Un veneno sin antítodo, de Tomás Furest
Este relato del periodista sevillano Tomás Furest forma parte de esa joya publicada en 2007, con motivo del Centenario del Real Betis Balompié, llamada «Relatos en verdiblanco». Se recrea la historia de un niño criado en una familia sevillista, Jesús Olmedo, que se hace bético en la distancia a final de la década de los 50.
Tomás Furest nació en Sevilla en 1951 y ha colaborado en diversos medios de comunicación desde 1974: Pueblo, Torneo, Nueva Andalucía, El Correo de Andalucía y Canal Sur.
Un veneno sin antídoto
“Niño, este equipo es de la ciudad en que tú naciste, pero nosotros somos del Sevilla”.
El Betis acababa de ganar el Trofeo Concepción Arenal. Jesús, a pesar de las palabras de su padre, había tomado en silencio, con sólo cinco años, la primera decisión importante de su vida: hacerse bético. Miraba a Luis del Sol, que levantaba la copa, y sentía un orgullo tan grande de ser de aquel equipo que llegó a la conclusión de que era bético desde que nació, aunque no lo supiera. Lo que no podía comprender era que su padre, que lo sabía todo, no se lo hubiera dicho nunca y le viniera ahora con esa milonga de que ellos eran del Sevilla. Cosas de los padres, a los que no hay quien entienda, pensó. Para que no hubiera dudas de cuáles eran sus sentimientos, al llegar a su casa le pidió a su madre que le enseñara a escribir su nombre, Jesús Olmedo. De segundo apellido, en vez de Madroñal, se puso bético hasta los huesos. Como le resultaba complicado escribir hueso decidió pintar unos iguales a los que daba de comer a su perrita Niebla, un cruce entre Mastín y San Bernardo que engullía todas las sobras de la cocina de El Arsenal y que más que una perra parecía un caballo. Su madre lo abrazó con ternura y le hizo ver que era mejor que su padre no se enterara de que era del Betis porque se iba a llevar un disgusto. “ Será nuestro secreto”, le dijo mientras le guiñaba un ojo y le daba un beso muy especial, distinto, “porque ya eres un hombrecito”.
Aquella noche no pudo dormir. Cerraba los ojos y veía una y otra vez la película de la final: a Otero volando como un pájaro para impedir que marcara Suco; a Del Sol corriendo sin parar y borrando a todo el centro del campo del Oviedo; a Kuzsmann dándole un pase magistral a Castaño para que consiguiera el primer gol, a Esteban Areta metiendo por la escuadra el segundo a centro de Paqui… No había en el mundo una camiseta más bonita que la verdiblanca ni un escudo más hermoso que el de las trece barras coronado. La camiseta y el escudo que a partir de aquel 31 de Agosto de 1958 llevaría para siempre en su corazón.
Jesús había nacido en Sevilla, pero no tenía conciencia plena de ello, porque cuando apenas había dado sus primeros pasos a su padre, capitán de la Armada Española, lo destinaron a El Ferrol.
Allí, en el Arsenal, entre barcos, cañones y marinos, creció como un niño feliz y se abrió la cabeza un par de veces sin que la sangre llegara por la ría al fascinante océano Atlántico, por el que navegaba cada noche en sueños venciendo con suma facilidad a cuantos piratas le salían al paso. A veces creía que se había caído al agua, pero al despertarse sobresaltado se daba cuenta de que sólo se había hecho pipí en la cama y que tendría que soportar la burla de sus hermanos una vez más.
Se sentía gallego, pero había un par de cosas que le recordaban frecuentemente sus orígenes: las tortas de Inés Rosales que les mandaba su abuela Concha desde Sevilla y el tono despectivo con el que una monja rechoncha le decía “andaluz” siempre que lo castigaba por hacer alguna trastada en el colegio.
