El pañuelo blanco de Quincoces, de Fernando Vadillo
Jacinto Quincoces fue uno de los grandes referentes del fútbol español durante casi 20 años. Desde que empezó a jugar en el Deportivo Alavés en 1923 hasta que se retiró en 1942 en el Real Madrid. Durante todo ese tiempo rindió a un muy alto nivel, y formó parte de una defensa mítica con su compañero de línea Ciriaco Errasti, primero en el club vitoriano y después en el Real Madrid, donde junto a Ricardo Zamora conformaron la defensa más característica del fútbol español anterior a la guerra civil.
Posteriormente, ya retirado, se dedicó al mundo del cine, protagonizando hasta seis películas, y al mundo de los banquillos, entrenando entre 1942 y 1960.
En 1981 el periodista Fernando Vadillo le dedicó este relato en AS, en el que repasa su vida desde sus inicios en equipos locales de Baracaldo, donde nació en 1905, pasando por el Deportivo Alavés, el Real Madrid y la selección española, con la que jugó 25 encuentros.
Hoy, a un año de distancia del Mundial España-82, nos vienen a la memoria las imágenes de los españoles del 34 que, tras vencer a los cariocas en Génova, empataron y perdieron en Florencia frente a la “Squadra Azzurra”, bien protegida por el árbitro suizo de marras, los liniers, los recogepelotas, los dirigentes y los alborotadores “tifosi”. Al cronista, que era entonces un crío de once abriles, le quedaron marcados a fuego en el corazón la gran tarde genovesa de Iraragorri, el golazo de Regueiro y, sobre todo, los despejes de Quincoces, el héroe de los chavales vitorianos, repartidos entre el asombro de los filmes “Nobleza baturra” y “La hermana San Sulpicio” y la veneración a Quincoces.
Le conocimos cuando el sol empezaba a ponerse en el fugaz imperio del equipo blanquiazul. Le llamábamos Chiri e imitábamos sus “tijeras” y “palomitas” en el patio del colegio con mucho más entusiasmo que acierto, porque Chiri, el gran Chiri, ¡aupa,Chiri¡, era un futbolista inimitable.
Era, para nosotros y creo que para todos, el mejor defensa del mundo. Quincoces llegó en 1922 a Vitoria, la todavía llamada Atenas del Norte, enviado por sus padres para recuperar las fuerzas perdidas en los partidos, uno, dos ¡y hasta tres partidos diarios¡, que jugaba en los conjuntos baracaldeses de Altos Hornos, La Giralda y San Antonio. Jacinto se metió a escribiente en una fábrica de calzados, pero añorabe el fútbol de tal manera que su tío, José Matute, camarero del Suizo, café de la calle Dato, donde formaban tertulia los jugadores y capistostes alavesistas, consiguió incorporarle al cuadro albiazul, que pateaba los balones en el campo de Cervantes, transformado luego en campo de Mendizorroza.
Eran los campos del “balcón de los sastres”, de las canciones de Alfredo Donay, el bardo de La Llanada, y del par de coplas que coreaban los seguidores alaveses en sus desplazamientos a Bilbao desde lo alto de las berlinas. Una servía para las victorias: “En los campos bilbaínos, el Deportivo gana, ¡rumba, la rumba, la rumba del cañón¡”, y otra para los tropiezos: “Si hoy hemos perdido, mañana ganaremos, ¡rumba, la rumba, la rumba del cañón…¡”.
Quincoces fue uno de los artífices del triunfo alavesista en la temporada 1926-27. En la temporada siguiente, los blanquiazules, que poseen el muro infranqueable compuesto por Ciriaco y Quincoces, son derrotados por el Barça en la semifinal del Campeonato de España. Los bilbaínos de San Mamés galantean a Quincoces, pero don Amadeo García Salazar, pese a que el defensa del pañuelo viste ya la camiseta española contra México en Amsterdam, y juega con el Barça en Argentina y Uruguay, consigue retenerle en el club de Vitoria. Al regreso de Quincoces de la gira americana, el Alavés, “no sea que nos lo birlen”, le asigna un sueldo de cien duros mensuales.
