Kasumov, la quinta glaciación, de Francisco Correal
El 7 de febrero de 1993 debutaba con el Betis el delantero azerí Velli Kasumov después de un largo proceso que se extendió por todo el mes de diciembre de 1992 y enero de 1993, ya que su club de origen, el Dinamo de Moscú, admitió la oferta bética de 1 millón y medio de dólares, pero luego se echó atrás esperando una mejor oferta desde el fútbol italiano. Después de una reclamación bética ante la FIFA el equipo ruso envió toda la documentación, por lo que el 4 de febrero llegó Kasumov a Sevilla, firmó por 4 temporadas y 3 días después saltaba al terreno del Villamarín para enfrentarse al Sestao formando la delantera bética junto a Javier Zafra.
Al día siguiente en las páginas de Diario 16 Andalucía, en su sección Marcaje al hombre, el periodista Francisco Correal dedicaba este relato a la figura del jugador debutante, que lo hizo muy bien, pues marcó un tanto y dio otro en la clara victoria verdiblanca por 4 a 0.
Este azerbayano dejó a la artillería clásica del último Betis—Mel, Kukleta, Loreto—vestido de paisano. Un riesgo añadido al trance de incorporarse en setenta y dos horas a un nuevo país, un nuevo clima, un nuevo idioma. Una quinta glaciación por vía intravenosa.
Hubo dos detalles en el partido que indicaban bien a las claras quién es el intérprete de Velli Kasumov, su providencial mediador. Ese nexo no es otro que el balón, fetiche galileico que el enésimo fichaje de Lopera domina con la cabeza, con la pierna derecha, con la izquierda y hasta con las manos.
Vico Díaz le mostró tarjeta amarilla por interceptar el balón con la mano. El colegiado no había entendido la segunda lectura del gesto de Kasumov. Vulneró el reglamento para evidenciar que la pelota es su diccionario, su más fiel aliado, el alambique que permite que el Pabellón de Lopera no se convierta en un sucedáneo de la torre de Babel.
Cuando el mismo Vico Díaz decretó el final del partido, el balón fue a parar a Kasumov. El ex jugador del Dinamo de Moscú lo cogió, lo acarició, resistió los envites de los recogepelotas y no quiso desprenderse de su brújula invocando el infalible y peliculero mí no comprender. Entró en el vestuario con el balón, con su balón, políglota artilugio.
Participó en los momentos decisivos del partido. Ibarrondo le hizo la primera falta del encuentro; su marcador le haría dos más en la primera parte y Gallástegui completaría el cuadro tras el descanso. Forzó los dos primeros saques de esquina, creó las primeras ocasiones de peligro—una pared de libro a Cuéllar que no fue gol de milagro—y de sus botas salió el balón que sirvió para que la testa omnipresente de Roberto Ríos inaugurase el marcador.
Su repertorio de soluciones se mostraba amplio: la pared, la espuela, el autopase, el disparo raso, la parábola, las aperturas para Gordillo. En esos compases iniciales no parecía un extranjero del extinto Parnaso de Pasionaria. Como si le hubieran aplicado en el cerebelo una marcha procesional o unas sevillanas del Mani, intuía dónde se encontraba Kobelev y dónde Márquez.
Su cabeza es uno de sus principales atributos, especialmente cuando los servicios aéreos vienen firmados por el inverosímil Rafael Gordillo. Juntos pueden formar un tándem, la chorla de Kasumov y los pinreles del Gordo, como el que antaño compusieran Gunter Netzer y Santillana.
Tras el descanso, perdió gas pero conservó las maneras. Especialmente cuando en el minuto seis marcó el tercer gol de la tarde. Gol de pañuelos. Ivanov, que acababa de conseguir el segundo, se adentró en la maraña vizcaína como un kamikaze; el intérprete invisible funcionó, el búlgaro cedió al azerbayano, éste controló el balón, dejó a Ibarrondo cual sirena de Copenhague y batió a placer a Tito.
Pudo incrementar su cuenta con sendos servicios de Zafra, el único delantero que no se vio desterrado por el puente aéreo Moscú-Sevilla y con el pase de la muerte ejecutado por su ex compatriota Kobelev. Kasumov se hizo la picha un lío y disparó al aire. Ya prendido, por cierto. De los benignos aromas del azahar.