Su padre se encerraba cada domingo en la salita junto a la radio para escuchar Carrusel Deportivo, un nuevo programa que había creado unos años antes Bobby Deglané y conducía Vicente Marco, conectando con todos los campos para que los aficionados estuvieran al tanto de cómo iba su equipo sin necesidad de bajar al bar para ver los resultados en la pizarra. Su madre decía que era un programa de locos, de tíos pegando gritos, pero a su padre nadie podía molestarlo mientras jugaba su equipo. Jesús, aunque no compartía colores con el bueno del capitán, le preguntaba cuando salía cómo había quedado el Sevilla porque sabía que si ganaba estaba de buen humor y él se libraba de algún que otro pescozón aunque se hubiera peleado con sus hermanos. Eso sí, cuando el Sevilla perdía era mejor acostarse temprano porque el horno no estaba para bollos y cobraban todos, aunque hubieran sido santos.
A Jesús le gustaba jugar al fútbol, pero no era de ningún equipo todavía. Si acaso, del Racing de Ferrol porque allí jugaba Marcelino, del que se había hecho muy amigo porque compartía con sus padres la afición por la lectura y con frecuencia aparecía por su casa para llevarse libros de la enorme biblioteca que había en el salón. Marcelino, que iba para cura, cambió el seminario por los campos de fútbol después de llegar a la conclusión de que tenía más dudas que Unamuno, al que leía con especial devoción. Su decisión, entonces mal acogida por su familia, sería celebrada con alborozo años después por todo el país, al ser el de Ares el autor del gol que le daría a España el triunfo en la final de la Eurocopa del 64 ante Rusia, único título conquistado por la selección española absoluta en toda su historia.
Marcelino invitaba a la familia Olmedo al fútbol y Jesús iba con su padre y su hermano Juan a ver al Racing, que entonces jugaba en Segunda. Un derbi ante el Deportivo de La Coruña era lo más emocionante que Jesús había vivido hasta que aquel verano el Betis de Antonio Barrios superó al propio Racing y al Oviedo para conquistar el trofeo Concepción Arenal, que por aquellos años tenía un enorme prestigio, sólo superado por el Carranza y el Teresa Herrera. Desde aquel día, Otero, Portu, Santos, Oliet, Isidro, Paqui, Castaño, Areta, Kuszmann, Vila, Lasa y del Sol se convirtieron en los héroes de sus juegos y de sus sueños, en los que dejaría de hundir barcos piratas para dedicarse a marcar goles a cuantos rivales se cruzaban en el camino del Betis. y si hacía falta, se colocaba bajo los palos para echarle una manita a Otero. Definitivamente, el Betis era lo más importante de su vida.
Jesús hizo a Marcelino participe de su secreto: “Tú eres mi amigo y siempre querré que ganes, pero yo soy del Betis. Y si algún día vuelves a jugar contra mi equipo no puedes marcarle ningún gol, ¿vale? “.
Marcelino le dio la mano sin decir palabra, aunque hizo por Jesús algo más importante, presentarle a su amigo Pancho, que era de Sevilla también pero que llevaba muchos años en El Ferrol porque lo mandaron allí a hacer la mili y se enamoró de Lina, con la que se casó y montó “Heliópolis”, un bar al que acudían los futbolistas del Racing después de los partidos. El bar estaba lleno de banderines de casi todos los equipos y de fotos de los mejores jugadores del mundo, con una muy grande dedicada a Pancho por Luis Suárez, que triunfaba en el Barcelona.
“Pancho, te presento a Jesús, que dice que es del Betis”, le dijo Marcelino muy serio. Pancho lo tomó de la mano y lo condujo en silencio hasta un pequeño despacho presidido por un enorme banderín del Betis, firmado días antes por todos los jugadores después de dar cuenta de un gran mariscada a la que Pancho les había invitado.
“¿Niño, estás seguro de que quieres ser del Betis? Piénsatelo bien porque se sufre mucho. Como se te meta el veneno en la sangre no hay medicina en el mundo que te pueda curar esta bendita enfermedad. Yo me hice del Betis cuando nací y no he dejado de serlo ni un segundo a pesar de que durante muchos años hemos estado en Segunda y en Tercera”.
