Salzillo le robó la cartera a Martínez Montañés, de Francisco Correal.
El Domingo de Resurrección de 1988, en jornada matinal, Betis y Murcia empataron a 0 en el Villamarín. Un traspiés del equipo verdiblanco en casa que venía a complicar su situación; la semana anterior el Betis había ganado en el Nou Camp, pasando de la posición 19 a la 16. Pero este empate volvió a meter al Betis en peligro, a falta de 7 jornadas para el final de la Liga.
El partido debió de ganarlo el Betis, que estrelló hasta 4 balones en los palos de la meta murciana, en remates de Rincón, José Luis, Sánchez Vallés y Chano. También se le complicó mucho el asunto al Betis con la expulsión del centrocampista bético José Luis en el minuto 45, cuando dio un claro manotazo en la cabeza a Cordero.
En las páginas de Diario 16 Andalucía el periodista Francisco Correal, en su espacio Grada y Palco, nos dejó este artículo al día siguiente con su habitual estilo.
La mayoría de los historiadores registran en sus crónicas las batallas que libran las grandes potencias, pero apenas queda huella narrada de lo que acontece entre los contendientes del montón, trátese de países, sectas religiosas o equipos de fútbol. Waterloo y las Termópilas son frescos bélicos para loor necrológico de mariscales áulicos o caudillos rumbosos, las escaramuzas de los modestos no dejan otra herencia que las lágrimas de los vencidos y el anónimo adiós a los finados.
Una pena bética, una penibética afrenta. Salzillo le robó la cartera al “oriundo” Martínez Montañés. Betis paradójico: resucita el Domingo de Ramos y agoniza el de Resurrección.
Heterodoxo el equipo de Buenaventura y Ríos, más Manilibetis que Currobetis en día de albero y chiqueros. Empatar a cero con este Murcia tras la proeza del Camp Nou es tan frustrante como la pretensión de ser lascivo y voluptuoso con una muñeca hinchable; ingrata tarea, idilio quebrado.
“Estoy en un estado lamentable, no me encuentro en condiciones anímicas para juzgar la expulsión de José Luis. Esto no hay corazón que lo aguante, voy a buscar una pastilla porque esto no hay corazón que lo aguante”. Sigue Gerardo Martínez Retamero, el presidente bético, configurando su vitola de antihéroe, de villano sevillano, más próximo a Juana de Arco que a Benito Villamarín.
Eran los minutos del descanso. Retamero—ayer la afición no lo increpó—necesitaba una pastilla para ponerse a funcionar, lacónico y meditabundo, sentimiento trágico de la vida, palco y cadalso, pisacorbatas y patíbulo, confiaba en la sutileza psicológica de Pedro Buenaventura, regente y valido: “Lo único que queda es apelar a la profesionalidad de los diez que quedan en el campo para que se maten…”
Para que se maten. Contraataques a lo bonzo, kamicazes de la cantera, el simbolismo macabro y temerario que provoca la ausencia reiterada de alegrías, “bonjour, tristesse”, sin la rubia Jean Seberg y con Taboada Soto.
Como todos los domingos que el Betis juega en Heliópolis, José Luis Ruiz, director del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, sale del Hotel Tartessos y busca ansioso su dosis de cannabis verdiblanco, una hierba de primerísima calidad que limita al Norte con el Instituto de la Grasa y al Sur con el estruendo de la Peña el Chupe.
Y Ruiz podría sugerirle una receta contundente a Martínez Retamero para redimirlo de la modorra y del suplicio. Un Festival monográfico para que el mandatario bético superase la crisis galopante. Pase usted, señor presidente, cincuenta y cinco días en Pekín, evite los cuatrocientos golpes de la promoción, sube los treinta y nueve escalones del voladizo y saque el billete para un tranvía llamado Rogelio, cuídese del Grupo Salvaje y no busque empates con tablas y a lo loco, actúe con diligencia para no volver a caer en las garras del imperio Del Sol, al final de la escapada le esperan en el templo maldito, siete negativos para siete hermanos y mucha atención, no salga de Novalim para entrar en Nobalón.
La renta de Barcelona se quedó en calderilla, que se maten, que se sigan matando, porque el camino es angosto y está surcado por cíclopes riojanos, escualos canarios y sierpes mallorquinas, un vía crucis ralentizado, una ruleta rusa en la que sobrevivir es el objetivo. No hay corazón que lo aguante, urge un trasplante, una diástole que contrarreste la catástrofe. Pascal, compatriota de Kopa y de Platini, decía que hay razones del corazón que la razón no comprende. El Betis, lo bético, es incomprensible dentro de estas coordenadas pascalianas.
Lejos del Ateneo y de la cátedra, a pie de voladizo, lo explicaba un socio en términos más drásticos: “Están los del Betis como las borregas cuando llega la tormenta, todas amontonás”.
Era el susodicho aficionado un crítico severísimo de las acciones de Gabino Rodríguez, ángel desangelado, querubín sin resortes en un partido que fue de los guerreros más que de los poetas, más de rabias que de ideas, oleadas infecundas, forcejeo casto, tan viril como inútil. La historia nunca hablará de este partido, se recordará la anécdota del sopapo punible, la expulsión del gallego, tarjeta roja directa que dicen los cursis, y el Betis con un hombre menos, la leyenda, su gloria y su enemiga, hazañas béticas de porfía y denuedo, tanto para tan poco, cuatro disparos en los postes, cuatro vicegoles, nada a fin de cuentas, una avalancha permanente que siempre moría en el área chica, en los dominios de Amador, beneficiario de esta historia de desamor, de esta tibia mañana de resurrección.