La Ilíada coral del beticismo, de Antonio Hernández.
Cuando en 1994 se conmemoraron los mil partidos del Betis en Primera División el escritor Antonio Hernández nos dejó estas reflexiones sobre el acontecimiento en las páginas de Diario 16 Andalucía.
Como bien decía Antonio Hernández «amor con amor se paga, y da lo mismo que el ser amado tenga tenga veinte o treinta años o que el Betis haya jugado cien o mil partidos en Primera».
Una vez más una declaración de amor incondicional a los colores verdiblancos y a lo que el beticismo representa.
Quienes en una etapa dilatada de nuestra vida llegamos a tener una gran memoria y la empleamos en impresionar a nuestros paisanos juveniles, cuando estamos caducando y casi la hemos perdido por completo, corremos el riesgo de que nos ocurra algo muy desagradable: que nos acusen de plagio si damos una frase ajena como nuestra.
Con esa duda, y ahora que el Betis va a jugar su partido número mil en Primera, no sé si decir que la eternidad viene sola. Y no sé si decirlo porque me parece una frase demasiado redonda como para que sea mía, y porque tampoco me sirve de mucho para mi propósito de celebrar al Betis en una altura inédita o que no hayan escalado ciertas mediocridades, dicho sea sin señalar.
Mía podía ser otra más terrible si Paul Claudel, el gran reaccionario, estuviera dispuesto a echarme una manita: “¿Tolerancia con el Sevilla? ¡Existen casas para eso¡”. Pero, en vista de que Lopera y Cuervas se han dado el abrazo del oso para que su selva personal de plantas carnívoras no devore a las respectivas aficiones, me voy a prohibir atizar ningún fuego, excepto el de la pasión por unos colores que no son eternos porque hayan llegado al número mil—el que los antiguos supusieron la eternidad en vista de que los nombres de los números superiores a mil sólo significaban adiciones o multiplicaciones del mismo–sino porque incluso en el cincuenta o en el treinta y uno reflejarían una distinción inequívoca.
Fuera de cualquier ofrenda a lo cualitativo insustancial, quede claro lo que es tan diáfano como nuestros colores: el Betis, como Sinatra, no vende voz, sino estilo, y el estilo propio reconocido difícilmente acepta comparaciones. Desde dicha premisa, lo que celebramos no es un número, sino una existencia con una propiedad que sólo posee el amor: la de acuñar una moneda que es de la misma pasta que la mercancía. O sea, que amor con amor se paga, no con otra cosa, y da lo mismo que el ser amado tenga veinte o treinta años como que el Betis haya jugado cien o mil partidos en Primera.
Lo importante es ser de Primera, aun en Segunda. Y con el Betis siempre ha sido así porque una cosa es el equipo y otra el club. Al primero lo que es del César o de los goles. Y al segundo, que es lo primero, lo que sólo puede ser de la diferencia: una afición como la cúpula de un océano. La que mece, la que impulsa, la que canta al equipo en su cuna del Villamarín, la que lo hace leyenda: estilo, canto y cuento. Y no es que otro club no pueda ser grande por sus títulos, sino porque siempre le faltará un juglar, un aeda colectivo de la categoría del de Heliópolis, su bardo grande y verde como la copa de un pino.
Dicen que Alejandro, al conocer las glorias de Aquiles, no lloró de envidia por ellas, sino porque las cantó Homero.