Esnaola, un portero de leyenda, de Manolo Rodríguez
José Ramón Esnaola es uno de los futbolistas más importantes de la historia del Real Betis Balompié. Desde el punto de vista cuantitativo es el futbolista que más partidos oficiales ha jugado con el escudo de las trece barras en el pecho, y desde el punto de vista cualitativo son muy pocos los jugadores que presenten una hoja de servicios como la suya a lo largo de las 12 temporadas en las que defendió el marco verdiblanco.
En diciembre de 1987 el periodista Manolo Rodríguez le dedicó este reportaje en las páginas de ABC, a todo un portero de leyenda.
José Ramón Esnaola es mucho más que un recuerdo para el beticismo. Es una leyenda de carne y hueso que durante doce temporadas guardó las llaves de la caja fuerte. Fue el portero más importante en la historia del Real Betis, y se convirtió en continuador de una tradición que arrancó en el mítico “Agonía”, que siguió con Jesús “Manos Duras”, que adquirió su máxima dimensión con Urquiaga, y que tuvo como último gran referente al canario Pepín. En la saga de porteros, Esnaola fue, sin embargo, el más notable. Fue el seguro del ascenso; el ganador de una Copa, el superviviente de una década, el máximo tranquilizante para una afición que sabía que con Esnaola jamás habría problemas. Y jamás los hubo. Sencillamente porque Esnaola, con su seriedad y con sus silencios, tenía la rara virtud de hacerlo casi todo bien…y sin aparente esfuerzo.
Incluso hoy, cuando ya las cosas se han apaciguado, cuando los postes de Villamarín hace dos temporadas que echan de menos al vasco, Esnaola sigue asomándose de puntillas a los medios de comunicación. Su vocación jamás fue la de las estrellas, pero el destino lo marcó bajo ese signo. Siempre rehuyó los focos, nunca quiso el protagonismo, pero nadie podía silenciar que sus manos tenían imán, que sus reflejos eran de felino y que su profesionalidad estaba por encima de los avatares.
Así fue desde que empezó a parar balones allá en San Sebastián. Durante ocho años pudo acariciar la máxima ilusión de todo donostiarra, ser titular de la Real Sociedad, pero un buen día, cuando ya tenía veintisiete años y lo había alcanzado casi todo, le llegó la oportunidad de fichar por un Betis que se encontraba en Segunda. Y aceptó. “Yo me encontraba de vacaciones en Salamanca, y me llamaron de la Real para que me entrevistara con José María De la Concha. Así lo hice, y nos entendimos en seguida, no hubo problema”.
– ¿Pero por qué da ese paso, qué le convence?
– Muy sencillo. Yo tenía veintisiete años y tenía por detrás en la Real a dos porteros espléndidos como Urruti y Artola. Yo sabía que en Atocha me quedaban, como mucho, dos o tres temporadas, mientras que en el Betis pensaba que podría tener por delante cuatro o cinco años de carrera deportiva.
Esos eran los pensamientos de Esnaola en aquel tórrido verano del 73. El año en que cometió su único error. El pensaba quedarse en el Betis un lustro y sin embargo estuvo doce años. Una larga singladura en la que hubo de todo, incluso alguna que otra anécdota que merece la pena recordar ahora que ya los tiempos son otros.
– Cuando me casé, vine de viaje de novios a Málaga, y pasamos algunos días en Utrera, donde mi mujer tiene unos parientes. Aquellos días en Utrera fueron de un calor tan agobiante que le llegué a decir a mi mujer: Vámonos de aquí, que yo a Sevilla no vengo más que a jugar contra el Sevilla y contra el Betis…, y fíjate.
En los libros de Esnaola no estaba vivir el Betis y vivir Sevilla, pero tampoco encontró graves problemas de adaptación.
Los verdiblancos pagaron por su traspaso doce millones de pesetas, y debutó en La Línea, en un trofeo veraniego, con final televisada, en la que terminaron imponiéndose los heliopolitanos a los penaltis. Como si eso ya fuera una premonición. Por entonces compartía hotel con otros recién llegados, como Sabaté, e incluso con un yugoslavo que estaba a prueba, un tal Lazarevic, “que se daba cabezazos en las paredes porque no podía soportar el calor”.
