Juego, de Montero Glez.
Hoy en día los videojuegos basados en el fútbol están a la orden del día. Cualquier niño de corta edad se maneja por cualquier pradera del fútbol mundial desde el sofá de su casa, y tiene a su disposición desde las ligas más exóticas hasta los jugadores más desconocidos.
Pero no siempre fue así; somos muchísimos los que crecimos sin esta parafernalia de medios de la tecnología actual, pero no por ello renunciábamos a poner toda nuestra imaginación al servicio de la competición futbolística. En la alfombra de nuestro cuarto mi hermano y yo desarrollamos campeonatos de Liga, de Copa, competiciones europeas y mundiales, trofeos de verano y amistosos varios. Artesanalmente construimos con chapas, papel, lápices de colores, tijeras y pegamento toda una constelación de equipos que se enfrentaban sobre una alfombra, con nuestras porterías construidas en madera y red y un garbanzo como balón, garbanzo que lijábamos y pulíamos hasta dejar perfectamente redondo…
En este relato Montero González rememora esta dualidad entre la tecnología punta de hoy en día y el pasado artesanal, además de rendir homenaje a Alejandro Finisterre, el gallego que durante la guerra civil inventó ese gran juego que imitaba al fútbol y que aún hoy sigue vivo: el futbolín.
La ciencia adelanta que es una barbaridad. Sólo hace falta echar un vistazo a los cacharritos con que los mozalbetes de hoy pasan el día. Videoconsolas, tamagotchis y puñetitas varias sirven de distracción para sus tiempos de ocio. Y tan contentos se plantan delante de la pantalla y, hala, a quemarse los ojos simulando ser como el Dani Pedrosa, el Fernando Alonso o el Ronaldinho. Estamos apañaos.
Sin embargo, hubo un tiempo no muy lejano en el que se jugaba con la imaginación. Tiempo en que los nuestros abuelos trampeaban las penurias con una pelota hecha de cordones. O de papel. O de vaya usted a saber qué, pues para simulacro ya estaban las chapas de los botellines. Se marcaba el campo con tiza en plana calle. Y se disponían los equipos. Once chapas cada uno. Y con un garbanzo a modo de balón daba comienzo el partido.
Las cosas han cambiado tanto que ahora los rostros de los jugadores aparecen en pantalla, digitalizados y con una resolución cercana a la pornografía. Valga el ejemplo: lo más parecido a ver un partido por televisión en el que los jugadores no juegan. Para eso ya está uno, qué coño, desde el sofalito. Ah, y para los acomplejados que sufren delirios de grandeza vienen incluidas opciones tan diversas como las de dirigir las oficinas y los banquillos de los equipos o fichar jugadores y administrar finanzas. Casi ná. De estas formas o maneras, ser presidente de club se convierte en asunto al alcance de cualquiera. Con muy poco empeño se llega a un manejo y un conocimiento de las iniciativas del mercado futbolero que ya hubiera querido para sí mismo don Santiago Bernabéu, el de los puros. Sin embargo, frente a este despliegue virtual, todavía hay rincones donde se sigue jugando a un juego noble y divertido como ninguno: el futbolín.
De fama universal, inventado por un español, el futbolín muy pronto se convertiría en el juego de mesa más jugado del mundo. Su creador lo ideó en plena guerra civil con fines curativos. Nunca lo patentó. Para qué, si lo único que el hombre quería conseguir era que los niños mutilados por tamaña vergüenza no dejaran de jugar al fútbol. Cumplió su sueño, convirtiendo al futbolín en un invento de la memoria. En otra ocasión escribiré sobre Alejandro Finisterre, el hombre que ideó un juego de mesa tan perfecto que nunca podrá ser reemplazado por el juego que le sirvió de modelo. Y si el futbolín no puede ser adelantado por el fútbol, mucho tendrá entonces que adelantar la ciencia de los bárbaros para superar tal invención. Digo yo.
Mi traductor me comento que me gustaria este sitio web y tenia toda la razon. No suelo exponer en los sitios web pero me agrado el contenido y lo quice hacer. Congratulaciones