Supersticiones, de Manolo Rodríguez
Hoy en día los técnicos, y el equipo que les acompaña, manejan multitud de estadísticas, porcentajes, informes físicos, casuísticas, etc, y todo ello con multitud de programas informáticos que analizan y desmenuzan el rendimiento y el despliegue físico de cualquier integrante de la plantilla a lo largo de toda la temporada.
Frente a esta evolución del fútbol moderno el fútbol de antes era otra cosa. Viene ello a colación de este artículo del periodista Manolo Rodríguez en las páginas de Diario 16 Andalucía de marzo de 1985, que giraba en torno al mundo de los entrenadores y las supersticiones, centrado en la figura del técnico gallego José Antonio Naya en su devenir por el banquillo del Granada CF en la Segunda División de la campaña 1984-85, y que nos narra una maravillosa anécdota de Helenio Herrera en su etapa de técnico sevillista entre 1953 y 1957, en un partido disputado en La Condomina murciana.
Frente a esa visión casi mágica del mundo del balón ya en ese década de los años 80 comenzaban a manejarse estadísticas y porcentajes, aún de una forma rudimentaria, pero que eran la simiente de un fútbol mucho más avanzado.
Me reí mucho leyendo las historias de José Antonio Naya, ese entrenador del Granada que plantaba ajos “machos” y mandaba saludos a directivos desconocidos. Un curioso exponente de una especia que todavía sobrevive en este calvario de deudas y letras devueltas. Un elemento surrealista en este valle de lágrimas y pragmatismo miserable.
Porque, ciertamente, no es nuevo encontrarse entrenadores supersticiosos en el mundo del fútbol. Fue una constante durante mucho tiempo, y todavía lo sigue siendo en muchos estratos de nuestro balompié.
Como mero recordatorio, podría citarse la afición de algunos técnicos a lucirá la misma ropa durante toda la competición, su deseo de salir los últimos de la caseta, el condicionar el color de los jerseys de los porteros, o el ocupar un lugar determinado en el foso. Los hubo incluso que fueron más allá de sus creencias irracionales conjurando a los futbolistas en torno a un balón o a una bota, o que obligaron a los jugadores a mentalizarse frente a un espejo.
El propio Helenio Herrera, mezcla de visionario y de charlatán de feria, protagonizó comportamientos como el registrado en Murcia, cuando era entrenador del Sevilla, al darle dos vueltas completas al terreno de juego antes de que sus hombres saltaran al campo. Al volver a la caseta, después de haber oído todos los improperios imaginables, H.H. les dijo: “Ya podéis salir sin miedo. Ya está todo resuelto”. Uno de los futbolistas le replicó. “Míster, ahora estarán más exaltados. No creo que los haya calmado de esa manera”. Helenio Herrera respondió: “Sí, porque los he dejado roncos”.
Estas cosas pasarán y seguirán pasando mientras que haya alguien que entienda el fútbol desde una perspectiva milagrera y sobrenatural. Pero habrá muy pocos como Naya, al que de nada le han servido, sin embargo, sus remedios caseros y parapsicológicos.
Hoy, de cualquier modo, parece que la tendencia es otra. En esta hora, los entrenadores del fútbol español—salvo excepciones—están más pendientes de los porcentajes y de las estadísticas que de los dictados del corazón. Muchos de ellos se han convertido en técnicos burocratizados que apuntan cualquier incidencia en sus cuadernos de bitácora, y que teorizan horas y horas sobre los elementos externos que inciden en los planteamientos globales de las jugadas de contraataque. Yo, Dios me libre, no denigro esta nueva manera de trabajar de esas gentes serias y coherentes. Me parece que ése es el camino.