Luis Márquez, la teoría del pasillo, de Francisco Correal.

En su sección «Marcaje al hombre» en las páginas de Diario 16 Andalucía el periodista Francisco Correal hacía esta crónica dedicada al futbolista bético Luis Márquez, con ocasión del Betis-Cádiz jugado en el Villamarín en abril de 1994.
Una crónica en la que relataba su a veces difícil relación con la afición, común a otros muchos futbolistas de la cantera, a los que se exige más que a los venidos de fuera, así como su proceso de llegada al equipo en tiempos de Jarabinsky, y su carrera postergada con los técnicos siguientes, pero que con Serra Ferrer recuperó todo el protagonismo en una de las bandas del equipo verdiblanco.
Este bético del Polígono de San Pablo le metió dos golazos al yerno de Cruyff y su nombre debe figurar en algún recóndito rincón de la agenda de un ojeador del Nou Camp. En las categorías inferiores, Luis Márquez era conocido con el sobrenombre de Schuster. No se quedaba corto. Si le hubiera dado por escribir habría elegido el alias García Márquez.
Es un prototipo de esa relación de amor y odio que la afición verdiblanca tiene con la cantera. Esa afición bisexual que es madre que amamanta a sus hijos y padre que se los come, que inocula en algunos de estos cachorros edípicos complejos de huida y desdén. Márquez ha conocido todas las etapas sin cambiar de equipo: el estrellato, el ostracismo y cierto exilio interior.
Hay un antes y un después en la trayectoria de Márquez, una falla cronológica marcada por un apellido que ahora le acompaña en el once inicial. La carrera de este canterano era fulgurante, el checo Jarabinsky confiaba en él con los ojos cerrados hasta que un buen día el Málaga visitó Heliópolis y Monreal lo intimidó, lo sacó de quicio, lo borró del campo. Márquez se quedó con la marca, con el sambenito, y en los despachos debieron pensar que la única forma de acabar con el mal de ojo era metiéndolo en nómina: paradójicamente, la recuperación de Márquez coincidió con la llegada de su bestia negra a la plantilla verdiblanca.
Es un carrilero heterogéneo en casi todo lo que hace: cuando marca, cuando se desmarca, cuando corre, cuando controla el balón. Su código es intransferible, sus ovillos a veces no debe entenderlos ni él mismo. Le salvan su pundonor irrefutable y unas cualidades innatas de buscar la progresión en el juego, el daño en el rival.
Ayer, sin ir más lejos, estuvo a un nivel bastante discreto y entregó el balón al contrario buena parte de los balones que pasaron por sus pies. Pese a estas interferencias técnicas, Márquez intervino de forma muy directa en la consecución de los dos primeros goles, el que ponía fin a la desazón y el que abría paso al entusiasmo.
En el primero de la tarde, acreditó su condición de “lateral” que más se destaca en el lanzamiento de falsos saques de esquina: uno de esos centros acabó rematado por Julio Soler en la meta de “Tubo” Fernández.
Tras el descanso, perseverando en la banda derecha y arropado por Cañas en las escaramuzas, recibió en excelentes condiciones un desesperado centro de Daniel Toribio Aquino. Acudió a rematar con toda su alma; el balón hizo un extraño similar al de una tabla de windsurf cuando rompe la ola y fue directamente de la hierba a la cruceta. El juego continuaba y Márquez fue objeto de un penalti que transformó Aquino, como se después de tanta rocambole las cosas volvieran a su posición originaria, a esa pierna envenenada del goleador.
Mediador de dos goles, Márquez era relavado por Kasumov. El destino es capicúa con este futbolista: el primero y el último entrenador, Jarabinsky y Serra Ferrer, confían plenamente en sus facultades. Las fórmulas intermedias de Mesones, D´Alessandro y Kresic lo mantuvieron a ráfagas y a regañadientes. Un periodo gris que coincidió con la más dura de sus lesiones, el asalto y agresión de que fue objeto por parte de unos navajeros en la Alameda de Hércules.
Es bético desde su más tierna infancia, el color de las lechugas que vendía en el puesto familiar de ese barrio poligonal que es por obra y gracia de Rafael Gordillo el Trastevere del beticismo. Tiene adicción por la banda, esa especie pasillo balompédico en el que realizó combinaciones con Cañas y Cuéllar. En algunos lances, hace de los trompicones una estética. Juega en la diagonal de Monreal, quizás para espantar pretéritos fantasmas. Sólo coincidieron en dos ocasiones: en el acoso al alimón que le hicieron a Barla y en una falta en la que Márquez y su sombra hicieron de figurantes, para que Aquino, el hombre-gol, se encargara de apretar el imaginario gatillo.