El pintor que sólo ama dos colores, de Antonio Hernández
Retomamos hoy los relatos de Antonio Hernández, el escritor arcense que en sus obras ha dejado más de un relato relacionado con el Betis. En este caso rememora a un pintor trianero residente en Cádiz, lo que sirve para recordar los lazos que desde muy pronto unieron a ambos clubes.
Y es a la vez un emotivo, y también triste, canto a cómo pasa la vida y se suceden las generaciones.
Manolito Díaz, el central del Betis que recaló en el Cádiz cuando sus facultades ya no le permitían seguir a Hugo Sánchez sino a Machicha y gente de esa clase menos privilegiada, me presentó a un pintor paisano suyo, trianero, llamado Sandro, de gran simpatía y bético hasta las trancas, que trabajaba como profesor de dibujo en un instituto de Puerta de Tierra.
El pintor, o el bético, tenía una mujer que amén de bonita era graciosa y cuatro niños pequeños todos con una misma peculiaridad física distintiva, un dedo más en el pie izquierdo.
En una ciudad como Sevilla, de donde procedían, el intruso dactilar apenas sería tema de comentario a no ser veraniego y de piscina o de chanclas apenas obligadas, pero el Paseo Marítimo de Cádiz, donde vivían como una pieza más del paisaje playero, el duendecillo de uña, carne y hueso se manifestaba natural en cualquier sitio y a cualquier hora.
Sandro, que era el típico hombre sin complejos porque además no tenía motivos para tenerlos, le cantaba a su descendencia lo de los cinco lobitos tiene la loba, abriendo bien la mano e inmediatamente dirigía el índice en dirección a su propio pie izquierdo, en par digitado igualmente. Y a continuación, relataba los nombres de los once apéndices, cinco de la mano y seis del pie, que sus hijos coreaban con devoción de tribuna siguiendo la noticia del speaker.
A cada golpe de dios balompédico, los chicos y su madre gritaban ¡bien¡, porque Sandro anunciaba a Peral o a Aedo, a Lecue o a Unamuno, y con cada campanazo de cuerdas vocales emitía una sonrisa agradecida por aquella plebe fiel en cualquier sentido, genético, bético y desenfadado.
La alineación con que el Betis ganó su única Liga en 1935 era así recordada en toda la playa de Cádiz, en la Victoria, y no había vendedor de refrescos, camarero de terraza o empleado municipal de la limpieza que no se la supiera de carrerilla como si de jugadores del equipo local se tratara: Urquiaga, Areso, Aedo, Peral, Gómez, Larrinoa, Saro, Adolfo, Unamuno, Lecue y Caballero.
Dicen que así nació la simpatía entre muchos béticos y cadistas, una hermandad espiritual entre vecinos no muy acomodados que resquebrajó el hecho de que los clubes se enfrentaran después en Primera.
Se suele asegurar que de todo se puede cambiar en esta vida salvo de equipo de fútbol, pero esa regla tuvo su excepción en dos de los cuatro hijos de Sandro, acaso influidos por el ambiente escolar donde dominaba el sentimiento amarillo del Cádiz Club de Fútbol. Eran los que habían nacido en la Tacita de Plata, los más pequeños y las como las madres casi siempre suelen inclinarse por el desamparo más evidente de los hijos menores cuando son niños, la vieja pasión bética se dividió por dos y en la casa de Sandro comenzaron a competir los colores del Cádiz con los del Betis, el azul del mar con el verde del río, el amarillo de los esteros con el blanco de las olas.
Y dejó de tronar el entusiasmo cuando el pintor, como un speaker desalentado, abandonó la vieja costumbre de gritar las alineaciones campeonas del Betis en la playa y dejaron de sabérselas los bañistas menos los veraneantes de Sevilla que soñaban en blanco y verde.
El tiempo pasó ligero en la alegría porque llegaron los nietos y, según dicen los viejos playeros gaditanos, han perdido el signo diferencial de la familia de Sandro, el sexto repunte dactilar del pie izquierdo. Sandro no les canta, como antaño a sus hijos, lo de los cinco lobitos porque no le saldrían las cuentas de la alineación campeona. Incluso tiene un poco envejecido el corazón artista, porque sus yernos y nueras les han comprado a los hijos los equipamientos del Barça y del Atlético de Madrid.
Y en el ajetreo de su casa durante las vacaciones sólo puede rechazar esos colores, azul, grana y rojo cuando pinta. Entonces hace llegar el verde del mar hasta la terraza como si el océano se hubiera convulsionado de repente, mete la espuma de las olas en el lienzo como un chorreón de cal de la Triana de su infancia.
Y grita para sus adentros la alineación más clásica del Betis como si sus hijos tuvieran la edad de sus nietos, cuando eran una piña blanquiverde.
No quiere pensar que el tiempo pasa despacio para el desdichado.