 no vamos a ningún lado, el equipo no triangula ni para atrás y aquí no se desdobla nadie, que en el fútbol moderno lo que hay que hacer es desdoblarse. En esto es fundamental haberse hartado de radio deportiva y repetir el primer neologismo futbolero de los locutores. Los falsos laterales, el doble pivote… El Niño de la fila siete no se dejaba ni uno en el tintero y en aquel rincón del Voladizo fue bautizado rápidamente por los ojeadores de la guasa.
– Te quieres callar ya, Arrigo Sacchi…
Y se le quedó. “Vaya la que está dando esta tarde Arrigo Sacchi” era una de las frases favotitas del padre de José cuando el empate parecía irremediable y el joven técnico no se callaba de ninguna de las maneras. Pero a José le hacía una barbaridad de gracia aquel renacuajo que llegó a compenetrar los sublimes soplidos de su trompeta con el delicado sonido de la matraca coriana. Con gran virtuosismo por ambas partes, todo sea dicho.
Los dos fueron creciendo jornada a jornada, Liga a Liga, Betis a Betis. Y como el tío de Joaquinito estaba igual de zumbado por el Betis que el padre de José, no tardaron en coincidir en los múltiples viajes culturales de la marcha verde. En Burgos acabaron los dos en el centro del campo con los bolsillos llenos de yerba sagrada del Plantío, besando el punto central y roncos perdidos de tanto “Mucho Betis”. Disfrutaron como nadie viendo a Alfonsito jugar como los ángeles en el infierno rojo de Betzenberg. En Burdeos no cogieron una pulmonía de milagro, porque a los dos muchachos no se les ocurrió otra cosa que ponerse en la primera fila de Fondo a chillarle a los laterales del Girondins con la que estaba cayendo. “Si se moja el Betis, nos mojamos todos”, rugía la Curva Sur del Parc Lescure. En el Bernabéu se les vino el alma al suelo cuando Roberto mandó la Copa y el pase de Finidi a la nada del lateral de la red. Y en el Calderón, ya casado y padre de familia el mayor de ellos, terminaron rodando abrazados cinco filas más abajo cuando Dani marcó el gol de su vida. El gol de sus vidas.
Es verdad. Cómo no iba a venir Joaquinito con lo que habían pasado juntos. Se le veía también afectado al chaval, que siempre había hecho muy buenas migas don su padre. ¿Y quién no las había hecho? Su forma de afrontar la vida por derecho, de obviar las tonterías por las que tanta gente se amarga a diario, de pensar que el que viene siempre lo hace de frente, de ver igual a todo el mundo por encima del cochino dinero, de superar las adversidades por muy gordas que fueran, de tener tan claro que el que siembra, recoge… Era difícil no querer a su padre. Lo poco o lo mucho que tuviera José en la vida se lo debía a él y a todo lo que le había inculcado desde pequeño. Porque aquella manera de concebir la existencia era Betis puro. “Tardará mucho tiempo en nace, si es que nace,/ un andaluz tan claro, tan rico de aventura”. Los versos que estudió en el bachillerato de la elegía al presidente-torero del Betis le resonaban en la cabeza mientras seguía recibiendo los pésames. Estaba deseando acabar ya con aquello, quitarse la enlutada corbata y volverse a casa con los niños. Regresar a la normalidad y a la dureza de convivir con su ausencia. De pronto, le vino una sonrisa a la cara. Aquellos siete del fondo de la iglesia también echarían de menos a su padre. Eran los Prendas.
– Arrigoooo, ¿a quién ponemos hoy por la derecha?
Eran famosos en Voladizo por sus carcajadas. Siete tíos como siete castillos que parecían que tenían quince años de las que liaban en los partidos. Rondaban los treinta y cinco y andaban hasta las cejas de hipoteca, estrés laboral, ganas de comerse el mundo y cerveza fresquita, que para eso llevaban desde las dos de la tarde en los veladores del Jamaica. Unos venían con niños y otros todavía solos. No se veían desde hacía quince días pese a que llevaban juntos treinta años.
En la clase da la Escuela Francesa se habían unido por pura afinidad. Las causas de la amistad verdadera son inextricables. Pero ellos tenían muy claro que además de las mil cosas que tenían en común y las dos mil que les separaban, el hecho de sentir todos en verde, blanco y verde había sido fundamental. A la hora de hacer los equipos en el patio de recreo estaba claro el criterio de selección. Cuando se cantaban tonterías en la parte de atrás del autobús terminaban apareciendo el balón y la estampa de Gordillo. Cuando se gastaba tiza en la pizarra, por el mero hecho de gastarla, llegaba el profesor y todavía estaba el virtuoso del dibujo rematando la corona y contando que le salían siete barras blancas y seis verdes. Unos fueron a ciencias y otros a letras. Unos hicieron la carrera en sus años y otros tardaron más de la cuenta. Se quitaron novias los unos a los otros. Apuraron la juventud como si sólo hubiera una vez en la vida. Acabaron a puñetazos más de una vez. Se querían con locura y se odiaron a muerte en no pocas ocasiones. Despedidas de solteros, bodas. El nacimiento de los primeros hijos y sus correspondientes bautizos. Se les echó encima media vida y los compañeros del alma, compañeros, sólo se juntaban cuando tocaba Betis.
