Casi nada, es domingo y juega Del Sol, de Luis Carlos Peris

Retomamos hoy los relatos relacionados con el Real Betis Balompié, y lo hacemos con esta joya escrita por el periodista sevillano Luis Carlos Peris para Relatos en Verdiblanco. En él se rememora la Sevilla de los años 50 y lo que supuso para el Beticismo la aparición de Luis del Sol, una figura para que los niños béticos tuviesen también su ilusión cada quince días en Heliópolis. La larga travesía del desierto bético iniciada en 1943 finalizará en 1958 con el retorno a Primera División, y tendrá su magnífico broche el 21 de Septiembre de 1958, una fecha ya para siempre en todos los almanaques béticos.
Valga este homenaje desde Manquepierda a Luis del Sol Cascajares, en el día 9 de Diciembre de 2010, en que la Ciudad Deportiva de nuestro club lleva el nombre de uno de los más grandes en la Historia del Beticismo.
Estamos en una Sevilla surcada por las vías del tranvía, decorada de escaparates a los que aún no ha llegado el neón y la semana se hace eterna en los días sin solución de continuidad que conforman la carrera hacia el domingo en el colegio que los Hermanos Maristas tienen en la calle San Pablo, junto al compás de la Magdalena. El séptimo día tarda una eternidad en llegar, ya que las clases no terminan hasta bien entrada la tarde del sábado, bueno, hasta las primeras horas de la noche del sábado y la dichosa semanita parece no tener fin. Y en aquella ciudad tan provinciana e intimista, de círculos tan herméticos y en la que todos conocen a casi todos, el fútbol vive en un desequilibrio que ya hasta parecía una especie de equilibrio inestable. A la sazón, ser bético no era fácil, pero que nada fácil, que hasta los hermanos maristas, casi todos navarros, habían tomado partido por el equipo de su paisano Juan Arza, el gran icono futbolístico en aquella Sevilla de tranvías que no llegaban nunca, de relojes aparentemente parados y de escaparates opacos.
También quedaba mucha huella, demasiada, de la posguerra. Estamos en una triste época en la que ser del Betis estaba muy mal visto por los que habían impuesto un orden nuevo en la España única, grande y libre; una España que ni era tan grande y en la que, por supuesto, se gozaba de libertad, pero de una libertad sui géneris en la que se podía elegir entre leer el Marca o no, pero poco más. Una España reaccionaria, de obediencia incondicional al mando, y en ese ecuador de los cincuenta ejercer de bético era tan complicado como ingrato. Además, las diferencia existentes, con la cruda realidad de un equipo de la ciudad en Primera y el otro recién ascendido de Tercera, que eran abismales. Y es que podía pasar que amaneciese el lunes con la tragedia fatal de que el equipo propio había perdido en Andujar con el Iliturgi, el I-li-tur-gi, y que a la misma hora le hubiese dado sopas con honda el otro equipo de la ciudad al Real Madrid de Alfredo di Stéfano, nada más y nada menos que al Madrid, un equipo sobrenatural y auténticamente galáctico que estaba germinando justo en aquellos tiempos su indudable supremacía continental.
Complicada cuestión la que tenía que sobrellevar nuestro protagonista, digamos que de nombre Miguel, un niño del barrio de San Vicente con tendencia a la Puerta Real que había mamado Betis en su casa y que tampoco iba a desviarse de la querencia natural por una mera cuestión de coyuntura, ya que la ascensión tendría que ocurrir algún día, ¿ o es que alguien podría dudar de que el Betis iba a volver por donde solía andar antes que otros muy cercanos lo lograsen?. Sería quizá más tarde que pronto, pero seguro estaba aquel chiquillo de que las cosas volverían a ser como le contaba su padre que habían sido antes de que el país se liase a tiros en la mayor barbarie ocurrida entre hermanos. Que por aquellos tiempos entonces prebélicos también llamados de la República, el Betis era tan grande que hasta había sido campeón de Liga y subcampeón de Copa a la vez que había alcanzado la División de Honor antes que ningún otro a este lado de Despeñaperros según se mira desde el centro de todas las Españas en aquella España tan única, tan grande y tan poco libre.
