La ceremonia, de Manolo Rodríguez.
El 31 de marzo de 1985 se jugaba la jornada 31 del Campeonato de Liga de Primera División. El Betis, a falta tan solo de 4 jornadas, llegaba a ella en una complicada y más que apurada situación. Desde la semana anterior, con una derrota en Elche, el equipo se hallaba en posición de descenso, tras casi 2 meses ya sin conocer la victoria. Una larga racha que se había llevado por delante al entrenador Pepe Alzate a comienzos de marzo, y la llegada al banquillo de Luis Carriega de momento no había servido para mucho más.
Era Domingo de Ramos y al Villamarín llegaba el Real Zaragoza de Señor, Barbas, Cedrún y Amarilla. Un partido muy complicado, sobre todo por la deficiente trayectoria verdiblanca. El encuentro se jugó por la mañana, y a lo largo de toda la semana proliferaron los llamamientos en torno a la unidad de la afición con el equipo ante las dificultades del envite, así como se establecieron precios populares para conseguir un clima de apoyo multitudinario en las gradas de Heliópolis. El futuro de la entidad estaba en juego, en unos tiempos además en que la economía de los clubs estaba bajo mínimos y cuando un descenso de categoría podía ser mortal.
Las campanas verdiblancas llamaron a rebato y el ensalmo surtió efecto. El Betis, llevado en volandas desde las gradas del Villamarín, ganó 2-0 al Zaragoza con goles de Parra y Rincón, y el camino de la salvación, con aún 3 partidos dramáticos por delante, empezó a atisbarse.
En las páginas de Diario 16 Andalucía el periodista Manolo Rodríguez glosaba dos días después esa ceremonia de unión entre la afición y el equipo.
Yo no sé quién puso más, si la afición o el equipo. No sé quiénes fueron más importantes para que el Betis conservara esos dos puntos de oro que le disputaba el Zaragoza. No sé quiénes catalizaron el ambiente, desbordaron las medidas y generaron las tensiones. Posiblemente ambos. Los dos.
Pero el comportamiento de la base debe ser realzado en estas horas todavía inciertas del beticismo. Abajo, en la hierba, había razones profesionales y de prestigio que empujaban los corazones de los atletas; arriba, sin embargo, sólo había fidelidad, ese maravilloso sentido de lealtad y cariño que únicamente puede encontrarse en el mundo del fútbol.
No dudo que sean bien ciertas esas apreciaciones puntuales que dicen que la afición olvidó sus querellas internas, sus guerras de facciones y sus críticas a Retamero, para cerrar filas en torno a la entidad. Quizá fuera eso. Yo, sin embargo, vi algo más. Sentí el domingo que alrededor de los colores y de las banderas late un proceso de identificación que va más allá, mucho más allá, de los linderos racionales de la afición. La ansiedad, el deseo de triunfo que tenían los incondicionales verdiblancos, su vehemencia en la disputa del éxito, forman parte de un código aparte.
Por eso decía que los de la grada y el sol fueron tan importantes como los que se pusieron la camiseta. Y no tanto por el típico tópico de que “animaran sin cesar”, sino porque envolvieron la atmósfera de unos vapores irrespirables para todo aquel que no estuviera participando de la ceremonia. Una liturgia en verdiblanco que no podía tener más final que el que tuvo. Un triunfo que estadísticamente alarga la esperanza, que rompe una dinámica de dos meses consecutivas de derrotas.
Todas estas argumentaciones, que probablemente sean extrapolables a otros muchos clubs españoles, condicionaron decisivamente el desarrollo del Betis-Zaragoza que yo presencié hace cuarenta y ocho en Heliópolis. Unas argumentaciones que, puestas en orden, deben invitar al optimismo. Algo tan vivo no puede sufrir un revés tan grande. Con una afición así no se puede descender.