El Cádiz, algo más que una comparsa, de Antonio Hernández
La temporada 1993-94 fue aciaga para el Cádiz Club de Fútbol. Militaba en Segunda División después de haber descendido de Primera el año anterior y el objetivo no era otro que retornar a la máxima categoría, pero, lejos de ello, el equipo se fue a Segunda B para comenzar un ciclo de 9 temporadas en esa categoría y poner fin a la época más dorada de su historia.
Desde Madrid el escritor Antonio Hernández, bético confeso pero también seguidor del equipo cadista, por ser natural de Arcos, en este texto publicado en AS en diciembre de 1993, cuando ya se presentía el fatal desenlace, se lamentaba del sino del equipo amarillo.
Aunque solo sea del Real Betis Balompié, manque no ascienda, y temporalmente comparta sobre el hombro los hostigamientos al Atlético de Madrid de ese artefacto que lleva el nombre de su efímero entrenador, qué cruz, uno ha nacido por Cádiz y lo desconsuela que el que fue equilibrista por la división de oro hasta que se rompió el cable, esté a punto de despeñarse por los abismos de la Segunda División B. Por eso, fundamentalmente, porque soy de allí. Pero también porque desde el pozo de la Segunda División trascienden menos a la prensa las epopeyas cómicas del equipo que se cae con todo el equipo y, sobre todo, de una afición que si no es regalada con goles, se solaza en su gracia de vestir la tarde de fútbol con las galas de su ingenio.
Como diría doña Lola, esto no se puede aguantar. El Cádiz Club de Fútbol, que es algo más que una comparsa, desciende tanto y tan aprisa que no va a haber sótano que lo acoja, aunque ya estarán las chirigotas por La Viña diciendo que torres más altas han caído rendidas al humor español y poniéndole música a la inspiraciones goleadoras del Chico Linares contra su puerta. Una vez la afición le sacó una pancarta rogatoria a tanta clase incomprendida, en la que se podía leer: “¡Linares, por favor, no te vayas al Milán¡”, y por un carnaval de luces jocosas le inventaron al Beckenbauer de Chiclana un pasodoble insólito en el que se regateó a medio equipo contrario e hizo que se adelantara en el marcador un Logroñés que todavía no había conseguido salir del área.
No hay que desesperarse, pues, sino vestir la desdicha con colores alegres como en un verso transformista de Fernando Quiñones, su seguidor más prestigioso. Pero esa ensalada con mucha sal de La Isla, contrarrestando el vinagre de los reveses, se la guisan y se la comen allí, y a mí no me llega de su crónica más que un olor insoportable de resultados negativos. Si el Cádiz Club de Fútbol estuviera en Primera División no iban a ser más estremecedoras ni cuantiosas las derrotas, pero es que, desde la Segunda, no nos llega a Madrid la guinda dulce en el pastel amargo.
Por consiguiente, que es una cosa que dice mucho don Felipe, habrá que conformarse con lo que dice su tocayo Campuzano y. sobre todo, con lo que contesta Picoco, un genio de por allí en la dura migración madrileña de los tablaos, los restaurantes y las discotecas por los que se prolonga Andalucía en cante y cachondeo “fetén”, y en la que hay porteros galoneados, con hongo y librea, esperando la propina:
– Picoco, dale cuarenta duros al portero
– Cuarenta duros no se los doy yo ni a Iríbar
Conformarse hasta que el Cádiz Club de Fútbol vuelva ser lo que fue, más allá de esa propina de Primera División que supone el estadio Ramón de Carranza.