Y en estos menesteres de sordidez estábamos cuando iba a surgir un futbolista milagro, quizá el futbolista más prodigioso que haya aparecido en esta Sevilla nuestra, Luis del Sol Cascajares. Debutó una tarde de octubre en Tetuán formando un auténtico laberinto que a Sevilla llegó por el siempre moroso teletipo del boca a boca, para que el Betis ganase al primer equipo del Protectorado, el Atlético de Tetuán. Y ese suceso se iba a combinar con que ese mismo domingo el otro equipo de la ciudad, la hegemónica tropa que entrenaba Helenio Herrera y presidía Sánchez Pizjuán, Ramón para sus correligionarios, había perdido en casa con el modestísimo Alavés. Ese conjunto de coincidencias hizo que aquel lunes fuese todo muy distinto y que el talante de nuestro Miguelito cuando hace su entrada en el colegio no fuese, precisamente, propio de lunes. Entró el chiquillo como gustándose, cargando la suerte y con el cuerpo pidiéndole coles, como si en vez de tragarse el cáliz que significaba un lunes de colegio estuviese haciendo el paseíllo de su vida en una muy particular y muy verde Maestranza que te quiero verde.
Acababa de nacer un ídolo inconmensurable, un futbolista irrepetible que en adelante propiciaría que el domingo que jugase el Betis en casa fuese como un domingo doble, más domingo que nunca. Es domingo y juega del Sol iba a convertirse en una especie de ilusionante plataforma de lanzamiento para un gran día que hasta amanecía antes de lo previsto, también para un argumento en el que ya no era ninguna utopía pensar en que la larga travesía del desierto tenía decididamente fijada su fecha de caducidad y que la tierra de promisión estaba a la vuelta de la esquina. Atrás quedarían Larache, Utrera, Andújar, Manzanares, Tomelloso, Valdepeñas, La Línea, Jaén, Algeciras, Úbeda, Jerez, Ceuta, Tánger, Almendralejo, Cáceres, Badajoz, Mérida, Puente Genil…Demasiadas muescas de sordidez en una canana que parece que no va a terminar de agotar sus balas, pero no hay mal que cien años dure… ni cuerpo que lo resista.
Había transcurrido un tiempo excesivamente largo, con demasiados futbolistas que no tenían tirón alguno bajo la enseña entrañable del camisolín de loneta y botones que lucía rayado en verde, blanco y verde. En esta Sevilla de tiempo aparentemente inamovible y muy pocas prisas sólo Juanito Arza, Marcelo Campanal, Ramoní, Busto, Guillamón, Doménech o Pepillo tienen predicamento, no hay sitio para nadie que no profese esa religión que hasta osan decir sus prosélitos que es la única verdadera. Una distancia enorme la existente entre equipos que habían sido rivales de verdad desde la cuna. Ahora, ese Betis que fue el primer andaluz en subir a Primera, en jugar una final de Copa y en ganar una Liga, se consumía en los avernos más inhabitables sólo alentado por el manque pierda fatalistamente entusiasta de una afición única que jamás iba a dejarlo solo… pero en esto apareció del Sol, Luis del Sol y Cascajares por parte de su madre para lo que guste mandar y para que se hiciese la luz de la ilusión.
La irrupción del Gordito del Empalme al final de la Palmera hizo que el bético recobrase muchas de las ganas de vivir que se le habían ido quedando tiradas en las cunetas de un desierto que se iba haciendo insoportablemente interminable. Ya ese futbolista chaparro, con un físico compuesto de nervio y hueso y que se movía alentado por dos motores que funcionaban a propulsión a chorro donde el resto de los mortales tienen simplemente pulmones, ya había encandilado al personal en un trofeo Torre del Oro. El Torre del Oro fue el primer trofeo de verano que se jugó en España con luz artificial y que se programaba cada mes de julio en el Campo del Puerto, justo donde hoy se alza el Seminario, lindando con la Palmera, por el ecuador del camino que lleva al santuario de los béticos.
Cada quince días iba aumentando la concurrencia en el Stadium de la Exposición, como si las catacumbas estuviesen despoblándose. Todos van al conjuro de ese pelotero que viste el camisolín numero once para que el fútbol rústico de la categoría vaya arrumbándose para combinar el arabesco con el esfuerzo, la carrera con el regate y la finta con la intentona corajuda y con éxito para quitarle el balón al contrario. Toro en rodeo propio y torazo en el ajeno, del Sol se ha curtido en campos de mucha polvareda, primero con el Andalucía en la Forestal, el potrero que los ferroviarios utilizan en la Barqueta, y más tarde con el Utrera en el campo sito en el colegio salesiano de dicha localidad. Y con ese aprendizaje, a del Sol le resbalan las intenciones de cuantos tuercebotas se cruzan en su camino, hasta el punto de que más de uno se va en camilla prácticamente hemipléjico. Es lo que le pasaría a Gorospe, lateral del Alavés, cuando en un amago de Luis quiso acudir a dos sitios a la vez para que los lumbares dijesen basta y la osamenta le crujiese de forma tan dolorosa como ridícula.
