Días de gabarra y gloria, de Juan Carlos Latxaga
En el 2008, con motivo de cumplirse 25 años del Campeonato de Liga obtenido por el Athletic en 1983, el periodista bilbaíno Juan Carlos Latxaga publicó una obra destinada a rememorar la conquista de la Liga en 1983 y 1984 y la Copa en 1984.
Se repasa la brillante trayectoria de los leones en esas dos temporadas, además de realizar unas emotivas entrevistas con los protagonistas de la época.
Una obra muy recomendable para acercarnos al fútbol de comienzo de los 80, y al Athletic que se alzó con 1 Copa y 2 Ligas. Por cierto, y como se reconoce en el libro, sufrió una de sus más duras derrotas en marzo de 1983 cuando en el Villamarín el Betis le endosó un 5 a 1 en una tarde espectacular de los de Marcel Domingo.
Este es el prólogo con el que se inicia la obra, y en el que se rinde homenaje a un fútbol distinto al de hoy en día. Toda una serie de símbolos y ritos que conocimos hace ya casi 30 años, en un fútbol que ha ido perdiendo ese sabor.
Entonces los partidos valían dos puntos; positivos si se conseguían fuera, negativos si se perdían en casa. Esa cuenta, que solo se hacía en la Liga española, era una especie de cotización de nuestro equipo. No nos hacía falta saber cuántos puntos tenía. Sabíamos que con cuatro negativos estaba al borde del descenso y a lo peor habría que cambiar al entrenador, y que con cinco o seis positivos estaríamos en la UEFA, siempre que fuéramos capaces de mantenerlos hasta el final de la temporada.
Entonces los titulares vestían las camisetas con los números del uno al once y todos sabíamos que el “tres” era el lateral izquierdo y el “nueve”, el delantero centro. Y había un código no escrito que todos conocíamos. El “diez”, por ejemplo, era casi siempre el mejor del equipo, el organizador, el cerebro, como el “nueve” era el goleador y el “cinco”, el stopper. El portero suplente era el “trece” porque los jerséis de los porteros no llevaban número a la espalda, salvo acaso los de los argentinos, y así se evitaba que algún suplente supersticioso tuviera que llevar ese número maldito cosido a su espalda. En el extranjero hubo una excepción: Johan Cruyff, que siempre jugaba de titular con el “catorce”, pero era en el extranjero y entonces eso pillaba muy lejos.
Además los equipos jugaban siempre con sus colores. El Athletic solo cambiaba cuando jugaba en el Manzanares y en El Molinón. A veces, como excepción y “por gentileza para con los telespectadores”, como decía el locutor, se cambiaba si jugaba un partido televisado contra otro equipo con la camiseta rayada. Y es que hasta entonces en la tele, el Athletic, la Real, el Espanyol, el Atlético de Madrid o el Sporting, vestían a rayas grises y blancas. Los televisores en color no llegaron hasta el Mundial.
Entonces, los futbolistas no tenían su nombre escrito en la espalda de la camiseta; les reconocíamos por su forma de correr, por su físico, por cómo le pegaban al balón… y por el número que llevaban siempre a la espalda. Reconocíamos a los nuestros y a los de los otros equipos, porque entonces los futbolistas estaban muchos años en sus clubes, algunos toda su vida deportiva. Se retiraban en el equipo en el que habían debutado y la afición les despedía con un partido de homenaje. El amor a los colores era entonces algo más que bonitas palabras; y si flaqueaba el amor, el club siempre podía disponer del derecho de retención, una arcaica cláusula contractual que le permitía prolongar el vínculo con el jugador díscolo aplicando una simple mejora porcentual al importe de su ficha. Todavía no se habían inventado los intermediarios ni las cláusulas de rescisión. No hacían falta.
Los entrenadores solo podían hacer dos cambios en los partidos y únicamente podían convocar a quince jugadores, los once titulares más un portero y un suplente por cada línea. Era muy distinto el fútbol entonces, hace veinticinco años, cuando el Athletic ganó los últimos trofeos que han entrado en sus vitrinas. Sus rivales podían tener a dos jugadores extranjeros que, se decía entonces, marcaban la diferencia. También entonces, como ahora, en el fútbol español jugaban los mejores del mundo. Maradona, Schuster, Stielike, Hugo Sánchez, Kempes… y también entonces era muy difícil competir para el Athletic. Aunque aquellos eran otros tiempos y el club afrontaba las dificultades con la fortaleza que le daba el convencimiento de que, por encima de los resultados puntuales, tarde o temprano, la fidelidad a las ideas propias acaba siempre dando sus frutos. La paciencia era la virtud más apreciada.
La sociedad era muy distinta entonces. La muerte era una presencia casi cotidiana en las portadas de los periódicos. Y los secuestros y las bombas. Proliferaban las siglas y los políticos se proponían unos a otros acuerdos para encontrar una solución a todo aquello; acuerdos siempre desbaratados, a veces por los mismos que los proponían. Sufríamos una violencia que hacía casi irrespirable una atmósfera que ya estaba enrarecida por una situación económica que mantenía en la calle a miles de trabajadores. Los viejos tiempos se resistían a morir y a los nuevos les costaba nacer.
Y de pronto, sin previo aviso, el Athletic inundó de entusiasmo aquel ambiente depresivo y deprimente. La oscuridad dio paso a la luz y el turbio Nervión que conocimos hasta entonces, se convirtió en la más brillante pasarela para que desfilara sobre sus aguas el pueblo más alegre del mundo, el pueblo rojiblanco que con tanta paciencia y tanta fe había esperado aquel momento.
Estas páginas están escritas para que los que vivieron aquellos años refresquen la memoria y vuelvan a disfrutar con su recuerdo, y para los que no los conocieron sepan lo que pasó. Para que unos y otros quieran un poco más si cabe al Athletic, el único símbolo en el que todos nos reconocemos con orgullo.