El hombre que devoró un zapato viendo un partido de fútbol
Traemos hoy a los relatos de fútbol que publicamos los domingos uno publicado en el diario deportivo bilbaíno Excelsius el 2 de julio de 1936, firmado por Eulogio de Aldecoa y que, en clave humorística, relata lo sucedido en un partido de la local bilbaína entre el Santuchu y el Guecho.
Nadie se ofenda si tenemos la sinceridad de publicar que el fútbol es un espectáculo al aire libre que no se adapta a todos los temperamentos. Un partido eliminatorio entre equipos de modesta categoría brinda lecciones provechosas a los psicólogos y neurópatas.
A todas las Sociedades dedicadas al cultivo del balompié sugerimos una proposición interesante. Colocar en la parte superior de las taquillas este letrerito: “Se prohíbe la entrada al campo de las personas afectadas por enfermedades nerviosas”. Sólo así podrían los espectadores sensatos y pacíficos presenciar los encuentros futbolísticos sin molestias de ningún género. Distrae más ver a un hincha gesticulando como un epiléptico que a un jugador enemigo metiendo el balón en la red.
Tampoco sería desacertado abolir eso de “General”, “Preferencia”, “Gradas”, “Palcos”, y otras denominaciones comunes. Sería más práctico y consolador distinguir las entradas según el carácter y disposición del público, habilitando localidades especiales y aisladas. Por ejemplo: “Para silbar solamente”. “Para silbar y pronunciar palabras reñidas con el respeto y educación deportivas”. “Para molestar al árbitro, a los jugadores y al prójimo”. “Reservado a las personas serias y formales”, etc, subiendo la tarifa de precios de las localidades cuanto mayor sea la concesión de libertad de vocabulario malsonante y gestos de mamíferos unguiculados.
Enfrente tenemos el campo del Santuchu. Detrás, unos terrenos de labranza colosalmente custodiados por su dueño y señor, armado de una vara flexible. A la derecha una portería o goal. A la izquierda, sentados sobre un declive tapizado de hierba, hay un matrimonio con una niña de unos cuatro años, atareado en desatar un voluminoso paquete con manchas de grasa sobre la superficie del envoltorio. En el campo se libraba a la sazón una rabiosa batalla entre el Santuchu y el Guecho.
Aprovechando un fault, una solemne patada a los tobillos como para hacer una visita de urgencia a un gabinete ortopédico, giramos la cabeza a la izquierda y lanzamos una mirada oblicua y amorosa al paquetito de marras objeto de nuestra obsesión y causa manifiesta de nuestra intranquilidad y desvelos. Contenía algo serio, que soliviantaba la apacibilidad del estómago más ecléctico. Descansando sobre una otana, cortada por el centro, entre dos tapas de círculo desmesurado, como para celebrar una corrida de toros, yacían unas valientes tajadas de merluza frita cuidadosamente enfiladas. Encima de las tajadas, rodajas de pimientos fritos con el hocico puntiagudo y agresivo. Sobre los pimientos fritos dormía la siesta una brillante fila de tajadas de ternera albardada. ¡La pila de Volta en charcutería! Los amenos alrededores estaban magníficamente adornados con fruta de variado género.
Ascendía un tufillo provocador y apetitoso, que enervaba los sentidos hasta la inconsciencia. Añorábamos el chacolí sencillo, henchido de aromas campestres y rodeado de paisaje bucólico, para una saturación de vitaminas a base de cazueladas, hasta el vil hartazgo con propensión al artritismo. La nena, quejándose con mohín pamplinoso, se descalzó y colocó sus blancos zapatitos en las proximidades del escenario de la horrenda merienda, porque martirizaban sus pies diminutos. El feliz marido, dominado por un sueño devorador, no apartaba la vista del campo. Instintivamente alargaba la mano izquierda, la sumergía en el paquete, agarraba una tajada y se la llevaba a la boca. Adquirió tal confianza practicando este hábito gastronómico, que en una ocasión, precisamente en el instante en que se producía un barullo cerca de la portería del Santuchu, tanteó en falso y sufrió una lamentable equivocación.
Divisamos que un objeto blanco, el zapato de la niña, se agitaba en su boca, por la cual iba introduciéndose poco a poco con suaves estremecimientos de voluptuosidad. Absorta su atención en las fases del partido de balompié, deglutía y masticaba el calzado como si fuera queso de bola auténtico. En aquel momento nos hubiera complacido admirar la expresión enternecida de los seres sometidos a un ascético régimen de alimentación por el sistema del doctor Vander. Allí no hubo escamoteos de barraca ni trucos de prestidigitación. El hombre de la merienda engullía suela auténtica con la sonrisa pintada en los ojos.
Faltaban escasamente dos milímetros para que el tacón del zapato se internara cautelosamente en los dominios de la boca…Ya tomaba contacto con los labios glotones…Ya pasaba bajo el arco de los dientes amenazadores…Llegó, por fin, al departamento de trituración…Cuando los molares ejecutaron su misión, el tacón machacado aguardó bajo la bóveda bucal, esperando abriesen las puertas del plano inclinado que conduce directamente al estómago.
Un nuevo tanto maravillosamente realizado por el Guecho, una contracción nerviosa experimentada por el hombre extraordinario, acompañada de un “!gló!” clarísimo, y el zapato rodó por el tobogán a los calientes abismos estomacales, donde probablemente estará buscando a su compañero.
No volveremos a hollar un campo de fútbol. Estas escenas gastronómicas excitan el apetito de tal manera, que perturban la placidez de la economía doméstica.
Fuente: Eulogio de Aldecoa en Excelsius 2 de julio de 1936