Ya Miguelito, el personaje de esta historia de beticismo contumaz y a contracorriente, ese niño de colegio sevillano que le temía al lunes como a una vara verde, se ha venido arriba. Es otro tiempo el que amanece y lo mejor es que lo hace sin vuelta atrás; del Sol resulta ser un espectáculo por sí mismo y aunque el Betis no termina de relanzarse en busca de la tierra prometida, el mero hecho de haberle visto el domingo hace que se pueda sostener el lunes un principio de discusión con los que hasta entonces ejercían el más sobrado de los soliloquios y la más insufrible de las suficiencias. Y en el recreo, en ese patio enlosado que da la calle San Pablo y en el que a la cancha de baloncesto la frisa una de las primeras pistas de hockey de la ciudad, el caballito de Juan Arza va dejándole sitio en el corazón de los niños a la finta de Luis del Sol. Una finta la de Del Sol única a la hora de desbordar rivales en esos partidos de todos contra todos en los que nuestro protagonista, ese niño que ya no estaba tan harto de estar harto, tiene la pelota en sus pies durante tanto tiempo como el que más.
Nuestro niño bético, con todo lo que sepa a Betis incrustado en la masa de la sangre, ya no tiene únicamente a Kubala y a Di Stéfano como exclusivos ídolos de su infancia. Una contrariedad grande que Luis del Sol aún no salga en las estampitas y en el equipo de platillos se hacen imposibles él y ese Betis que no termina de escapar del infierno infamante de la Segunda División. Las cosas siguen pintando prosaicas, apenas hay lugar para la lírica, y hasta se abre la veda entre los tuercebotas más significados de dicho submundo para la caza del genio bético. Un día es Pantaleón el del Mestalla el que llega a Heliópolis con la orden de dar cuenta del brillante futbolista, otro es uno del España de Tánger que tiene como religión única la de que pase el balón o el contrario, nunca los dos, y cuando le forma la que le forma a Toni el del Oviedo, ya sabe nuestro joven bético de la Puerta Real que su nuevo ídolo está capacitado para gestas mucho más principales para bien de todos, especialmente para esa legión de béticos que aguarda con impaciencia la tierra de promisión.
Castaños, Areta, Vila, Sobrado y del Sol es la delantera con la que el Betis afronta de la mano de Antonio Barrios la más fiable Operación Retorno y Miguelito, nuestro joven protagonista, ya discutirá en igualdad de condiciones cuando cierto lunes, a la vuelta de un partido en Jerez, se hace lenguas explicándole a los que quieran escucharle que Barrios, el entrenador que hará el milagro de pegarle el definitivo corte de mangas a la larga pesadilla, ha rescatado a del Sol de la banda para incrustarlo en el centro del campo. A partir de ese domingo de enero de 1958 en el desaparecido estadio Domecq de Jerez de la Frontera, jamás Luis del Sol va a volver a ser extremo izquierdo para convertirse en figura grande de los centrocampistas españoles aun no habiendo pisado todavía los campos de la Primera División.
Cómo presumía ya de futbolista propio nuestro joven bético… En aquel tiempo, el Real Madrid llegaba a Sevilla en la mañana del sábado tras haber hecho el viaje en coche cama durante toda la madrugada desde la madrileña estación de Atocha a la de Plaza de Armas para plantar el cuartel general en el hotel Colón, aledaño al colegio de los Maristas. En una de estas vísperas de partido del Madrid en Nervión, nuestro niño, recién salido ya de noche del colegio, fue con unos compañeros a jugar al futbolín en el cercano Billares Sevilla, sito en la Plaza de la Magdalena. La sorpresa fue tremenda, ya que se disponían a echar una partida tres jugadores del Madrid, tres de esos futbolistas que salían a diario en el Marca. Kopa, Marsal y Zárraga se aparecían ante los ojos desorbitados de Miguelito; como sólo eran tres pidieron un cuarto jugador y allá que fue él con toda la ilusión del mundo a jugar con aquellos ídolos que ya eran campeones de Europa, pero lo cierto es que la fidelidad del chaval era tan grande que todos acabaron hablando de cierto jugador del Betis que se llamaba Luis del Sol y que con el tiempo compartiría vestuario con alguno de ellos en el gran coliseo madridista de la Castellana.