Jesús no se atrevía a abrir la boca. Creía que Pancho era Dios y pensaba que si Dios era del Betis él había elegido bien su camino. Pancho le trajo un refresco y un álbum de fotos, de fotos del Betis, y le dijo que las había hecho en Sevilla hacía sólo tres meses. “Niño, es que hemos vuelto a Primera. Hemos tardado quince años y pasado muchas fatiguitas por el camino, pero ha merecido la pena. Ascendimos en San Fernando el 25 de mayo y lo celebramos en Heliópolis una semana después. Yo no podía faltar a la fiesta. Cerré el bar, cogí a mi mujer y nos fuimos en tren a Sevilla. Mira, éste es Benito Villamarín, nuestro presidente. Es gallego, pero tan bético como si hubiera nacido en la Puerta de la Carne. Y éstos son los jugadores que nos han devuelto a nuestro sitio: Menéndez, Portu, Santos, Isidro, Loli, Valderas, Lasa, Paqui, Vila, Areta, Castaño, Rodri, Seguer, Eugenio, Sobrado, Espejín, Ramoncito, Américo, Mundo, Luisín, Domínguez y Luis Del Sol. No olvides nunca sus nombres, pero sobre todo el de Luis Del Sol porque me da en la nariz que va para figura. Y ahora te dejo que tengo que atender la barra, pero ya le diré a Marcelino que te traiga de vez en cuando para que podamos hablar de nuestras cosas”.
A partir de entonces Jesús se iba a “Heliópolis” cada vez que podía. Pancho le contaba con enorme pasión sus vivencias como bético. Le recitaba de memoria el equipo que ganó en Santander la Liga en el 35: Urquiaga, Areso, Aedo, Peral, Gómez, Larrinoa, Saro, Adolfo, Unamuno, Lecue y Caballero, pero también le recordaba que el Betis se había hecho grande de verdad jugando en Tercera durante siete largos años en los que no desapareció porque los sentimientos nunca mueren. Se mostró orgulloso de haber acompañado a su Betis por esos campos de Dios con un bocadillo de tortilla bajo el brazo y los bolsillos llenos… de ilusión. Le habló de la rifa de vacas, mulas y hasta dormitorios para sobrevivir. Le explicó que el Manquepierda era un grito de rebeldía, no de sumisión, y le pidió que le dijera a todos que no había nada más grande en el mundo que ser bético. Jesús se atrevió a interrumpirle para decirle:… “a todo el mundo menos a mi padre, porque como se entere me mata. El pobre cree que soy sevillista, como él y mi hermano Juan. Sólo mi madre, Marcelino y tú sabéis que soy del Betis, pero en cuanto empiece el colegio se lo voy a decir a todos los niños”.
Jesús cumplió su promesa. Pregonó a los cuatro vientos su beticismo y le dijo a su madre que iba a pedirle a los Reyes la equipación completa del Betis, con botas y todo.Y cuando empezó la Liga le rogó a su padre que le dejara escuchar junto a él Carrusel Deportivo. Sólo pudo hacerlo en la primera jornada, en la que el Betis le ganó al Granada por dos a uno y el Sevilla empató a dos en Pamplona con Osasuna. Lo había pasado muy mal sin poder cantar los goles de Kuszmann. Y peor cuando Szalay consiguió el gol del empate para el Sevilla casi al final después de ir perdiendo dos a cero. Su padre le pedía con la mirada que lo celebrara con el mismo entusiasmo que lo hacía él, pero no le salía. El capitán, muy serio, sentenció al terminar el Sevilla: “Nos hemos reservado para el próximo domingo, que recibimos al Betis en nuestro campo. Les vamos a meter cuatro. Cuando volvamos a Sevilla os haré socios a ti y a Juan y os llevaré al Sánchez Pizjuán. Me ha dicho mi hermano Rafael que es el mejor estadio del mundo”.
