Un empujón brutal lo ha derribado, de Manuel Fernández de Córdoba

El 7 de mayo de 1978 el Betis descendió a Segunda División, en uno de los episodios más impactantes de su centenaria historia. No se había ni cumplido un año de la conquista del título de Copa en junio de 1977, y de pasear con brillantez las trece barras por Europa, cuando el equipo cayó en la última jornada, pese a vencer en el Villamarín por 1 a 0 a la Real Sociedad. Un empate a nada entre Hércules y Burgos hacía infructuosa la victoria bética.
Fue una tarde noche impactante, que en este artículo publicado en ABC describió el periodista Manuel Fernández de Córdoba.
Retomando la «Elegía a Ramón Sijé» del poeta Miguel Hernández, Manuel Fernández de Córdoba describía el silencio que envolvió Heliópolis tras el partido y la incredulidad de todos cuando allí estaban.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado…
En hora y media se agotaron las palmas y se desbordaron las amarguras; en hora y media se hicieron ciertos los vaticinios y tristísimas las realidades; en hora y media se acabó todo. Y todo tendrá que volver a comenzar. El manotazo duro, el golpe más helado, el empujón homicida del que hablaba el poeta, lo ha derribado.
Pero ahí está y estará el Betis. Del domingo quedan muchas cosas, pero en las entrañas del Villamarín una de ellas, cuando la tarde caía, se hacía más palpable que ninguna: el silencio…
El silencio era espeso, como si una navaja pudiera cortarlo en pedazos. Tras la puerta verde del vestuario se palpa el abatimiento más grande que imaginarse pueda. Silencio, hay mucho silencio, hay todo el silencio; se está masticando el silencio con los dientes apretados de quienes quieren atenazar el aire y comprimir las crispaciones. Allá, al sótano del Villamarín no llega el estentóreo quejío del hincha que ha visto rota en mil pedazos su ilusión de noventa minutos; allá, al coloso vientre del cemento, no llega el grito ni el enojo, el arrebato y la protesta; allá sólo llega el silencio, el más grande de los silencios. Y el aire se queda quieto, inmóvil, como si quisiera espantar– y no puede, no puede– todo lo que se ha venido, como rayo, estrepitosamente abajo…
En la voz eterna de los poetas– un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal lo ha derribado…–, se encuentra el sentir idóneo que se deja mirar, con toda la angustia, desde las puertas semicerradas de un color verde que, hace poquito tiempo, volaba muy alto; de un equipo que casi llegó allá donde el viento da la vuelta…
Por el rincón del gol sur, cuando la tarde iba cayendo, José Núñez Naranjo marcha mientras la sombra del voladizo–¡el voladizo¡– ya es todo sombra; y el hombre que llevó la primera copa regia al antepalco, y a su equipo por la Europa de los campeones, se recome su pena a sí mismo y quiere quitar de sus ojos –que no quiero verla, que no quiero verla–…, esa lorquiana cinco de la tarde que se ha hecho sombra en ocho y media. Y es como si, de repente, por toda la familia bética corriera la brisa triste de los olivos…
Atrás —¿y olvidado?—ha quedado todo: las esperanzas de deportividad en otras yerbas, aquellos viajes, los días de vino y rosas, la suficiencia, los perfiles de una andadura increíblemente extraña. Todo quedó atrás: ese apretado aplauso de salida, esa tarde—eterna y brevísima tarde– con el corazón a transistores—un ojo en la yerba, otro en sí mismo, los sentidos a pilas–, esperando aquel gol que no llegaba en ningún morse de “Carrusel Deportivo”…
Atrás, todo; y en la puerta verde, el silencio. Por la esquina del cemento salía–¡qué injusto eres, fútbol¡– quien ha hecho cosas de sobra para buscar la puerta grande. Por la misma esquina, unos segundos después, sigue un vasco–¿para qué leña de árboles caídos?—envuelto en llanto. El presidente—el mismo al que hubo que buscar en horas grandes porque se escondía en su inmensa modestia—se acompaña de sus leales. Antonio Picchi—ojos como puños, puro sentimiento, incapaz de consolar a nadie–, ha trocado su papel de profesional del fútbol por esos colores verdes y blancos que se apiñan en sus entrañas…
Aún quedan béticos en la puerta cerrada de la fachada del campo, y los que sienten más en bético aún están arañando el desconsuelo por las paredes. El vestuario ya está abierto; sobre una mesa, los últimos rescoldos de la vestimenta se entremezclan con los vasos del café de las nervioseras, el mercurocromo de los roces, las vendas de las espinilleras, el agua mineral y ese amasijo de cosas que pierden todo su valor cuando se cumplen los noventa minutos.
Tras esa mesa, y en los fríos bancos de la caseta, Sebastián Alabanda– ¿quién más bético que él?—lleva sus manos a la cara y musita un “no puedo creerlo, no puedo…”, que él mismo sabe realidad irreversible, mientras Alberto Tenorio—el fiel utillero—amontona los avíos y se viste lentamente. Cobo, un santanderino que llegó hace ya mucho tiempo y se arraigó hondo en ese campo, apenas si puede hablar: “Estamos en Segunda, estamos en Segunda…”
No queda nadie más. Un minuto antes—“ahora hay que ser más bético que nunca”—el doctor García Benavides ha dicho un muy distinto “hasta mañana” y se ha perdido en las penumbras…
Son más de las nueve y abandono el campo; de refilón veo las gradas desiertas y la tristeza inunda los espinazos; en la calle aún queda–¿para qué?—quienes no quieren irse, como si el quedarse allá, sin moverse, pudieran volcar los números. Todo ha terminado. El silencio, ya casi noche, se hizo más espeso…