Dixie Dean, de José Antonio Martín «Petón»
Dixie Dean es el nombre de un legendario goleador del fútbol inglés que mantiene un promedio de goles aún no superado. En la temporada 1927-28 consiguió 60 goles en 34 partidos con la camiseta azul de los «toffees» del Everton, el equipo más antiguo de la ciudad de Liverpool. Es el segundo máximo goleador de la liga inglesa en Primera División, con 349 goles, por detrás de Arthur Rowley, que marcó 419 goles, pero mientras que este último disputó más de 600 partidos, Dixie lo hizo en 348 partidos, con un promedio de 1 gol por partido.
A este mito del futbol inglés dedicó José Antonio Martín «Petón» una de sus entradas de esa maravillosa obra titulada «El fútbol tiene música».
Cuando Ricardo Zamora saltó al frente de la selección española al estadio londinense de Gillespie Road escuchó un rugido: la multitud pedía venganza. El insolente equipo español visitaba Londres dos años después de haber batido a Inglaterra en el Metropolitano de Madrid; España remontó dos veces y terminó ganando 4-3 con goles de Lazcano, Goiburu y un par del bohemio Gaspar Rubio, el genial rey del astrágalo.
Esa fue la primera derrota de Inglaterra en el continente; jamás había perdido con una selección que no fuera del Reino Unido.
Zamora sorteó el terreno como capitán, fue hacia su portería, acostó con mimo junto al palo a su muñeco fetiche y por primera vez en muchos partidos olió el jersey de lana con el que jugaba… Y olía bien. No lo había lavado en años y nunca más lo hizo: España perdió aquella tarde por 7 a 1. Enfrente, como ariete, jugó el delantero centro del Everton, Dixie Dean. También está en nuestra historia: excepto en los Juegos de Amsterdam, nunca una delantera le hizo 7 goles a España en un partido, pero Dixie y sus amigos los hicieron aquella tarde y de todos los colores. La venganza llevó su firma.
Dixie se llamaba en realidad William, pero desde niño, cuando trabajaba como lechero, le pusieron ese mote que recordaba a los negros de los campos de algodón del sur yanqui. El apelativo se lo puso un fisonomista, sin duda; Dean era moreno, de pelo rizado, amulatado, fuerte como un mandinga. Y su juego era también así: fuerte, rápido, vertical, imaginativo en su único territorio: el área enemiga. Su salto era tan poderoso que se permitía chocar con los porteros en el aire cuando eso estaba autorizado y rematar sobre sus brazos.
En el Everton, procedente del Tranmere Rovers, debutó con 18 años. En el Tranmere, que está hoy en la tercera inglesa, jugó también John Aldridge, el que fuera delantero del Liverpool y Real Sociedad. Y sus directivos de entonces sabían lo que tenían porque traspasaron al futbolista en tres mil libras, una locura para la época. Pero fue barato, baratísimo, que eso a veces pasa y merece la pena invertir algo más si la pieza es segura.
En su primera temporada completa, Dixie Dean hizo 32 goles y todo el mundo vio en él la próxima estrella del futbol británico. Pero al año siguiente, por culpa de un accidente de moto, a Dixie Dean se le cerró la puerta de la gloria: fracturas múltiples, perforaciones y una rotura de cráneo que solo pudo ser soldada con una placa de plata. Se acabó, pensaron todos.
Todos menos él: en unos cuantos meses Dean volvió a jugar. Ya no será el mismo, pensaron todos. Y acertaron: fue mejor. Llegó e hizo al Everton campeón de Liga, de la Copa, de la Charity; es verdad que al poco bajaron a Segunda, pero es algo que les pasa a los grandes de verdad y los grandes, más tarde o más pronto vuelven. Lo hizo el Everton ganando la Liga de Segunda y la de Primera al año siguiente. Siempre con goles de Dixie Dean, siempre dueño del área. Tanto que en una sola temporada de 34 partidos consiguió 60 goles.
Para que nos hagamos una idea, pensemos que hay muchísimos equipos, de hoy y también de entonces, que no alcanzan ese número entre todos sus futbolistas. En cifras absolutas, es el segundo artillero de la histora inglesa, pero en promedio de goles nadie supera a Dixie Dean. Ni lo superará jamás: es imposible.
Y será difícil que lo haga como hombre. En uno de sus últimos partidos defendiendo la camiseta azul como visitante, un espectador de la primera fila le gritó a su cara: «Dean estás acabado, ahora te devolveremos a tu condición de bastardo negro». Del puñetazo, Dixie lo envío a la fila 3, mientras el agredido pedía ayuda a la autoridad. El «policeman» que acudió rápido miró con desprecio al «bocasucia», extendió su mano, chocó la de Dean y le dijo «Bien hecho, campeón».
Igual que en San Mamés está el busto de Pichichi, y hay qye honrarle, no debe olvidar el visitante detener su paso cuando, al costado de Goodison, el estadio de fútbol más viejo de Inglaterra, se encuentre con un delantero de bronce muy oscuro, que golpea al viento con el mejor estilo al saltar al campo. Bajo su pie certero hay una lápida que dice: futbolista, caballero, evertoniano. Es Dixie Dean.
Una vez que se retiró del balompié, abrió un pub en el que más que la cerveza, la atracción era su leyenda, ver al mejor goleador de la historia de Inglaterra, hablar con él si uno no era tímido, y escuchar sus recuerdos, si aquella tarde había suerte y le daba por hablar.
Una de esas tardes, dejó de hacerlo con la misma alegría porque murió la chica que le había acompañado desde el primer gol, su mujer. Luego enfermó y le cortaron una pierna. Siguió acudiendo al pub y, desde luego, a su casa. Como todos los hombres tienen su muerte exacta, un domingo murió en ella, en su casa, en Goodison Park, viendo al Everton.
¿Murió del todo? Ni mucho menos, solo un poco: lo justo para que no le podamos encontrar en su pub o en el estadio. Pero si uno va a la portada más bonita de las que se han pintado para un disco, allí, junto al Sargento Peppers, podrá intuir en uno de los dos personajes anónimos de la banda de los corazones solitarios (sin su rostro), o en el cielo azul que los cubre, al ídolo del padre de Paul McCartney, el gigante del gol, el mismísimo Dixie Dean.
