Historia de una frustración, de Luis Carlos Peris.
En julio de 1988 llegó al Betis, procedente del Atlético de Madrid, Roberto López Ufarte. Su paso por el conjunto colchonero en la temporada precedente había sido muy malo, pero la máquina de devorar entrenadores y futbolistas que era el equipo rojiblanco en la primera temporada de Jesús Gil no parecía ser un referente claro de su valía.
López Ufarte, con 30 años recién cumplidos, había sido jugador de la Real Sociedad durante 12 temporadas, jugando de extremo izquierda. Su calidad técnica y su visión de juego contribuyeron a la mejor versión del equipo donostiarra a lo largo de su historia, logrando de forma consecutiva los dos títulos de Liga en 1981 y 1982. Y formó también parte de forma habitual de la selección española entre 1977 y 1982.
Su fichaje por el Betis supuso una tremenda sacudida para la afición, que se ilusionó de forma desmedida con la presencia del Pequeño Diablo. Sin embargo la decepción fue mayúscula, pues el rendimiento del futbolista fue muy escaso, y no contribuyó en la medida que se esperaba al rendimiento del equipo, que bajó a Segunda División al término de la campaña 1988-89.
En los inicios de la temporada 1989-90 López Ufarte sólo participó en encuentros amistosos y la directiva de Hugo Galera inició conversaciones para conseguir desligar al futbolista de la entidad. Tras meses de tira y afloja en noviembre de 1989 se llegó a un acuerdo para la rescisión del contrato del futbolista a cambio de una liquidación sustanciosa por casi 24 millones de pesetas y la renuncia a otro 30 que le correspondían.
En las páginas de Diario 16 Andalucía el periodista Luis Carlos Peris se hacía eco de la tremenda decepción que supuso el paso de López Ufarte por el equipo verdiblanco.
Estaba muy reciente cierto domingo en Las Palmas, un Domingo de Pentecostés en que el Betis no sólo le vio las orejas al lobo, sino el lomo y hasta el rabo.
La directiva que presidía Gerardo Martínez Retamero tomó la sublime decisión de abandonar la política de austeridad que tan mal resultado 87-88 había ofrecido y vio el momento de tirar la casa por la ventana.
Fueron a Buenos Aires por el portero campeón del mundo y, en plena espiral consumista, arribaba a Sevilla un futbolista que ilusionó al beticismo como hacía mucho tiempo que no se ilusionaba. Llegaba al Betis Roberto López Ufarte, un futbolista que, decían, podía rememorarlas cosas que Julio Cardeñosa prodigaba por la pradera heliopolitana.
A su conjuro se revolucionó la afición bética y a su señuelo volvieron muchos a sacar el abono. El día que firmó se formó un lío en el Villamarín para verle pelotear rayado en verdiblanco. Había llegado un nuevo ídolo para un equipo que se había sumido en la mediocridad a ritmo de progresión geométrica. Con López Ufarte, el Betis podía ser cualquier cosa menos vulgar y los cazaautógrafos volvieron a merodear por Heliópolis.
A tan excelso futbolista le pusieron el comodín en la mano para que triunfase y la primera vez que saltó a la cancha—amistoso contra Paraguay—lucía el brazalete de capitán.
Estábamos ante el nacimiento de líder y en el primer partido de Liga Heliópolis se puso a revienta calderas para ver al Betis de López Ufarte frente al Sporting. Pero aquel mismo día se desmoronó un castillo que se había cimentado sobre arenas movedizas. Ni hasta los penalties verdaderos se los cobraba y ya no levantaría cabeza el motejado “Pequeño Diablo” por Rainiero. Y es que aquello de Mónaco había pasado casi tres lustros antes y para nadie pasa el tiempo en vano. La novela rosa del verano se convirtió en la historia de una frustración que terminó como no hace falta recordar.
Algo más de un año después de aquel julio jubiloso, el divorcio entre el Betis y López Ufarte se ha consumado y ayer se levantaba acta del desastre. Llegó firmando autógrafos y ayer seguían pidiéndoles fotos dedicadas en las prosaicas oficinas laborales. El Betis se fue a Segunda con López Ufarte y volverá a Primera sin que el otrora Pequeño Diablo pueda contribuir a ello. Se consumó la historia de una gran frustración que ni siquiera pudo impedir ese formidable terapeuta de grupo que se llama Juan Corbacho. Y es que las cosas son como tienen que ser y casi nunca como se quiere que sean.