Pero a pesar de que al final de la Palmera cada vez acudía más gente al señuelo brillante de Del Sol, a pesar de que cada dos domingos había motivos más que suficientes para el lunes sacar pecho en el colegio, el Betis continuaba su dolorosamente larga travesía de un desierto al que no se le veía fin. El Madrid, el Barcelona, el Valencia o aquel Atlético de Bilbao que era el segundo equipo de casi todos los españoles por aquel entonces, sólo venían una vez al año a Sevilla y, por supuesto, ni se asomaban por la Palmera, por ese final de la Palmera donde el Betis de Pepe Valera o de Carlos Iturraspe seguía enfrentándose a equipos de nulo pedigrí y de nombres prosaicos a más no poder. Eran rivales, casi todos, de pueblo, unos equipos de pueblo que los compañeros del otro equipo de la ciudad esgrimían para quitarle importancia a lo que del Sol realizaba a lo largo y ancho de la cancha todos los domingos, absolutamente todos los domingos.
Iban cayendo tacos de almanaque y, gran noticia que convulsionó a Miguelito y a su entorno, del Sol se convertía en el primer futbolista de Segunda que era convocado para el equipo nacional. Entonces, el recién nombrado seleccionador, Manolo Meana, dispuso que hubiese una selección alternativa a la absoluta, la selección B, para que los jóvenes talentos fuesen tomando cuerpo en las lides internacionales. Del Sol, junto a los sevillistas Campanal, Valero y Pepillo, integró un equipo que jugó unos amistosos en Grecia y en Egipto. Después de veinte largos años, el Betis volvía a contar para el equipo nacional y eso que aún continuaba en Segunda. Tras las internacionalidades de Lecue, Areso y Aedo, Luis del Sol vestía la roja aunque fuese en el equipo B, qué más daba si hasta entonces cualquier cosa así era inimaginable. Y aunque también ganaba el Sevilla ese partido por superioridad numérica, el mero hecho de que un futbolista del Betis saliese ya en letras de tipografía destacada en el Marca era motivo más que suficiente como para sostener una discusión de fútbol con los que continuaban mirando al Betis con desprecio y muy por encima del hombro.
Partidos de fútbol, clases, algo de baloncesto, clases, una partida de pelota a mano en el frontón que los maristas más navarros habían ordenado construir en un rincón del patio, más clases, ejercicios espirituales en la vecina iglesia de la Magdalena para acostarse en el convencimiento de que el infierno esperaba, el infierno de verdad y no ese de la Segunda División del que el Betis estaba intentando huir sin éxito ni se sabe ya desde cuándo. Era así el día, la semana, el mes, todo el curso de este niño bético que tenía a del Sol como universo cuando los libros lo permitían. Tras lo de Jerez, el Betis cogía carrerilla hacia la tierra prometida, nadie podía pararlo ya y fue, precisamente ante ese Jerez de Juan Araujo en la jornada final, cuando el equipo bético celebraba la fiesta mayor jamás celebrada en esta ciudad, el retorno del Real Betis Balompié, ese Betis presidido por Benito Villamarín, entrenado por Antonio Barrios y con un profeta en la yerba llamado Luis del Sol, a la Primera División.
Castaño, Sobrado, Vila, Areta y del Sol para el recuerdo, pero nadie como este último para este niño ya no tan niño, Miguel ya para todos, que ha de examinarse de Reválida de Cuarto un día después de la gran celebración del ascenso. Las cosas empiezan a tomar un cariz muy distinto, ha salido el sol y cuando ve la luz el calendario de Liga, Miguel ve, lleno de alegría, como el nombre de su equipo del alma figura de igual a igual, en el mismo plano que Real Madrid, Barcelona, Valencia, Atlético de Madrid y de Bilbao, Español, Real Sociedad, Sevilla…Y la mirada anhelante en busca de la fecha soñada, ¿cuándo con el Sevilla?. Fantástico, qué pronto, a la segunda jornada, el 21 de septiembre de 1958 en todos los calendarios para confluir en Eduardo Dato sin número, ahora van a ver cómo es de verdad Luis del Sol, ya se van a enterar cómo es el gallo de pelea de ese muchacho de los maristas, cómo se las gasta ese futbolista grandioso que ha quemado mucha parte de su vida en campos de polvareda para que, al fin, aparezca con luz propia en el gran escaparate del fútbol, la Primera División… y con el Betis, de verde, blanco y verde con el Betis.
