Del Manquepierda a…, de Manuel Fernández de Córdoba.

Curiosa la circunstancia que se produjo en noviembre de 1996 cuando Lorenzo Serra Ferrer arbitraba un partidillo de entrenamiento en el ensayo del Villamarín y no señaló un posible penalti de Merino a Finidi, lo que desató las protestas de los aficionados que lo presenciaban.
Ante semejante actitud del público Lorenzo Serra decidió suspender el entrenamiento, mostrando su enfado por la actitud de los aficionados presentes, a los que su segundo, Rogelio Sosa, se dirigió para pedirles calma. El ambiente esas semanas estaba crispado, acusando algunos al preparador balear de conservador y conformista.
En su columna habitual de ABC el periodista Manuel Fernández de Córdoba reflexionaba sobre esta circunstancia.
A un Betis metido, por parte de su gente—la nueva, no la añeja de los muchos sufrimientos—en un aburguesamiento que quiere huir del manquepierda como blasón, que está haciendo de la exigencia moneda de curso legal y que, olvidando o desconociendo su propia historia, se mete en vericuetos de grandeza, algo que confunden su nueva gente con el ser verdaderamente grande, que el Betis lo es por su propia leyenda, lo mismo estando en Murcia que en Rusia.
Está viviendo el beticismo—insisto el de novísimo cuño; ni siquiera me refiero a aquel, veinte años ya, de la Copa del Rey—un estado permanente de euforia, y al menos traspiés, a la mínima vacilación, al más insignificante revés, se levanta en protesta contra, por ejemplo, el entrenador, tacha de conformistas a sus jugadores y no deja que el árbol de los recientes éxitos, y de algunos fichajes, no le deje ver el bosque de su verdadera dimensión confundiendo los deseos con la realidad.
Que uno de los entrenadores más importantes que ha tenido el club en mucho tiempo, Lorenzo Serra Ferrer, tenga que finiquitar un entrenamiento porque parte de la grada le llega a pitar por no señalar un penalti al ejercer de eventual árbitro, es delirante. Que de una afición que siempre hizo del senequismo su bandera, se está pasando a un triunfalismo que cualquier logro le parece poco, va el abismo que separa la cordura de la locura, de la realidad a la pretenciosidad y de la militancia fiel a un sentimiento al vocerío de masa de quienes, al calor de los éxitos, se arrimaron al perol de los buenos tiempos. He escrito ya alguna vez aquella definición del Betis que me hiciera un bético de la cabeza a los pies, de corazón y sentimiento, José María Cabeza Méndez, cuando me decía que él iba, y sigue yendo, al Villamarín como el que va a casa de un amigo de visita: si lo encuentra alegre, en triunfador, se alegra; y si lo halla triste, o en horas bajas, comparte su tristeza y su agobio; pero sin reproches, sin exigirle nada a cambio porque eso le demanda su amistad compartida y cimentada en el profundo conocimiento de su idiosincrasia.
De un Betis capaz de crecerse ante la adversidad, a un Betis mirándose en el espejo ilusorio de las buenas rachas, olvidando, por falta de conocimiento o con miope premeditación, aquellas otras vacas flacas que había, incluso, que rifarlas para subsistir. Malo es que los éxitos, como el vino mal digerido, se suba a la cabeza y peor es todavía no aquilatar en su justa medida lo que se tiene en la infelicidad constante de desear lo que no se tiene. Que la cercanía de los cielos futboleros, en lugar de disfrutarlos aún más al compararlos con los infiernos sufridos, nuble los sentidos hasta las mismas lindes de lo grotesco.