¿Y cuando el Betis jugaba fuera? Ahí residía el problema. La posibilidad del “pay per view” con pantalla gigante, decoración irlandesa y copa de balón chocaba frontalmente con la oposición de aquellas santas a las que, no se sabe cómo, habían terminado convirtiendo en las madres de sus hijos. Y conformarse con la taquicardia de la radio ya no era aguantable en estos tiempos que corren. Los partidos de fuera siempre habían sido una cuestión difícil de solventar. El primero de ellos que tuvo Canal Plus en casa de sus padres se vio en la obligación de invitar al resto de la tropa cuando había Betis. “Niño, ¿a estos cafres me vas a meter aquí cada vez que pongan el Betis en la tele?”. La pobre señora no era consciente de lo que le entraba por la puerta. Porque era tal el éxito que cosechaba el equipo cuando jugaban los domingos por la noche que aquella medida se trasladó, por lógica superstición, también a los partidos de Canal Sur. Cada uno sentado en su silla, siempre la misma. A no ser que el Betis fuera perdiendo y la clave estuviera en quitar a uno del sofá y ponerlo de pie al lado de la ventana. Levantarse a mear en un momento de incontinencia suma era poco recomendable, porque si metía el Betis en ese breve intervalo temporal se le negaba la entrada de nuevo al salón por el bien de la causa. También sufrió el mobiliario. Cuando Roberto Ríos remató el córner con la cara en la semifinal de la Romareda pasó a mejor vida una bonita silla estilo Luis XIV. Cuando Olías se entretuvo en mandar a por pipas al lateral danés y meter el tercero con la derecha, una más que apreciable lámpara de araña sucumbió ante el ímpetu del salto. Llegaron cristales hasta la cocina y al artífice de la hazaña hubo que llevarlo al equipo quirúrgico, una vez que hubo acabado el partido, como es lógico, con la mano cortada por cinco sitios. El principio del fin llegó con el gol de Alexis en Balaídos. La que se lió en el salón obligó a la madre a firmar el decreto de expulsión y condenarlos a la diáspora de los bares para poder seguir viendo el Betis juntos. Un exilio que también deparó grandes tardes, por otra parte.
Y ahora había que verlos con más años y más kilos. Pendientes de que los niños no se mataran por las escaleras de Voladizo y dejándoles claro, muy claro, que las barbaridades que decía papá en el fútbol simplemente eran irreproducibles delante de mamá. También tenía esta edad sus ventajas económicas y los viajes no tenían que ser por fuerza en autobús. Hubo pleno al siete en la semifinal de San Mamés, sitiados en la grada por lo mejorcito de Neguri, y sólo faltaron dos calzonazos en el doblete estival Camp Nou-Mónaco. En la Champions hicieron tres de tres en los viajes. Bruselas, Londres y Liverpool. Como Pichi y Migueliño fueron a Bretaña. Más que meritoria la performance que realizaron en el escenario de “The Cavern”, al echar al enésimo grupo imitador de los Beatles para explicarle al respetable por sevillanas que si el submarino es amarillo “verde es el pino y la esperanza, verde el romero y la yedra, y verdeando va el grito Viva el Betis manque pierda”.
– Arigooooo, que todavía no nos has dicho quién tiene que jugar por la derecha.
Las carcajadas de los Prendas llegaban hasta la fila siete y Arrigo-Joaquín no tuvo más remedio que conminarles a que fueron ellos calentando por si tenían que salir en la segunda parte.
“In ictu oculi”. Se acabó lo que se daba. Dejarlo allí, de vuelta a la tierra porque polvo eres y en polvo te convertirás, había sido la despedida definitiva. La comitiva rodeaba de vuelta al Cristo de las Mieles y ya se escapaban unos cuantos al Bar Goma. “Aquí se está mejor que allí”, ponía hasta no hace mucho en los sobres de azúcar para el café. Las coronas de flores se marchitarían en breves días. Si por él fuera hubiera dejado una piedra por doliente, como manda la tradición judía y se ve al final de “La lista de Schindler”. Que las flores desaparecen y las piedras duran toda la eternidad. Al salir del cementerio a la calle, los autobuses seguían pasando hacia San Jerónimo y la gente iba y venía por San Lázaro como si tal cosa. Como si no hubiera pasado nada. La vida continuaba su camino, en dos días volverían él y su mujer a trabajar y mañana ya estarían los niños otra vez en el colegio y en la guardería. Y el domingo jugaba el Betis otra vez. No habría padrenuestro en la megafonía, ni brazalete negro, ni falta que hacía. Para todo el campo sería un partido más. Pero a ver cómo aguantaba el tirón de llegar a Heliópolis con los seis paquetes de pipas sin que subiera nadie por detrás.