Jesús tenía claro que no iba a estar junto a su padre al domingo siguiente escuchando Carrusel Deportivo. Le pediría a Pancho que lo invitara a Heliópolis para seguir el partido juntos. Jamás podría olvidar aquel 21 de Septiembre. Antes de que Pancho tuviera tiempo de prepararle un refresco ya había marcado Luis del Sol el primer gol. Se abrazaron como si les hubiera tocado la lotería. El mundo se les vino abajo cuando antes del descanso el Sevilla le dio la vuelta al marcador. Valderas cogió el balón con las manos incomprensiblemente y Szalay empató de penalti. Poco después hizo Diéguez el 2-1. Jesús estaba hundido, mudo, pero Pancho le animaba y le decía que de peores habían salido, que en la segunda parte ganaban seguro. Y así fue. Kuzsmann marcó dos goles y Esteban Areta redondeó un 2-4 que dio la vuelta al mundo. “ Así es nuestro Betis, niño. Pero no te confíes porque cuando menos te lo esperes dará la espantá. Y no olvides que hay que quererlo con sus virtudes y sus defectos, como a un hijo”.
Pancho le hablaba sin parar a Jesús mientras esperaba que viniera a recogerlo Marcelino para llevarlo a su casa. Y Jesús se preguntaba si su padre lo querría cuando se enterara que era del Betis. El temor a perder el cariño del capitán, al que adoraba, le impedía disfrutar plenamente de ese triunfo que Pancho había catalogado de histórico. Sólo su madre logró convencerlo de que lo iba a querer siempre, aunque le aconsejó que no le hablara de fútbol esa noche porque había acudido a la salita hecho una fiera.
Acudir cada domingo a Heliópolis a escuchar los partidos con Pancho era tan importante para Jesús que su madre lo amenaza con no dejarlo ir si se portaba mal. La amenaza surtió tal efecto que Jesús estuvo a punto de alcanzar la santidad en vida. Junto a su amigo lloró la primera derrota como bético, que llegó en la cuarta jornada ante el Español, y gozó de partidos memorables como aquel 7-0 al Zaragoza en el que Juan Tribuna a punto estuvo de perder la voz narrando los cuatro goles de Vila y los marcados por Kuszmann, Castaño y Azpeitia.
Pancho aprovechaba sus encuentros semanales para compartir con Jesús sus vivencias verdiblancas. El Betis era para él como un hijo, y “por un hijo se da la vida si hace falta, niño”. Reconoció que había llorado de rabia cuando el Sevilla les robó a Antúnez y de alegría cuando el general Moscardó, que presidía la Delegación Nacional de Deportes, le obligó a volver al Betis. “No sabes lo importante que fue para nosotros que nos dieran la razón. Desde que acabó la Guerra Civil nos estaban machacando. A muchos no les gustaba que el Betis fuera el equipo del pueblo. Nos tenían el pié puesto en el cuello, pero no pudieron con nosotros entonces ni van a poder nunca. Ya te he dicho mucha veces que no hay fuerza humana capaz de destruir este sentimiento tan grande.”
Jesús, despierta, que han venido los Reyes Magos. Entró en el salón como un loco, buscando la equipación del Betis que había pedido con letras bien grandes a Baltasar. No estaba. Había un balón y unas botas de fútbol, un coche de bomberos y algunas cosas más, pero no la camiseta verdiblanca con la que llevaba meses soñando. Buscó a su madre en silencio, sin atreverse a decir nada por miedo a que se enterara su padre. Cuando estaba a punto de empezar a llorar llamaron a la puerta. Era Pancho. Traía en sus manos un paquete grande de Casa Couto, la mejor juguetería de Ferrol. “Jesús, en el bar han dejado los Reyes un regalo para ti. No tengo ni idea de lo que es. Anda, ábrelo que me tengo que ir.” Ante sus ojos atónitos fueron apareciendo la camiseta, las calzonas y las medias del Betis. Jesús no sabía si reír o llorar. Abrazó a Pancho mientras el capitán decía muy serio que tenía que ser una equivocación, que allí todos eran del Sevilla. Pancho esbozó una sonrisa burlona y le contestó que era imposible, que los Reyes Magos nunca se equivocan y que él no conocía a otro niño que se llamara Jesús. El capitán le permitió quedarse con el regalo, pero dejó muy claro que no lo quería ver con esa camiseta puesta.
