El día que cambió el fútbol, de Santiago Segurola

Un 25 de noviembre de 1953 cambió la historia del fútbol. La orgullosa Inglaterra, la que inventó el fútbol, vio por primera vez cómo alguien osaba derrotarla en su propio feudo de Wembley. Y ese día triunfó la mágica Hungría que representaba en los años 50 el fútbol total de ataque.
Ni más ni menos que 6 goles obtuvieron los húngaros en Wembley en una tarde típica londinense con niebla y sensación invernal.
Cincuenta años después Santiago Segurola en El País rememoró esa brillante victoria. Una de la fechas inolvidables en la historia del fútbol.
El partido del siglo, porque así figura en la memoria colectiva del fútbol, se disputó hace exactamente cincuenta años, el 25 de noviembre de 1953, con el viejo Wembley como escenario ante ciento diez mil espectadores, en una tarde típicamente londinense. En medio de una neblina que no impidió el incrédulo asombro de los hinchas ante lo que sucedía en el césped, Hungría aplastó a Inglaterra por seis goles a tres.
El fútbol comenzó una nueva época allí mismo a través de la excelencia de un equipo inolvidable. Nunca Inglaterra había sido derrotada en su patria a pesar de las malas señales que cada vez se repetían con más frecuencia. Había perdido con España y con Estados Unidos en la Copa del Mundo de Brasil 50 y se inquietaban aficionados y periodistas, convencidos de lo inevitable: más pronto que tarde, algún equipo acabaría con el mito de los fundadores del fútbol en su propio suelo. Mientras tanto, la leyenda del equipo invicto presidía el orgullo inglés.
Hungría había salido de la Segunda Guerra Mundial con el país destrozado, un régimen comunista que permanecería cuarenta años más y la misma pasión por el fútbol. Subcampeón mundial en 1938, la escuela húngara había ganado fama y prestigio junto a sus vecinos austríacos, el celebre Wunder Team (Equipo Maravilla). Fue, sin embargo, después de la guerra cuando Hungría se colocó a la cabeza.
Ocurrió en uno de esos periodos mágicos que son irrepetibles: un excepcional grupo de jugadores, un entrenador adelantado a su tiempo y la voluntad de hacer historia. El entrenador era Gustav Sebes, arquitecto de un equipo encabezado por el gran Ferenc Puskas, el surdo del barrio de Kipest, el astuto y brillante jugador que se había cambiado el apellido de origen alemán (Pulczer) en el clima nacionalista que siguió a la derrota del nazismo.
Cualquier video confirma la teoría de Puskas como el primer gran jugador contemporáneo, el primero que dominó todos los recursos técnicos con la facilidad de los elegidos. Pequeño, agresivo, compacto, rematador letal, rápido y habilidoso. Había ganado los Juegos Olímpicos de Helsinki 52 después de triturar 6-0 en las semifinales a Suecia, por aquellos días una de las grandes potencias. Ningún equipo se resistía a los húngaros, empeñados en acabar con los ingleses y en lograr el triunfo en el Mundial de Suiza 54, objetivo que no pudo conseguir. Tampoco pudo llegar al de Suecia 58. Dos años antes, varios de sus mejores jugadores, entre ellos Puskas, Kocsis y Czibor, se exiliaron tras la invasión soviética de Budapest.
El equipo se había aglutinado alrededor de la masiva presencia de jugadores del Honved, el equipo del ejército, sucesor del viejo Kipest, al lado de cuyo campo había nacido Puskas. Unos se formaron en el equipo, como los inseparables Boszik y Puskas; otros llegaron de viejos rivales, como sucedió con Hidegkuti y Kocsis, procedentes del Ferencvaros. Eran intrépidos y tenían clase. Funcionaban como un reloj, con la precisión que tuvo luego la Holanda de Cruyff en los años setenta. Había un aura indiscutible en su juego, armado sobre un equilibrio que no podía esconder el devastador poder de sus atacantes. Los nombres de aquella maravillosa delantera húngara jamás se olvidarán: Budai, Kocsis, Hidegkuti, Puskas y Czibor. Era el equipo total.
El 18 de noviembre el equipo se embarcó en un tren que les llevó hasta Calais, en Francia. Atravesó Austria, Suiza y Francia en medio de una expectación desconocida en el fútbol. Estaba en cuestión el mito de los ingleses. Habían inventado el fútbol y no conocían la derrota en Wembley. Los húngaros se dirigían al corazón de Inglaterra para arrebatarles la condición de invicto. ¿Quién ganaría? ¿la orgullosa Inglaterra ó la intrépida Hungría? No faltaban nombres sonoros en los locales: Billy Wright, Stanley Matthews, Stan Mortensen y Alf Ramsey, un lateral derecho que quizá aprendió una buena lección aquella tarde. Tiempo después, Ramsey dirigiría a Inglaterra a la victoria en su Mundial de 1966.
Inglaterra utilizó la táctica que había dominado su fútbol durante veinticinco años. Jugó con la célebre WM, ideada por Herbert Chapman en el Arsenal de finales de los años veinte. Como táctica había creado sensación. Chapman decidió añadir un jugador a la línea defensiva, hasta entonces integrada por sólo dos hombres. Retrasó al medio centro y lo convirtió en el marcador del delantero centro rival. Se denominó WM porque ésa era la forma de la figura que adoptaba el equipo en el campo, un 3-4-3, que no difiere apenas de la que luego pregonó Cruyff y la escuela holandesa. Los ingleses aplicaban la táctica a machamartillo, sin pararse en gollerías. No pensaban el fútbol. Lo jugaban.
Los húngaros lo pensaban antes de jugar. Sebes, el entrenador, había dado noticias de la importancia de Hidegkuti, falso delantero centro. Antes del partido le dijo que saliera como ariete puro, pero que se retrasara apenas pasado cinco minutos. Ese movimiento, que Di Stéfano perfeccionó como nadie en el Madrid, produjo el caos en la defensa inglesa, cuyo rígido central se quedó aturdido: no tenía a nadie a quien marcar. Del resto se ocuparon los activos y brillantes jugadores húngaros.
A la media hora, Hungría ganaba por 4-1. Uno de los goles pasó inmediatamente a la historia: en el pico del área, contra su perfil natural de zurdo, Puskas amagó con arrancar frente a Wright, que fue con todo a por la pelota. Entró arrastrando como un huracán, pero pasó de largo. Puskas pisó el balón y le engañó con uno de los regates más hermosos que se hayan visto, un regate que le orientó además hacia su remate natural. El estacazo entró por el primer palo ante el indefenso Merrick, el portero inglés.
“Ayer, a las cuatro de la tarde, en una gris tarde invernal, en el estadio de Wembley, sucedió lo inevitable”, escribió el célebre periodista Geoffrey Green en el Times. “Para aquellos que habían visto las sombras de los años recientes acercarse más y más, quizá no fuera una sorpresa. Inglaterra fue derrotada al fin por un extranjero invasor en el sólido suelo inglés”.
Ocurrió el 25 de noviembre: el mito inglés quedó destrozado por uno de los equipos más brillantes que ha dado el fútbol. Ese mismo día pereció la WM y se consagraron once jugadores formidables: Grosics; Buzanszky, Lorant, Lantos, Boszik, Zakariaz, Budai, Kocsis, Hidegkuti, Puskas, al que en adelante se llamó El Coronel Galopante, y Czibor.
Fuente: El País 25 de noviembre de 2003