Areso y Aedo, de Francisco Ruiz
En octubre de 1987 estuvieron en el Villamarin dos de los integrantes del Betis Campeón de Liga en 1935: Pedro Areso y Serafín Aedo, los miembros de la defensa bética que, junto al portero Joaquín Urquiaga, fueron el eje vertebral del conjunto campeón.
Procedentes de Argentina y México, adonde les había conducido el exilio tras la guerra civil, acudieron a su tierra natal del País Vasco para ser homenajeados junto a otros componentes de la selección vasca que disputó una gira internacional en favor de la causa republicana durante 1937 por Europa y América.
Enterada la directiva verdiblanca de su estancia en España, se gestionó la presencia de Areso y Aedo la tarde del 25 de octubre de 1987 en la que, coincidiendo con la disputa del Betis-Logroñés, fueron homenajeados en los prolegómenos del partido.
En las páginas de Mundo Bético Francisco Ruiz publicó este sentido artículo en el que relataba las vivencias íntimas de su padre esa tarde, recordando el paso del tiempo y aquellas tardes en el Patronato, cuando Areso y Aedo vestían la camisola verdiblanca.
Estaba sentado junto a mí en la tribuna de preferencia. Cercano a los setenta, pero delgado y enjuto, representaba algunos menos.
Hacía mucho tiempo que no iba a ver a su Betis de siempre, porque el fútbol ya no era el de antes, había sido atrapado y engullido por el dinero y, según él, ahora todos los partidos eran casi iguales.
Pero hoy no podía faltar. Mientas esperaba el momento cumbre del acontecimiento, paseaba su mirada por el terreno de juego y las gradas.
Le parecía estar en otro lugar. Todo era nuevo para él. Pensó en el viejo foso de fondo, en la antigua tribuna de preferencia con sus palcos y sus sillas de enea y, sobre todo, en las casetas laterales de los corners de preferencia.
Ahora había un foso alrededor de todo el rectángulo, túneles de vestuarios y marcador electrónico.
Cerró los ojos un momento y recordó el Patronato, el viejo Heliópolis y las situaciones vividas en esos lugares, tan distantes y distintas en el tiempo para él.
No había duda, eran otros tiempos.
Despertó de su ensimismamiento, sorprendido por el griterío del Gol. Presumía de estar bien del oído a su edad, y temió haberse equivocado. No, los insultos a coro eran nítidos. Hasta eso había cambiado en el fútbol. No entendía qué perseguían los chavales de las banderas con los insultos. En fin, una razón de más para no venir.
Salieron los jugadores al terreno de juego, verde por el centro y terroso por las franjas laterales, y no pudo seguir añorando, al verse envuelto en las ovaciones y griteríos.
De pronto, dos ancianos aparecieron por la bocana del vestuario. Uno de ellos con la clásica boina vasca, el otro con el pelo blanco, ambos con andares torpes, titubeantes.
Y todo desapareció del campo: voces, gritos, palmas, espectadores, jugadores, todo.
Sólo tuvo ojos para los dos ancianos, que tanto representaron para su Betis.
Recordó su juego, sus despejes, incluso su dureza. Recordó aquella tarde gloriosa en el Patronato ante el Madrid, los gritos del mítico Zamora, y recordó un recibimiento—ahora sería recepción, cómo cambian los tiempos—a un Betis Campeón de Liga, allá por las calendas del 35, hacía más de 50 años.
¡¡Dios mío, como había pasado el tiempo¡¡¡
No se unió al aplauso de las manos para los ancianos vascos, aplaudió con el corazón y con los ojos. Increíblemente estaba llorando, y él no recordaba haber llorado nunca.
Los vio recorrer el camino de vuelta después del saque de honor. También venían con los ojos húmedos. Saludaron al público y desaparecieron por donde habían venido.
Lentamente, subió las escaleras del pasillo y cuando se dio cuenta estaba fuera del campo, andando Palmera arriba, con la tristeza a cuestas del tiempo pasado y con el enorme gozo de haber podido ver en el campo del Betis a dos hombres que fueron sus ídolos hacía tiempo, mucho tiempo. ARESO Y AEDO.