Todos los presagios se quedan pequeños y la ilusión que supone ver a del Sol en el gran escaparate va a convertirse en una explosión de júbilo. La segunda jornada está ahí, pero nunca antes que la primera, y es con el Granada de Carlos Gomes, un portero portugués que hará que sus colegas abandonen los jerseys chillones para imitarle y embutirse en negro desde los pies al cuello. Dos goles del húngaro Kuszman propician la primera victoria del Betis en su retorno a Primera y en una semana… la tierra de promisión más auténtica, a estrenar el estadio que acaba de construir el Sevilla al lado del viejo Nervión. Y qué semana, qué nervios, qué larga se iba haciendo mientras se convertía en un misterio insondable dónde había concentrado el Betis a sus jugadores sin que el periodismo de la época aclarase cuál había sido el lugar elegido por el omnímodo Benito Villamarín para recluir a su equipo con vistas a la gran gesta tanto tiempo soñada.
Todo llega en esta vida, incluso la arribada a la tierra prometida, que esa tarde del 21 de septiembre de 1958 se ubica en Nervión, justo por el tercio medio de una arteria llamada Eduardo Dato y que tiene un bulevar como medianera por el que discurre la vía del tranvía que llega hasta la Gran Plaza. Domingo último de aquel verano, calor, luminoso día y Sevilla de fiesta porque toda, no media como era habitual hasta entonces, tiene motivos para el gozo. Estreno oficial de un estadio que es copia escala de Chamartín y llenazo en el inconcluso recinto cuando los capitanes del Sevilla y del Betis se reencuentran tras quince años sin saludarse. Testifica el navarro Daniel Zariquiegui el abrazo de Juanito Arza y de Luis del Sol mientas a nuestro personaje se le llenan los ojos de lágrimas viendo como llora su padre, ambos de pie en la tribuna que da a Eduardo Dato, la de Gol Sur.
“Mira, papá, allí está Villamarín, en la última fila de Preferencia, cerca de nosotros”, le decía Miguel a su padre con los ojos como platos, como queriéndose beber por las pupilas todo lo que daba de sí aquella tarde tan extraordinaria del reencuentro con tantas y tantas cosas. Y, efectivamente, el padre de Miguel comprobaba que en esa localidad, muy lejos del palco presidencial, estaba don Benito vestido con traje azul junto a su mujer y unos matrimonios amigos entre los que no podía faltar Antonio Picchi. Ahora sólo faltaba que la pelota echase a rodar para que se enterasen todos como se las gasta Luis del Sol. “Papá ¿y tú crees que ese Ríos, el defensa central nuevo, será bueno?”. ” Creo que sí, pues Andrés me ha dicho que lo ha visto en los entrenamientos y que vale mucho”. Andrés era, claro, Andrés Aranda, santo y seña del beticismo de los días más difíciles, de los años más largos, y amigo inseparable, por cierto, del padre de Miguel.
La inquietud se desbocaba de forma definitiva muy pronto, justo a los dos minutos de juego del Sol iba a coger el balón en la línea divisoria de ambos terrenos, oteó el horizonte, condujo unos metros y viendo que nadie la pedía, que ningún compañero se desmarcaba, se decidió a tirar y el balón entró como un rayo en aquella portería recién estrenada de Gol Sur, la portería donde Miguel estaba con su padre. Los sentimientos se dispararon, las lágrimas del padre ya no eran las únicas en aquel espacio lleno de béticos, todos se abrazaban como posesos y aunque quedaba mucho por jugarse, quien da primero da dos veces y aquel gol de Luis del Sol en la última tarde de verano del 58 significaba tanto que bien pudiera decirse que fue el gol por antonomasia en la vida de muchos miles de aficionados al fútbol que profesaban ya por entonces la hermosísima fe verde, blanca y verde del Real Betis Balompié.