Joaquín llegó con tiempo al campo, pertinentemente acompañado por su tío. El partido iba a ser de los duros, de los difíciles. Se jugaban una barbaridad en aquella tarde tal y como se había puesto la temporada. Dependiendo de lo que hicieran aquel domingo llegarían épocas felices y tenía el corazón a 180 nada más enfilar el final de la Palmera. Aparcaron bien, subieron la escalera, pasaron los carnés por el escáner, se metieron en el campo y buscaron su rincón de Voladizo de toda la vida. Ya no tenía edad para dar por saco con la bocina y se tomaba a broma que todavía le dijeran Arrigo Sacchi los elementos aquellos de arriba. No les faltaba razón, porque en la vida se había quedado callado en el fútbol. Bastante tenía ya que callar en su día a día. Limpiaron los asientos con un papel, se sentaron. Y a esperar.
José y su hijo llegaron al rato. En la cara se le veía el partidito que le quedaba por delante y la sensación de que todo era distinto. Tener vacío el asiento de al lado iba a ser insoportable. Menos mal que el Niño, bonito detalle, se había pasado una fila más adelante para no dejarlo solo. Si alguien se tenía que sentar en aquel sitio mientras él sostenía al enano en las rodillas, que fuera Joaquinito.
– Salud y Betis, dijo ritualmente José.
– Salud y Betis, hermano, respondió Joaquín al instante.
– A ver qué hacemos esta tarde.
– Eso digo yo, que a ver qué hacemos, contestó nervioso el Niño.
– Muchas gracias por sentarte aquí al lado, que no veas el día que llevo.
– Bastante tiempo he tardado en bajar a la fila seis. Es que me dijo Papá que hasta que él no faltara no me podía sentar a tu lado, respondió mientras le caían por la cara dos lagrimones del tamaño de la promoción con el Tenerife.
A José le estalló una bomba en la cabeza. Hermanos lo eran en la fe verdiblanca desde hacía años, pero ese “Papá” le sonaba extraño. ¿Sería posible que…? ¿Su padre? Pero algo le decía que sí, que era posible. La sangre tiene lazos más fuertes que la razón. Poco a poco comprendió la maestre jugada de ajedrez. Que papá no sólo le había dejado un legado de cariño, Betis y unas cuantas acciones en el banco. Que igual había alguna sorpresa en aquel testamento que él y su madre creían un mero trámite doloroso. El hecho de que almorzara tan frugalmente en casa lo achacaba a la preceptiva tapa al salir del trabajo y no a que viniera comido de otro sitio, de otra mesa, de otra casa. Parecía que su hermano le había leído el pensamiento
– Lo que peor llevaba era tener que almorzar dos veces todos los días-soltó el Niño con una leve sonrisa. Decía que le había echado coraje a todo en la vida, pero que se veía incapaz de darle ese disgusto a tu madre. Que tú sí lo comprenderías con el tiempo, pero que tu madre…
Sin salir del shock, José se imaginó cómo su nuevo hermano había podido vivir veintitantos años siendo el otro. Escondido, humillado, callado. Joaquín siguió hablando al ver que José no podía.
– No nos ha faltado nunca nada. Ni de dinero ni de lo que no es dinero.
– Pero tú no has tenido una camiseta del Betis por Reyes, ni venías con él de la mano, ni te llevaba el colegio, ni te cogía a hombros para ver las cofradías –soltó el hermano mayor aún apiadado por una infancia que él creía dickensiana. De la que él, de alguna manera, tenía parte de culpa.
– Camisetas de chico tengo un montón. La primera fue una equipación Meyba con el tres de Gordillo que, efectivamente, me echaron los Reyes. Y tengo enmarcadas dos fotos que no son moco de pavo. Una con Esnaola del año que se retiró y otra con Hipólito Rincón Povedano. Papá quería que me la hiciera con Cardeñosa, pero yo le dí la tabarra con Rincón y al final me salí con la mía, remató el Niño.
– Es que Papá era mucho de Cardeñosa, suspiró José, ahora él con dos lagrimones tamaño noche del Manzanares.
– Sí que es verdad. Papá era mucho de Cardeñosa.
José abrió el primer paquete de pipas. Le dio unas poquitas al enano, “no te vayas a tragar las cáscaras”, y otro puñado grande a su nuevo vecino de la fila seis del Voladizo.
– Salud y Betis, hermano.
– Salud y Betis.
