Memoria personal y viva, de Javier Marías
No cabe duda de que el mundo del fútbol cambió vertiginosamente en la década de los 90 del pasado siglo. En ello influyeron 3 cosas: 1) la conversión de los clubs de fútbol en sociedades anónimas en 1992, con ello los socios perdieron todo poder de decisión y control, que pasó a manos de los accionistas 2) la llegada del mundo de las televisiones al mundo del fútbol, que hizo fluir ríos de dinero y más dinero 3) la aplicación de la llamada Ley Bosman en 1996, que permitió la libre contratación de futbolistas extranjeros
La conjunción de estos tres factores produjo dos consecuencias inmediatas que aún hoy estamos padeciendo: la aparición de personajes de dudosa moral que acudieron como moscas al panal de miel, en el caso futbolístico los máximos accionistas al hilo de los millones de euros 2) la desnaturalización de los equipos, que cada año cambian y recambian sus plantillas, sin un mínimo de continuidad e identificación con los sentimientos de los aficionados
Estos aspectos ya fueron denunciados en la década de los 90. Como ejemplo traemos aquí este artículo del escritor Javier Marías en El País en 1997
En el mundo del fútbol están ocurriendo cosas muy extrañas, y no es la más rara la proliferación de jugadores extranjeros o semiforasteros en los equipos de toda la vida, aunque esa circunstancia presenta algunos inconvenientes notables, además de las evidentes ventajas.
Si yo fuera presidente o entrenador de un club ( el Señor no lo permita) no alinearía nunca, por muy buenos que fuesen, a más de cinco jugadores foráneos al mismo tiempo, por una razón que nada tienen que ver con el patriotismo ni tan siquiera con el deseo de fomentar la cantera nacional, sino con la continuidad y con la historia.
Lo normal es que el aficionado al fútbol lo sea desde pequeño, y por eso reaparecen en él rasgos enteramente infantiles durante la contemplación de un partido: el temor, la zozobra, la alegría, el bochorno, la rabia, hasta las lágrimas. Hay individuos que en el resto de sus actividades jamás permiten aflorar al niño que fueron, y sin embargo en el fútbol dan rienda suelta sin sonrojo a sus reacciones más pueriles. Esto significa que desde muy temprano han sabido distinguir las rivalidades, el sentido de ciertas victorias y de ciertas derrotas, el orgullo de ganar con limpieza y la humillación de perder sin lucha o con injusticia. Y lo mismo ocurre con los jugadores aquí criados: desde niños han asistido a una tradición, guardan en la retina imágenes del pasado, goles decisivos, regates, remontadas, proezas, fallos estrepitosos y genialidades de quienes fueron sus ídolos o sus adversarios. En tres palabras, tienen cuentas que zanjar, claman venganza o necesitan hundir una vez más a sus contrarios, han almacenado emociones.
Un futbolista extranjero, por mucho que intente trasladar las rivalidades de su país al nuestro, por mucho que se le explique que un colchonero desea más que su bien el mal del Madrid, o que un bético aspira por encima de todo a que, como ocurre este año, el Sevilla esté en Segunda, no podrá tener nunca memoria personal y viva de la trayectoria de los equipos.
Con sólo profesionalidad y técnica no se puede jugar a algo tan pasional como el fútbol. He visto hace poco al Deportivo de La Coruña (también yo escribiré siempre esa forma en castellano, y aviso a un lector: los nombres de las personas no se traducen, los de las ciudades, sí. De nada, Arturito), y, tan lleno como está de talentos brasileños, resultaba un equipo blando, sensato, sin ambición, sin cuentas pendientes y sin memoria, un desastre.
Muchos más equipos con tan alto porcentaje de extranjeros, y el juego se hará aburrido, por bien que le peguen a la pelota. Cuanto digo salta a la vista en los jugadores de la región de sus clubs sobre todo, pero también en los de otras zonas, que han seguido muchos campeonatos en todo caso; hay afán en Raúl, en Guardiola, en Guti, en Sergi, en Alfonso, en Hierro, en el Athletic de Bilbao en pleno.
El fútbol no es ni será sólo calidad y pizarra, porque en él están también los sentimientos que rigen la vida: hay coraje, hay solidaridad, hay vergüenza, hay revancha, hay nobleza y hay encono. Quítenle todo eso y se habrá acabado la gallina de los huevos de oro televisivo.
Claro que todo puede esperarse de sus dirigentes. Es ese justamente el fenómeno más raro: cuanto menos brutos y elementales son los futbolistas y los entrenadores, más bestiales son a menudo los directivos. No sé por qué perverso proceso lleva a que se erijan en presidentes de clubs individuos malcarados, groseros, chuscos y despóticos. Suelen ser gente con dinero, tanto que algunos se han hecho dueños de sus sociedades, pero tampoco acabo de ver la relación obligada entre la posesión de una fortuna y la zafiedad de espíritu y de maneras (uno del Valencia contestó hace poco a la pregunta de qué tipo de entrenador quería: “Europeo y con cojones”; supongo que se los mirará antes de contratarlo).
Los hay toscos y chulescos en estado puro, los hay además sibilinos, los hay beatos y con cara de iluminados. Lo peor es que son de una antipatía arrolladora.
Debería llevar yo más cuidado, porque luego viene un crítico literario algo chalán a denunciar que en mis artículos insulto a angelitos probos como ellos; será que se siente el crítico de la misma calaña. Pero es posible que la gallina de los huevos de oro empiece a petrificarse antes de lo que imaginamos: si para seguir el fútbol hay que ver a menudo a estos sujetos broncos, será cuestión de ir pensando en quitarse.
Fuente: Javier Marías en El País 1997