La camiseta del Betis pasó a ser como una segunda piel para Jesús. Su madre tuvo que pelear lo indecible para que le permitiera lavarla al menos una vez por semana. Con toda la equipación puesta y más nervioso que nunca se presentó en Heliopolis minutos antes de que empezara el derbi sevillano. Pancho le dijo que parecía un ángel vestido así y le pidió que se tranquilizara: “Les vamos a ganar porque somos mejores. Ya se lo demostramos en su casa y hoy le daremos una nueva lección en la nuestra. Con Ríos en la defensa no pasa ni uno vestido de blanco, te lo aseguro”. Estaba claro que Pancho era Dios o que tenía un amigo en el cielo porque Moreira marcó el primer gol a los ocho minutos y Castaño el segundo al cuarto de hora. No había en el mundo nadie más feliz que Jesús, que al llegar a casa recibió un beso enorme de su padre sin que mediara palabra. Sabía que era por el triunfo del Betis, aunque pasaría mucho tiempo antes de que el capitán reconociera públicamente que su hijo era bético a pesar de que él había hecho todo lo humanamente posible para impedirlo.
La gran temporada de Marcelino con el Racing hizo que varios equipos de Primera se interesaran por él. Un día, Jesús sorprendió a su padre recomendándole el fichaje a un amigo que tenía en la directiva del Sevilla. No podía ser. Cuando el domingo fue a recogerlo para llevarlo a Heliópolis le hizo prometerle que no se iría al Sevilla. Finalmente firmó por el Zaragoza y Jesús respiró tranquilo, aunque lloró desconsoladamente cuando fue a despedirse de su familia. Perdía a un amigo y, lo que es peor, a su enlace con Pancho. Le recordó su promesa de no marcarle nunca un gol al Betis y le pidió que no lo olvidara nunca.
Jesús encontró en su madre la aliada perfecta para no perderse cada semana su cita con Pancho. La temporada empezó con un 7-1 encajado por el Betis en el Bernabéu que a Jesús le hizo temer lo peor, aunque los malos presagios no se cumplieron y al final fueron sextos. Días antes de que terminara la Liga supo que a su padre lo habían destinado a Sevilla y que volverían a su tierra cuando finalizara el curso escolar.
El último partido fue especialmente doloroso para Jesús. Sufrió por la derrota de su equipo en San Sebastián, pero mucho más por tener que despedirse de Pancho, que lo consoló diciéndole que iba a tener la suerte de poder ver al Betis en directo. “Ya te llamaré de vez en cuando para que me cuentes cosas de nuestro equipo. Y si el negocio va bien, haré una escapadita a Sevilla para que veamos algún partido juntos.” Lo abrazó y le dio un sobre de manera solemne: “Toma, este es mi primer carnet del Betis. Mi padre me hizo socio el día que nací y jamás he dejado de serlo. Ni durante la Guerra ni después de ella dejamos de pagar cuando Tenorio venía a casa a cobrar los recibos. Todos teníamos claro que el Betis necesitaba el dinero más que nosotros, y eso que muchas veces mi madre no tenía ni para un ponernos un plato de puchero. Este carnet hará que no me olvides nunca. Y cuando termine la próxima temporada me mandas el tuyo. Ya hablaré con tu padre para que te haga socio.”
La vuelta de Jesús a Sevilla no resultó como la había soñado. Su padre se negó a sacarle el carnet del Betis; es más, lo hizo socio del Sevilla, aunque él siempre buscaba una excusa para no ir al Sánchez Pizjuán. Como no encontraba nadie que lo llevara a Heliópolis, tuvo que seguir los partidos como en Ferrol, por la radio, pero sin Pancho a su lado para comentarlos. El capitán aprovechaba la ocasión para hablarle del Sevilla, de lo buenos que eran Ruiz Sosa, Achucarro ó Pereda, pero Jesús tenía claro lo que sentía y sabía que jamás iba a dejar de ser bético. Para colmo, en el colegio casi todos los niños eran sevillistas. Le costaba un mundo reclutar a once béticos para jugar cada día en el recreo contra los infieles. Tenía que aceptar en sus filas a cualquiera, incluidos algunos sevillistas que no encontraban acomodo entre los suyos porque eran muy malos. Casi siempre perdían, pero él sabía que algún día cambiaría su suerte.
