Con las botas puestas, de Cronos
El 10 de marzo de 1965 falleció Andrés Aranda, como vimos recientemente aquí.
Falleció como entrenador en activo del Real Betis Balompié, tras toda una vida dedicada a su club. Uno de los más grandes futbolistas de la historia verdiblanca murió con las botas puestas, tal y como tituló su artículo de homenaje el periodista Carlos Méndez «Cronos» en las páginas de Marca el 14 de marzo de 1965.
Este jugador que ven a la izquierda, con la camiseta a rayas y el pantalón blanco, es Soladrero, medio centro internacional y, por aquel entonces-21 de junio de 1931-del Real Betis Balompié. El portero es Jesús, que también anduvo a punto de defender los colores nacionales, si la memoria no me es infiel. El que está en el suelo, tratando de meter la cabeza al balón, Jesusín, zaguero bético. El del fondo a la derecha, pantalón negro y camisa a rayas, Bata, el famoso ariete de aquella famosa delantera donde le acompañaban Lafuente, Iraragorri, Chirri y Gorostiza. Y el del centro, corriendo hacia la jugada, con un enorme pañolón en la cabeza, Aranda, el técnico que acaba de morir, una semana después de tomar el mando del Betis, para tratar de sacarle de las desventuras en que los avatares de la Liga le han metido.
Aquel día se jugaba una final de Copa. El Betis de entonces no era el de “¡Viva er Beti, manque pierda!” Eso vino después. Entonces contaba con uno de los mejores cuadros de España. Flanqueando a Soladrero, en la media, estaban Peral y Adolfo, y el ataque lo formaban Timimi, Adolfo II, Romero, Enrique y Sanz. Luego llegarían los Lecue, Areso, Aedo, Urquiaga…Era una época floreciente para los “verderones”. Por eso alcanzaron la final de la Copa-la única que ha disputado el club-y ganaron un título de Liga, dos temporadas más tarde.
Aranda gozó de aquellos días de gloria. La cabeza le estallaba a veces por la alegría del triunfo, y quizás por eso tenía que apretársela con el desmesurado pañolón blanco. Claro que lo del pañuelo era moda que venía dominando desde mucho tiempo atrás. Desde que Belausteguigoitia y Pichichi se tapaban la cabeza con uno al que anudaban por los cuatro picos, Monjardín dio sus famosos testarazos con un pañuelo ceñido sobre la frente, y luego Quincoces, y antes, Yermo. Muchos. Entre ellos Aranda y su compañero de zaga Jesusín. Pero Aranda lo hacía -alguna vez lo dijo- por eso de evitar que la alegría de los éxitos de su equipo pudiera reventarle los sesos.
El día en que Álvaro hizo esta fotografía, en el viejo Chamartín, el Betis perdió la final. Los de la boina venían con uno de los mejores trajes que guardaron las arcas de San Mamés. Blasco, en la puerta; Careaga y Castellanos, en la zaga; Roberto, Muguerza y Pichi, en la media; y Felipés, Iraragorri, Bata, Chirri y Gorostiza en el ataque. Casi nada. Ganaron los vascos, como era tradicional ya. Chirri, Roberto y Baia marcaron tres goles. Sanz, el extremo izquierdo bético, salvó el honor de su equipo. Llovía. El campo no estaba propicio para el juego alegre de los andaluces y –entonces sí-los bilbaínos se las entendían bien con el barrillo. Al menos, esa disculpa debió echarse Aranda para su coleto, al que, de cualquier manera, le quedó el alegre regusto de haber participado en una final…
Sí, Aranda vivió una época brillante del futbol bético. Dos años más tarde ya no estaba él entre los titulares, pero sus ojos vieron desde muy cerca-desde el puesto de suplente-cómo se alzaba el Betis con el Campeonato de Liga. Puede que ahora, al tomar el mando en momentos de apuro para el club de sus amores, no estuviese preparado para el sufrimiento. Bueno, ya sé que alguien puede decir que Aranda vivió también, aunque no como protagonista directo, los años difíciles y que algún día llegase a cantar en el coro del “Manque pierda”. Pero entonces era joven, y cuando se es joven siempre hay sitio para la esperanza. Ahora todo ha sido distinto, aunque él mismo no lo creyese, y por eso pidió un puesto en la primera trinchera de combate. Su corazón, que se cuajó en el triunfo, ya estaba demasiado usado. Le hubiese hecho falta otro pañolón, como el que se anudaba alrededor de la cabeza, para apretárselo bien y resistir así los latidos que provocan los sobresaltos de un porvenir incierto y con muy pocas etapas válidas para la rectificación. Pero Aranda no se acordó de aquello, y se limitó a pedir un fusil, para morir, si hacía falta, con las botas puestas.
Es un ejemplo válido. Un ejemplo que podría ayudar a salvar el equipo de hoy…