La menuda tiranía futbolística
Ya hemos traído aquí en varias ocasiones como el fútbol se fue apoderando de las calles durante las primera décadas del siglo XX. Niños y muchachos convirtieron los espacios públicos en remedos de lo que acontecía habitualmente cada fin de semana en Reina Victoria, el Patronato, Nervión o cualquier otro de los muchos terrenos futbolísticos que se fueron extendiendo por los barrios sevillanos.
En esta ocasión es en el periódico El Liberal en su edición del 7 de marzo de 1929, apenas unas semanas después de haberse iniciado oficialmente el Campeonato de Liga en su primera edición, y en su sección «Desde la atalaya ciudadana», en la que a diario se comentaba la actualidad sevillana, donde se inserta este texto en el que se protesta por esa ocupación del espacio público y su bombardeo de balonazos. También nos sirve para documentar una vez más cómo los anteriores juegos que ocupaban a la chiquillería basados en los toros y su lidia estaban siendo paulatinamente susutituidos por el deporte del balompié.
Con todos nuestros respetos al “foot-ball”, no podemos estar conformes con el “foot-ball” callejero, esto es, con los encuentros que toman por campo de liza las baldosas de la calle, sin pizca de consideración para el transeúnte, que, a lo mejor, está desposeído de todo sentido deportivo.
En este respecto, Sevilla es un hacha por los partidos rudimentarios que en cada esquina se celebran, con menoscabo del público pacífico.
Conformes en que la división temperamental moderna se clasifique en aficionados al “foot-ball” y en no aficionados al “foot-ball”, sin otras posibles derivaciones ideológicas; pero estaría muy en su punto que los encuentros de más o menos campeonatos tuviesen lugar en su propio campo, como las corridas de toros se celebran en las respectivas plazas.
Lo que parece absurdo es que en la mediana amplitud de las rúas sevillanas estalle esta gran guerra civil deportiva de los pequeños que arrojan sus proyectiles entre nuestras piernas, propinándoles de repente formidables encontronazos, enteramente fuera de la disciplina espectacular.
¡Lleva usted prisa¡ Pues cuando menos lo piensa le suele ocurrir que algún clásico muchacho se le interpone al paso, y con peligro de derribarle le obliga a perder unos minutos en su camino, no siendo extraño que al salir del Escila de un pelotazo se halle con el Caribdis de un diestro puntapié.
Esto no parece propio del fuero y de la majestad democrática de la calle, ¿no es verdad, señores munícipes de la magna capital bética?
Bajemos la cabeza ante la división temperamental moderna, puesto que todas las energías fluyen por el cauce del “foot-ball”, sin otros matices que la pasión de los blancos o de los negros; mas organicemos, ordenemos la exuberancia exagerada que invade los estadios ciudadanos.
En otro tiempo eran la taleguilla y la chamarreta, la verónica y el recorte ceñido, objetivos fanáticos de los públicos. Hoy triunfan el calzón y el “sweter” y los envites del balón. Ya una patada contrabalancea y casi vence la destreza taurófila del lidiador. Y los chicos, en sus juegos, no remedan las corridas de toros, sino las contiendas futbolísticas.
Lejos de nuestro sereno ánimo empeñarnos en pedir una reacción antideportiva mediante un tratamiento sociológico–¡pobre de nos si tal hiciéramos, incursos al punto en pecado de cursilería¡–, pero sí debemos preconizar que el “foot-ball” se ciña a su campo como el torero al toro, al marcar la verónica.
Y nada más justo para la aspiración de una atalaya que sólo ve de lejos las arenas candentes de la plaza y el palenque enardecido de la liza deportista.