Aquella primera temporada estuvo ribeteada de felicidad y de ascenso. Era lógico, “el Betis había reforzado bien el equipo, y supo conjugar la veteranía con la juventud”. En base a esa lógica dio el salto a Primera. Esnaola aquel año jugó partidos memorables en Baracaldo y Vallecas, pero, al mismo tiempo, debió padecer el trago más amargo de su vida deportiva. “Fue en Villamarín, y jugando contra el Tenerife. Ibamos ganando por uno a cero cuando el partido se acababa, y entonces lanzaron los isleños una falta desde la altura de los fosos. Yo atrapé el balón, pero se me escurrió por debajo de las piernas, y entró en la red. Entonces vi como Szusza se levantaba del banquillo y se iba para el vestuario haciéndole gestos a la grada de que yo era el culpable del empate. Eso me sentó muy mal. No debió hacerlo nunca”
Es cierto, no debió hacerlo. Esa cruel historia no la olvida Esnaola, por muchos años que pasen, pero tampoco le sorprende, ya que “Szusza jamás estuvo de acuerdo con mi fichaje y con el de Cardeñosa. Le parecíamos bajitos”.
Incluso hay quien dice que la opinión de Szusza pesó mucho en Kubala, quien olvidó siempre a Esnaola en las convocatorias internacionales. No lo citó más que para una suplencia en Cagliari, por lo cual sus únicas galas en la selección las vistió en Novi Sad, en un encuentro contra Yugoslavia en el equipo sub 23. Es quizá la única espina con la que se fue del fútbol.
En el Betis, sin embargo, el camino siempre fue grato. Conseguido el ascenso llegaron temporada de ajuste en espera de la Gran Copa. Pero antes, en el 74, sufrió el vaivén de una lesión ocular, “producto de un pelotazo de López durante un entrenamiento”, que afortunadamente no pasó a mayores, a pesar de que los primeros estudios fueron preocupantes.
Tras Szusza llegó Iriondo, se consolida el equipo, Esnaola mantenía su línea de regularidad y el Betis caminaba como un tren hacia su cita en el Manzanares. Esa Copa del 77 que ganaron tantos, pero en la que el argumento decisivo fue José Ramón Esnaola Larburu. Aquello, como el mismo portero reconoce “fue muy fuerte, muy fuerte desde el principio por el ambiente que había en Sevilla, y por el aspecto que presentaba el estadio. Aquello no se puede olvidar”. Y no lo olvida. Recuerda que durante toda la semana trabajó Iriondo sobre la posibilidad de que el Athletic colgara balones a la cabeza de Carlos, y recuerda, como algo suyo, que siempre tuvo la convicción de que, en caso de que fueran necesarios los penaltis, Dani iba a cambiar su estilo, que le iba a lanzar al lado derecho. Y así fue.
“No intuí los cuatro primeros, pero obligué a Dani a romper su norma. Por eso se lo cogí”. Más tarde le paró otro a Villar, y perdió los nervios cuando García Carrión no dio por buena su parada a Rojo, “es que fue descarado. Iríbar se movía siempre y no le decía nada. Conmigo, sin embargo, era implacable… Me acuerdo que Rogelio le dijo de todo”.
Por fin, como último episodio, llegó su penalti. “Yo no había tirado nunca y no sabía cómo podía salir aquello. Me fui muy convencido para la pelota, le pegué a mi derecha y entró”. Desde ese momento, Esnaola se supo triunfador. Había pasado el peor trago, y por eso, incluso entendió la soledad mortal de los porteros cuando le detuvo su castigo a Iríbar. Se dijo para sus adentros “hay que ver si me hubiera ocurrido a mí”, y de pronto se vio en hombros, con la medalla de la Virgen del Rocío en el cuello y envuelto en una vorágine que tuvo continuación en el aeropuerto, “donde me dio palmadas en la espalda toda Sevilla”.
El era el triunfador y ese fue el peso de la púrpura. Fue el máximo símbolo de la Copa Grande, y “uno de los culpables, como todos” del descenso que siguió a aquello. Un descenso que presagió en el Vicente Calderón, tras el empate a uno, apenas comenzar la Liga, porque “teníamos una plantilla muy corta, demasiado justa…aquello se hizo mal”. Tan mal que no se consolidó la mejor estructura de equipo que tuvo el Betis contemporáneo. Tan mal que el ascenso costó sangre, sudor y lágrimas, y tan mal como que se perdió una oportunidad dorada.
Pero en aquello, en todo aquello, a las duras y a las maduras, estuvo siempre el Portero con mayúsculas del Betis, el que conoció toda una generación de béticos, el que sigue presente en la conciencia colectiva de la afición. Un vasco que se fue del fútbol con treinta y nueve años. Como si el tiempo hubiera respetado su categoría.
Fuente: Manolo Rodríguez en ABC 6 de diciembre de 1987