Y poco después, el día de San Isidro de 1929, se alinea con el conjunto español, que rompe la imbatibilidad de los ingleses en el continente. Ese año marca un hito en la historia del fútbol español y en la biografía de Quincoces. Las localidades se revenden a diez veces su valor, y quince mil hinchas desesperan al no poder penetrar en el Metropolitano. Ningún día de San Isidro tan jubiloso como aquel: por fín, los “pross” eran humillados, y la proeza española no se repetiría hasta 1950, con el gol de Zarra cantado por Matías Prats desde su micrófono de Maracaná. Por la victoria Quincoces percibió cincuentas duros de prima y la titularidad inamovible en el equipo nacional.
Asciende a Primera con el Alavés y reemprende sus partidos internacionales. En el verano de 1931, a los pocos días del advenimiento de la República, los dirigentes de Mendizorroza traspasan al Real Madrid a Quincoces, Ciriaco y Olivares por la cifra conjunta de doce mil duros, ¡qué barbaridad¡, y el once merengue puede presumir de poseer un trío zaguero irrepetible, porque Zamora, “El Divino”, se sitúa bajo el marco. Prodigio de fuerza, clase y seguridad, Quincoces cabecea balones entre continuos aplausos. El pañuelo en su frente no es signo de coquetería: “Es que empecé a jugar cuando los balones estaban tan zurcidos y remendados que te marcaban las huellas en la carne. Y luego…, bueno, seguí usándolo por costumbre y por un poco de superstición.”
Quincoces disputa su vigésimo quinto y último encuentro internacional el 19 de enero de 1936, frente al conjunto de Austria. España es vencida por cinco a cuatro en una tarde aciaga de Guillermo Eizaguirre, quien se justificaría aludiendo a la actitud levantisca de un grupo de espectadores apostados a su espalda.
El estallido de la guerra civil abre un paréntesis, de alambre de espino y humo de explosiones, en la vida de nuestros futbolistas. En 1940, Quincoces reanuda su carrera en el Real Madrid para disputar la final de Copa. “Del famoso trío Zamora-Ciriaco-Quincoces ya sólo quedaba yo, nos dijo un día Jacinto, rememorando sus años mozos; el 2 de noviembre de 1941 sufrí una lesión ante la delantera del Sevilla, la famosa Stuka, compuesta de López, Pepillo, Campanal, Raimundo y Berrocal, y colgué las botas…”
Quincoces, el coloso del pañuelo blanco, salió de Chamartín en brazos de las asistencias. Era domingo, su último domingo vocacional. Chamartín le rinde un homenaje al año siguiente, Chiri se embolsa treinta mil duros y, posteriormente, interpreta un papel en la película “Campeones”, realizada por Cesáreo González, y en la que intervienen Zamora, Polo y Gorostiza, el mítico “Bala Roja”, sobre un papel del gran periodista Manuel Gómez “Rienzi”. Corrían malos vientos para el III Reich, con la retirada del Africa Korps y el cerco de Stalingrado. Aparecía en España el noticiario NODO, los automóviles circulaban con gasógeno y del hambre nacía el estraperlo.
Quincoces salva airosamente su primer papel cinematográfico. Y continúa en los platós, como apunta Vizcaíno Casas en su estupendo volumen “la España de la posguerra”: “El actor revelación del año 1944 es Jacinto Quincoces, que interpreta con soltura el protagonista de “El camino del amor” y en los meses siguientes intervendrá en otras películas para luego volver al fútbol…”
Cierto, el fútbol es su mundo, y a su mundo vuelve como entrenador del Zaragoza, asesor y entrenador del Madrid, seleccionador nacional, preparador del Valencia y del Atlético de Madrid, de nuevo preparador del Zaragoza y, por último, delegado del Valencia.
Hoy, aun año del Mundial España-82, el viejo cronista evoca las imágenes de sus años infantiles en Vitoria. Los partidos del colegio, donde imitábamos las “tijeras” y las “palomitas” de Chiri, el baracaldés del pañuelo blanco que hacía vibrar a los asiduos de Mendizorroza y a los que, a falta de unas monedas, oteaban los encuentros desde el “balcón de los sastres”. Con el mismo entusiasmo que ojalá contemple Quincoces las jugadas del Mundial España-82. Porque si la carne envejece, el espíritu perdura. Y perdura en Quincoces, como su memoria perdurará eternamente en el mundo del balón.
Fuente: AS 13 de junio de 1981