Cuando la Liga finalizaba Jesús sorprendió a su padre diciéndole que iría el domingo al fútbol con él a ver al Sevilla… contra el Betis. El capitán lo miró fijo a los ojos y sentenció: “Recuerda que en esta familia somos todos del Sevilla. Ya sabes cómo tiene que comportarte en el Sánchez Pizjuán”. Dicho y hecho. No movió un músculo cuando Gargallo adelantó al Betis a los once minutos y soportó como pudo los abrazos de su padre y de algunos extraños tras marcar Ríos en su propia portería al intentar despejar un balón al que no llegaba Pepín. Peor fue la vuelta a casa, con su padre culpando a Ortiz de Mendivil del empate y recordando las muchas ocasiones que había tenido el Sevilla para ganar el partido. Al día siguiente, por fin, pudo sacar pecho en el colegio e incluso tuvo menos dificultades para formar el equipo en el recreo.
Pero el gran día estaba todavía por llegar. Era sábado y estaba toda la familia Olmedo a punto de sentarse a la mesa cuando llamaron a la puerta. Jesús no pudo articular palabra cuando abrió y se dio de bruces con Marcelino, que dejó en el suelo el paquete de pasteles que traía y lo abrazó fuerte, muy fuerte, mientras le decía que había crecido muchísimo, que estaba hecho un hombre. El Zaragoza visitaba al Betis y el capitán lo había invitado a comer. Durante el almuerzo hablaron algo de fútbol y mucho de El Ferrol y de Ares, de lo mucho que echaban de menos a los amigos que tenían en común. Jesús, cuando pudo quedarse a solas con Marcelino, le hizo un interrogatorio a fondo sobre Pancho y le contó con tristeza que su padre no le había sacado el carnet del Betis y todavía no conocía Heliópolis.
“Capitán, mañana me traes a los niños a la una al hotel Colón para que se vengan conmigo al fútbol”, dijo Marcelino al despedirse. El capitán aceptó a regañadientes y Jesús vió por primera vez el campo del Betis desde el autobús del Zaragoza, sentado al lado de su hermano Juan, que le decía que el del Sevilla era más bonito. Marcelino los tomó de la mano y entraron al estadio junto a Yarza, Cortizo, Benítez, Lapetra… como si formaran parte de la expedición comandada por César, el entrenador. Cuando accedieron al terreno de juego y Jesús tomó conciencia de dónde estaba no pudo contener las lágrimas. Marcelino le presentó a los jugadores del Betis, que lo preguntaron por qué lloraba: “Porque soy bético hasta los huesos desde que os vi ganar el Trofeo Concepción Arenal y nunca había estado en nuestro estadio”, respondió mientras su hermano se burlaba de él. Lasa le dijo que fuera a verlo al vestuario después del partido y le regaló un banderín firmado por todo el equipo. Un banderín como el que tenía Pancho en el bar. Lástima que ya no estuviera Del Sol. A pesar de que lo habían traspasado al final de la temporada anterior al Real Madrid, continuaba siendo su ídolo.
Al llegar a casa colocó el banderín en la pared, junto a su cama, para que fuera siempre lo último que vieran sus ojos antes de dormirse. Esa noche recibió otra alegría, la llamada de Pancho, al que le contó todo lo que había vivido y lo mal que lo había pasado cuando Murillo adelantó al Zaragoza. Menos mal que Yanko Daucick, el larguirucho hijo del entrenador, empató en la segunda parte. Eso sí, Marcelino había cumplido su promesa de no marcarle al Betis, que terminaba la temporada sexto, por encima del Sevilla.
Se pasó el verano intentando convencer a su padre para que lo hiciera socio del Betis, que ya había comprado el campo en propiedad y le habían puesto el nombre del presidente, Benito Villamarín. Su madre lo ayudó todo lo que pudo, pero el capitán decidió quemar sus naves en un último y desesperado intento por recuperar a su hijo para la causa blanca.