La tarde se remató como bien sabido es, rotundamente tintada en verde que te quiero verde. El Sevilla le daba la vuelta al marcador al filo del descanso, pero Pepe Kuszman en dos ocasiones y Esteban Areta en otra dejaron la cosa en un 2-4 que sonaba como sabía, a gloria pura. Y Miguel se fue con su padre Eduardo Dato abajo, sin prisa alguna, saboreando cada jugada, volviendo a vivir ese partido con el que tantas noches se había soñado. “Hay que ver, papá, cómo es de bueno ese Ríos, ¿ y el segundo tiempo que ha hecho Portu marcando a Szalay? Cómo complicó el partido Valderas con el penalti que hizo tan inoportuno y tan absurdo; Isidro estuvo mejor cuando Barrios lo pasó a lateral izquierdo para que Portu marcase al húngaro, ¿verdad?. Y Kuszman, qué bueno es, ya lleva cuatro goles en dos partidos, qué buen fichaje”. Y el padre asentía y cada estaba vez más cerca la Puerta de la Carne para rematar una de las etapas que componían la ruta hacia la Puerta Real.
Había amanecido definitivamente para la religión de las trece barras, al domingo siguiente llegaba a Heliópolis el Atlético de Bilbao para que nuevamente se enfocase con alborozo la llegada de este nuevo día en que también jugaba del Sol. Y hay que ver la que le montó a Orúe, cuatro a cero al descanso en el debut de un delantero memorable pero que sólo duró un año de verdiblanco, Wilson Moreira, cómo se desgañitaba Carmelo llamando a gente que le defendiesen de aquel temporal llamado Betis, qué mal lo pasó Gainza con Portu… Fue el día que el Betis ya no vistió camisolín de loneta, sino elástica, que era lo que ya se llevaba en todo el fútbol, que el camisolín se retiró de la circulación como reliquia sagrada tras el 2-4 del domingo anterior en evitación de alguna maniobra desmañada o, peor aún, sacrílega.
Del Sol, del Sol, del Sol como icono indiscutible de todo bético que se preciase. Del Sol formaba un lío cada domingo, pero hubo un último día, un día tan amargo que Miguel estuvo a punto de hacer lo que otros muchos hicieron, romper en pedazos el carné del Betis. ¿El carné del Betis a pedazos? Sí, el carné del Betis en mil pedazos porque Benito Villmarín había vendido a Luis del Sol al Real Madrid. Corrían los primeros días de abril del 60 y tras un partidazo en que del Sol se enfrentó prácticamente solo al Barcelona impresionante de Helenio Herrera, Villamarín lo traspasaba al Real Madrid tras declarar el día anterior que no sólo no lo vendería, sino que andaba buscando a ver dónde había otro del Sol para ficharlo.
Y aquella tarde en que a del Sol se le cayeron las rayas verdes de la camiseta, a Miguel se le cayó el mundo encima, pero fue incapaz de romper el carné del Betis; cómo iba él, que había mamado Betis en su casa del barrio de San Vicente, a romper lo que tanto quería. Días después, del Sol debutaba en el Real Madrid en una semifinal de Copa de Europa contra el Barcelona. Se despidió del Betis con el Barça y debutaba en el Madrid también contra aquel grandísimo Barça, todopoderoso Barça de Luis Suárez, Kubala, Eulogio Martínez, Ramallets, Kocsis, Czibor, Villaverde, Evaristo, Segarra, Gensana,…
¿Pero otra vez del Sol? Se preguntaba Helenio Herrera en el banquillo del Bernabéu viendo cómo el ex bético arrasaba a toda su poderosa escuadra. En quince días había tenido que sufrir a del Sol dos veces y aún quedaba otra, la de la vuelta en el Camp Nou, que resultaría aún más dolorosa que la anterior.
Ya sin rayas la camiseta de Del Sol, la admiración que despertaba en Miguel era la misma, pero el fervor había diminuido considerablemente. Aquella semifinal de Copa de Europa la vivió él por la radio y cuando los elogios de Matías Prats eran dedicados a Luis, la alegría se fundía en rabia por la maldita hora en que don Benito había decidido quitarle las rayas verdes a la camiseta de un futbolista grandioso, el mejor de todo, llamado Luis del Sol. A partir de ahí, el domingo amanecía siendo domingo, pero sin del Sol era otra cosa muy distinta, bien distinta, extraordinariamente distinta, ya era un domingo sin más, nada más que un domingo cualquiera. Y es que la camiseta de Luis del Sol se había quedado sin rayas. Doce años después volvían las rayas verdes a la camiseta del gran ídolo, pero ya estábamos ante una historia muy distinta.