El esperpento de Tirana Banderas, de Francisco Correal.
El 18 de noviembre de 1987 en el Villamarín España derrotó 5-0 a Albania en la última jornada de la liguilla de clasificación para la fase final de la Eurocopa de 1988 que se iba a jugar en el mes de junio siguiente en Alemania.
Una victoria que clasificó a la selección que entrenaba Miguel Muñoz, a quien vemos en la imagen dando la vuelta de honor el Villamarín a la finalización del partido, y que fue favorecida por el tropiezo de Rumanía en Viena, donde empató a 0 frente a Austria.
En las páginas de Diario 16 Andalucía el periodista Francisco Correal escribió este artículo, analizando lo sucedido en el terreno bético siempre con su prisma particular y su manera de contar los hechos.
Fue una noche esperpéntica. Al final sobraron tres goles en el Villamarín, pero si Lacatus o Piturca, esos artilleros del Steaua de Bucarest con apellidos de centuriones romanos que se le atragantarán por los siglos de los siglos a Casaus, Núñez y al conductor de la avioneta de Schuster, llegan a mojar en el Prater vienés todo habrá sido inútil. La caída del imperio rumano en el feudo del austrohúngaro abrió las puertas alemanas a las huestes fallonas y voluntariosas de Miguel Muñoz.
España consiguió su acceso a esta Eurovisión del borceguí superando al alimón a Albano y a Rumana Power, con letra y música de Marifé de Triana. Sevilla reeditó su condición de talismán, pero la magia se importó, que es lo que importa, desde Viena. Anoche brillaron más los compases de Wolgfang Amadeus Mozart que los acordes cuasi epilépticos del saxotenor Manolo el del Bombo.
De la misma forma que en vísperas de cada comicio cientos de miles de apocalípticos dan cuenta del bocata y la intención del voto en los mítines, cuando la selección juega en Sevilla emerge una masa amorfa y pinturera, algo más que una afición, gente a la que ni por asomo se la ve en un partido de competición oficial y no digamos en un amistoso. Se llenan las mejillas de rojo y gualda, agitan banderas, vociferan el nombre del país que limita al norte con los Pirineos, una abigarrada infantería que se resiste a ser engullida por una sociología superficial: son muchos partidos en Sevilla y ya han aprendido qué es un gol y en qué consiste la ley de la ventaja; los hay que parecen renovadas Juventudes Hitlerianas—del orgullo a la xenofobia hay un milimétrico abismo–, lo que reconstruyen ambientes más propios del concierto de Bangla Desh, con Andoni Goicoechea en lugar de Bob Dylan, también los que, las que en este caso, han encontrado en estos partidos el sucedáneo multitudinario de los guateques de antaño, aunque sea el maestro Albero el que maneje los mandos del hímnico “picú”.
Y Muñoz, ya cincuenta partidos en el banquillo nacional, continúa su rejuvenecimiento. Ya habla hasta de “movida” en la sala de Prensa. Sevilla se ha convertido en su particular balneario, una festiva consulta de la doctora Asland que quita las arrugas de la Copa de Ferias y mete en las carpetas de la prehistoria los goles de Zarra y Marcelino. En resumidas cuentas habría bastado con el gol primerizo de Baquero, un buen argumento para una película de “cow boys” con un final feliz y más pilas para la diligencia de Oklahoma. Los indios eran de Albania, pero peores cosas se han visto.