“Te voy a sacar otra vez el carnet del Sevilla y vas a venir a todos los partidos conmigo. Si al final de la temporada no has cambiado de idea y sigues empeñado en romperme el corazón, hablaremos”.
No quería hacerle daño a su padre, pero tenía claro que nada ni nadie podía hacerle cambiar sus pensamientos. Ese pulso lo iba a ganar, seguro. Recortaba del ABC el marcador simultáneo para estar al tanto de lo que hacía el Betis. Vivió con indiferencia el triunfo del Sevilla ante el Athletic de Bilbao en la segunda jornada y sufrió lo indecible en silencio al ver quince días después al Zaragoza de su amigo Marcelino perder por 4-0. La prueba de fuego llegaría el 8 de octubre con la visita del Betis al Sánchez Pizjuán. El Sevilla formaba con Mut, Juan Manuel, Campanal, Valero, Ruiz Sosa, Achúcarro, Agüero, Mateos, José Luis Areta, Dieguez y Antoniet. El campo se caía cuando aparecieron por el túnel de vestuarios. Al hacerlo el Betis la bronca fue tan grande que Jesús se asustó. Allí estaban Pepín, Lasa, Ríos, Esteban Areta, Bosch, Martín Esperanza, Montaner, Pallarés, Yanko, Senekowitsch y Luis Aragonés. Recibían insultos de todos los colores, incluso de señoras muy bien arregladas y de algunos de los amigos del capitán que hasta entonces Jesús había tomado por perfectos caballeros. Cuando Pallarés marcó a los once minutos los exabruptos subieron de tono y alcanzaron a todos los que sintieran en verdiblanco. Jesús no entendía nada. Su padre jamás había dicho esas cosas de los béticos. El capitán le hizo un gesto con las manos para que se tapara los oídos, pero en su cabeza retumbaban palabras llenas de odio. Los ánimos se calmaron algo al marcar Bosch en propia meta el gol del empate.
En el descanso se fueron a tomar un refresco y el capitán le dijo que no tuviera en cuenta lo que había presenciado, que había personas que se transformaban en el fútbol y que en realidad no pensaban lo que decían. Le aseguró que él había pasado por una experiencia similar en el campo del Betis cuando era pequeño. Le rogó que, pasara lo que pasara en la segunda parte, no abriera la boca.
No pudo cumplir los deseos de su progenitor. Al marcar Luis Aragonés el 1-2 Jesús empezó a gritar gol como un poseso. No había forma de calmarlo. El capitán tuvo que aguantar todo tipo de improperios de sus vecinos de localidad, pero estalló cuando uno le dijo que le pusiera un bozal al perro bético. Saltó como un gamo tres filas y agarró por el cuello al energúmeno que había llamado perro a su hijo. Si no los separan lo mata. “Sí, mi hijo es bético ¿Pasa algo? “ Nadie se atrevió a contestarle al capitán. Luego cogió de la mano a Jesús y se marcharon a pesar de que quedaba todavía casi media hora de partido.
Apenas cruzaron dos palabras de vuelta a casa, pero Jesús se sintió muy orgulloso de su padre. Estaba claro que lo quería por encima de todo y que a partir de entonces lo iba a dejar tranquilo. En un bar se enteraron de que el partido había terminado con triunfo del Betis. Al llegar a casa el capitán se encerró en su despacho y Jesús le contó a su madre y a sus hermanos lo que había pasado. Hasta Juan, que no había podido ir al partido por estar con gripe, se puso de su parte. Sintió que tenía el apoyo y el respeto de todos, sin distinción de colores, aunque lo cierto es que hacía ya algún tiempo que había logrado captar para la causa verdiblanca a su madre y a dos de sus hermanas, y que en casa ya eran mayoría.
