La abuela del Betis, de Antonio Hernández
A lo largo de los últimos 25 ó 30 años han sido varios los personajes femeninos que han quedado englobados dentro de este calificativo de «la abuela del Betis».
Hasta el punto de que ya en 1994 en el diario deportivo AS el escritor Antonio Hernández le dedicó un artículo de homenaje y reconocimiento a una abuela del Betis por entonces fallecida.
El Betis es un club tan singular que hasta tenía una abuela. Era la que le echaba los piropos más bonitos y la que llevaba los colores de su camiseta en el rodete, como si quisiera airear una bandera en su cumbre. Se llamaba Carmen Ruiz Pacheco, y murió el domingo de Carnaval sin ver a su equipo, La Murga según los sevillistas, en el retorno deseado a la Primera División.
A lo largo de su vida de casi un siglo sufrió las espantadas de muchas plantillas béticas, y bailó por sevillanas corraleras cuando las cosas del gol se le pusieron favorables en su corazón predispuesto a la alegría. Viajó por toda España con su Betis, y en cada gira dejó por sus ciudades un aroma de otros tiempos, en los que el lema de la gente era vivir a quemarropa contra las consignas y las estrecheces. Se enamoró del Betis porque tenía un presidente torero, Sánchez Mejías, y porque en Sevilla los toros y el fútbol forman una familia que busca la estética de ley, donde el corazón encuentra la bocanada fresca de un arabesco insólito o cualquier otra manera de añadirle a la sordidez de la vida un tirabuzón, una guirnalda, un adorno de transparencia.
Y conoció a Papa Jones, aquel presidente de los verdolagas que sólo no cumplió un juramento de morir junto al romano Betis, porque con la I Guerra Mundial de los sustos, un día se fue a defender a su patria y, como su paisano Mambrú, nunca pudo volver a la que más quería, la del pescaíto frito, el vino de Jerez poniendo rubios los corazones y un cante que nace en las grutas más hondas del hombre y se dispara por sus sueños hasta lo más remoto de las más lejanas estrellas.
La vi cantar en la final de la Copa del Rey que se llevó el Betis para Sevilla tras haber metido en la jaula de los penaltis al león de San Mamés; decir poemas vagabundos en los que las palabras amo y campeón ocupaban los finales de los versos alternos; desgañitarse en el Villamarín animando a los suyos y con las lágrimas como dos heridas de agua si los suyos perdían.
Carmen era la otra Carmen sevillana, trabajadora de sol a sol y de esa propina de sombra que es la noche; la que Merimé no vio ni está en una novela desenfocada hasta el astracán, aunque esté escrita en la épica de un club que puede hacer la mejor faena en el peor de los sentidos, pero también la que se reservaba los domingos para convertirlos en una fotocopia del cielo, y cuya senda más segura era la que conducía por el Paseo de la Palmera hasta Heliópolis. Ya está allí permanentemente, encima de una nube o filtrándose en un rayo de sol que empuje el ánimo de los que llevan sobre su piel la bandera de Andalucía, gritando “viva el Betis” y haciendo afición entre los ángeles.
Se ha muerto un símbolo, pero más que el símbolo vetusto y bueno de un equipo, de una vida que hay que vivir con entusiasmo, con generosidad, por sevillanas. Y ahora, hasta los sevillistas, que son buena gente y como un remedo en daltónico de los béticos, habrán echado unas lágrimas.
Los jugadores del Real Betis Balompié, que siempre han tenido aires de hombres de lidia, el domingo que viene deben de brindar al cielo.
Fuente: Antonio Hernández en AS 2 de marzo de 1994
Pido disculpa la v y la b están junta