Alfonso. El hombre de las botas blancas, de Patxo Unzueta
Entre todas las participaciones de jugadores del Betis en la fase final de la Eurocopa es el partido España-Yugoslavia, jugado en Brujas el 21 de Junio de 2000, el momento más destacado.
En el minuto 90 Yugoslavia ganaba 3-2, un resultado que eliminaba a la selección después de perder con Noruega en la jornada inicial y vencer a Eslovaquia. Sólo valía la victoria para seguir vivos. En el 93 empataba Mendieta de penalti y en el minuto 95, con todo el equipo volcado al ataque, Alfonso Pérez hacía el milagroso 4-3 que ponía a España en los cuartos de final.
El periodista Patxo Unzueta nos cuenta su experiencia personal sobre cómo vivió este partido y su confianza en «el hombre de las botas blancas».
Alfonso. El hombre de las botas blancas.
Del partido contra Yugoslavia solo pude ver dos o tres minutos, al final, y algunos retazos sueltos antes, pero alcancé a presenciar los episodios más inolvidables de la jornada: el abrazo entre el seleccionador Camacho y Guardiola, tan cargado de sentido, y la salida al corte de Alfonso para interceptar al espontáneo que quería agredir al árbitro. También fui testigo del destello que se produjo dos minutos antes y que prefiguró el desenlace.
No pude ver el partido por causas ajenas a mi voluntad, pero no a la de mi jefe, que justamente a las 18 horas, las seis en punto de la tarde, me encargó escribir una cosa. Intenté ponerme a ello, pero no me concentraba. Opté por acercarme a la sección de Nacional para pedir unos datos. Cuando me los estaban dando, el silencio de los ordenadores se vio roto por un rumor que fue creciendo hasta desembocar en un grito de “gol, gol de Milosevic”, al que siguió una voz ronca procedente del fondo de la redacción: “¿Os creíais que podíais bombardear Belgrado impunemente?”.
Unos minutos después, temiendo lo peor, acudí a la sección de Deportes para calibrar la posibilidad de que tuviéramos que hacer un editorial sobre la eliminación de España: uno de esos de no pudo ser, etcétera. Los de Deportes tenían el televisor encendido y pude ver cómo Guardiola recuperaba un balón y lo enviaba a Etxeberria. Grité “gol de España” unos segundos antes de que la pelota quedara dividida entre Raúl y Alfonso y este acertase a meter la zurda. Desde muy pequeño he tenido esa manía de cantar los goles por adelantado, y a veces acierto; pero rara vez en dos ocasiones en un mismo encuentro.
Me alegré de que fuera Alfonso. Es un tipo que te suena como de la escalera, alguien serio y amable que te saluda al salir del ascensor. En el campo llama la atención por el contraste entre su aspecto frágil y su habilidad para sortear camioneros centrales, ahora por aquí, ahora por allá. Es de los pocos ambidiestros de la Liga. Y cuando tira penaltis, unas veces lo hace con la izquierda y otras con la derecha. Sus botas blancas le identifican a distancia, dándole esa imagen como de personaje de comic: un Popeye de grandes pies. Su gesto de parar al que quería atacar al árbitro es indicativo de carácter. Donde otros se habrían rajado, Alfonso no solo se interpuso sino que forcejeó con el agresor con ese valor moral que a veces caracteriza a los flaquitos con cara seria.
Media hora antes, yo seguía sin poder concentrarme. Me asomé a la cueva del director; como suponía, estaba viendo el partido. Pretextando ciertas dudas sobre la Ley de Extranjería me colé dentro para evacuar consultas. Mientras él disertaba al respecto, pude pasar unos diez minutos mirando la pantalla con disimulo. Tuve la impresión de que dominaba España, pero no conseguí enterarme del marcador. Ya no se me ocurrían más pretextos, así es que tuve que volver a mi mesa y ponerme a escribir.
Cuando estaba acabando la tarea conecté la tele, justo en el momento en que un letrero indicaba el resultado, 3-2 a favor de Yugoslavia, y que estábamos en el minuto 90. Tres faltaban para que se produjera el abrazo entre el seleccionador Camacho y el medio centro del Barcelona, Guardiola : un gesto de mutuo desagravio frente a quienes habían soltado a cinco columnas la consigna de que Guardiola estaba de sobra en la selección: algo que sonó tan mezquino como aquel lejano “váyase, señor González” en que parecía inspirado.
Un momento antes, uno de aquí al que llamamos David Niven (porque tiene una chaqueta azul con botones dorados) había gritado: “Milagro, milagro”. Fue la señal de que España había marcado el cuarto gol. A mí no me cogió por sorpresa. Tras el empate cobrado de penalti, Mendieta regresaba a campo propio con una extraña calma mientras Michel, comentarista en la Primera, recordaba que aun quedaban dos minutos. Las imágenes de televisión dejaron ver a espaldas del jugador del Valencia la silueta de otro futbolista que corría hacia el fondo de la red para sacar la pelota. Fue solo un destello, porque enseguida cambió la imagen, pero pudo verse que el que tanta prisa tenía por reanudar el juego llevaba botas blancas. Supe en ese momento que España iba a marcar de nuevo, y quién sería el autor del gol decisivo.
Patxo Unzueta en El País 23 de Junio de 2000