Unos días después el capitán llamó a Jesús y le entregó su primer carnet del Betis. Le dijo que se lo había ganado a pulso y que disfrutara todo lo que pudiera pero sin insultar nunca a quienes pensaran de manera diferente, tanto en el fútbol como en cualquier otro orden de la vida. El domingo pasaron a recogerlo para ir al Betis Jaime, Pedro, Manolo y Enrique, unos chavales del barrio que eran algo mayores que él pero igual de béticos. Ese día le ganó el Betis a la Real Sociedad con dos goles de Ansola y el camino de vuelta a casa andando se hizo muy corto comentando las jugadas con sus amigos. Después vendrían otros muchos domingos de victorias, empates y derrotas vividas en Gol Sur con los suyos. Cumplió su promesa de mandarle a Pancho su primer carnet y ahorró peseta a peseta para renovarlo año tras año. Si no le alcanzaba con los ahorros, allí estaban sus padres para ayudarle.
Marcelino dejó de ir por su casa. El capitán decía que se le habían subido los humos desde que le metió el gol a Rusia, pero Jesús sabía que no lo hacía porque ya no era su amigo. Había roto su promesa y le había marcado dos goles al Betis en La Romareda. Había perdido un amigo pero había ganado un padre, con el que hablaba mucho, sobre todo de fútbol. Incluso volvió con él al Sánchez Pizjuán. Después de la bronca del 61 el capitán había buscado otra zona del campo para ver los partidos juntos sin que nadie los molestara. El fútbol los mantuvo unidos hasta en esos años difíciles en los que Jesús se fue de casa porque necesitaba buscar su propia identidad. En la Universidad había descubierto que Franco no era tan bueno como decía su padre, pero aprendió a no hablar con él de política. Si lo hacían de fútbol se entendían aunque cada uno defendiera lo suyo. Cuando Jesús acabó la carrera y ganó su primer sueldo hizo socio del Betis a su padre. Era la manera de verse todas las semanas, una en Nervión y la otra en Heliópolis, hasta que Carolina, una granadina de mirada tierna y bondad infinita se cruzó en su camino y las visitas al Sánchez Pizjuán se acabaron. Eso sí, al Benito Villamarín no faltaba nunca. Eso quedó claro desde el primer día. No le costó mucho que lo aceptara porque Carolina se hizo bética por amor. Sólo le formó la bronca cuando nació su primer hijo, Carlos, al que Jesús hizo socio del Betis antes de inscribirlo en el Registro Civil. Tuvo que salir al quite el capitán para hacerle ver a su nuera que esa batalla la tenía perdida, que él había fracasado a pesar de intentar durante años que Jesús renunciara a esa locura de ser bético por encima de todo.
Jesús quería que Pancho fuese el padrino. Nadie mejor que él. Aunque un amago de infarto lo tenía acobardado, se presentó en Sevilla con una medalla de la Macarena para Carlos y una maleta en la que había metido toda su vida de bético grande. Se la entregó a Jesús y le dijo que cuando el niño creciera le enseñara todos esos recuerdos y le hablara de su padrino y del Betis.
El bueno de Pancho se enfrentó al capitán cuando lo descubrió prendiendo un escudo del Sevilla en el faldón bautismal del niño al salir de la iglesia de san Vicente.
“Pancho, tú me robaste a mi hijo, lo hiciste bético contra mi voluntad y debes entender que al menos intente que mi nieto sea sevillista”.
“Capitán, es que no te enteras. Jesús nació con ese veneno en el cuerpo y contra ese veneno no hay antídoto. Me limité a reforzar algo que llevaba dentro, como lo lleva ya mi ahijado.”
“Contigo no se puede hablar de fútbol, Pancho”
“Si quieres hablamos de política, capitán. Con el final de la dictadura se os acabó el chollo. Ahora el que gana los títulos es el Betis»
“Sí, y también el que se va a Segunda al año siguiente”
Jesús intervino para poner fin a la discusión. “Así es el Betis, papá, así es el Betis. Si fuera de otra forma a lo mejor no lo queríamos tanto. No olvides que nuestro grito de guerra es ¡Viva el Betis manquepierda¡”
“Anda, niño, vámonos a comer que como sigamos hablando sois capaces de hacerme bético.”