Mi padre, de Santiago Segurola

Del periodista Santiago Segurola hemos traído en varias ocasiones diversos relatos relacionados con el mundo futbolístico. Hoy lo hacemos con uno de carácter íntimo, en el que recuerda a su padre, quien fuera jugador de fútbol en los años 30 (San Vicente, Baracaldo, Guadix, Recreativo de Granada, Cádiz) y que abandonó el fútbol tras ser gravemente herido en la guerra civil.
Unas pocas fotografías regresan a mi cabeza cada vez más nítidas y frecuentes. Son muy antiguas, de color sepia, alguna rasgada por la mitad, víctimas del tiempo.
En ellas aparece mi padre en lo que seguramente fe el esplendor de su vida. Un hombre joven, sin demasiadas responsabilidades, de pie junto a sus compañeros. Parece serio. Con una clase de seriedad que luego he visto muchas veces. Tiene menos que ver con el carácter que con el desafío inminente. Va a jugar un partido y siente que no haya nada más importante en el mundo. Es una característica de los futbolistas de verdad, cualquiera que sea su categoría.
Viste una camiseta a rayas, pero no se pueden distinguir los colores. En una de las fotografías aparece con un pañuelo a modo de bandana. “El pañuelo nos protegía del cordaje de los balones”, solía comentarme. Era temible cabecear aquellos balones pesados, y no creo que a mi padre le gustara hacerlo. Prefería hablar de la técnica, del juego, de las buenas condiciones de su pierna izquierda. Era un zurdo total, un interior, con todo lo que eso ha significado siempre en el fútbol: gente de clase.
Pero nunca se hizo demasiadas ilusiones sobre sus posibilidades. “No tenía la fuerza suficiente, me faltaba cuerpo”, me decía. Yo era un niño y le escuchaba con admiración. Así son los niños cuando los padres les cuentan sus mejores aventuras.
Por supuesto que sé los colores de aquellas camisetas que ahora regresan en sepia. Unas son rojas y blancas, a rayas, como las del Athletic. Pero no son del Athletic. Dos años antes de la guerra civil, mi padre fue fichado por el Granada. Me hablaba con nostalgia de una ciudad a la que nunca volvió. Como a tantos otros, la guerra cambió su destino. Con veintitrés años cayó herido por la metralla en las campas de Nafarrate, en el norte de Álava. Nunca más volvió a jugar. Recuerdo la cojera de su pierna izquierda, las huellas profundas de la metralla y la inexplicable facilidad que tenía para manejar la pelota con aquella pierna rígida. “Tienes que adiestrarte con una pelota pequeña, no con balones grandes. Es la mejor manera de mejorar la técnica”, me aconsejaba. Alrededor del fútbol construí con él todos los mitos que luego formaron el espinazo de mi vida.
Sé muy bien que otra camiseta es amarilla y negra. Rayas verticales, pantalón negro. Es la camiseta del Barakaldo. La fotografía está tomada en Vigo, en el viejo Balaídos. Me habló muchas veces de aquel partido con el Celta, del largo viaje, de la felicidad que sentía como futbolista. Y, claro, me vienen al recuerdo las tardes de los domingos, muchos años después, cuando caminábamos hasta Lasesarre, casi siempre embarrado, junto al Galindo, atufado por los gases de las fábricas. Nadie se preocupaba entonces por el detritus contaminante. En la grada de Altos Hornos, de pie, veíamos unos partidos de los que sólo me queda el recuerdo de unos nombres imborrables: el portero Cedrún, Oleaga, Cachas, Tomás. ¿De qué año hablo? No lo sé: quizá 1964, o 1965. Poco importa. Permanecen aquellos nombres, aquellos colores. Pero sobre todo permanece el recuerdo de mi padre y todo lo que significaron aquellos días felices. Ha pasado mucho tiempo y él no está. Estas fotografías, las imágenes de lo que representan, los padres, la infancia, el pueblo, el fútbol, el asombro de cada día, son el recordatorio gráfico de algo sobre lo que nunca he dudado: lo mejor de mi vida, aquello que me forjó, lo aprendí entonces.