Y Zamora de portero, de Luis de Diego
El pasado jueves tuvimos oportunidad de presenciar a Ricardo Zamora en el campo del Patronato en 1935. (Ver aquí)
Ricardo Zamora fue el gran mito del fútbol español desde sus inicios hasta bien entrado el siglo XX. Su excepcional carrera futbolística, iniciada con 15 años en en el RCD Español, le llevó también por la meta del FC Barcelona, de nuevo el Español y finalmente el Real Madrid, quien pagó por él 100.000 pesetas en 1930, cifra récord en los traspasos de la época.
Fue el guardameta de la primera selección española, la que se organizó en 1920 para participar en las Olimpiadas de Amberes logrando la medalla de plata. En su época fue considerado el mejor guardameta del mundo, y durante muchísimos años, hasta la irrupción de José Angel Iríbar en los años 60 y 70, fue el jugador que más veces vistió la camiseta de la selección.
Indudablemente fue el primer «jugador mediático» del fútbol español, llegando incluso a protagonizar dos películas de cine: «Por fin se casa Zamora» en 1926 y «Campeones» en 1942.
Pero además de todo eso, Zamora fue todo un mito para las primeras generaciones de aficionados al fútbol en España. En 1965 recibió la Medalla de Oro al Mérito Deportivo y, con ese motivo, Luis de Diego escribió este texto en Marca. Un texto en el que rememora lo que Ricardo Zamora significaba para un niño de los años 20 y 30 del pasado siglo. Se refiere a una concentración del RCD Español en El Escorial en 1930 para la semifinal de Copa contra el Real Madrid.
Allá por los primeros años treinta, el Real Club Deportivo Español de Barcelona fue a El Escorial a concentrarse en vísperas de un decisivo partido de Copa. Se alojó en el Victoria. Don Luis Auberson, el director del hotel, le dijo a uno de mis hermanos que los jugadores iban a entrenarse, nosotros decíamos “estrenarse”, la tarde de aquel jueves, en el campo de los Pinos. Fuimos corriendo, dos kilómetros, a verlos.
Eramos siete u ocho chavales. Nos dejaron entrar sin más problemas…
Camisas blanquiazules, frases en catalán, un extremo izquierdo, Bosch, de piernas flacas y peludas, de rostro aerodinámico, de terrible potencia de disparo…
¡ Y Zamora ¡ Alto como un castillo. Robusto como La Machota. Visera, rodilleras, tobilleras y guantes.
Desde una tapia que respaldaba la portería, contra la que se estrellaban los balones que iban fuera, le vimos enfrentarse al bombardeo, mudos de admiración. Alguien nos informó que hacía poco que se había casado y que una mujer rubia, delgada y guapa que andaba por ahí era su esposa. Mi hermano César, que era pequeño y gordo y nos había acompañado excepcionalmente, en gracia de los sobrenaturales acontecimientos, comentó de pronto:
– Nunca se tira plongeones
– Porque se sabe colocar, explicó el llamado Cagarria, sorbiéndose los mocos
Fue en aquel instante, precisamente en aquel instante, cuando a un tiro durísimo de Bosch respondió el “divino” con una estirada, lo de “palomita” es posterior, que nos dejó turulatos. Hasta sus compañeros del equipo le aplaudieron. Al ponerse en pie, sacudiéndose el polvo devolvió como si nada, por el sistema “zamorana” un trallazo lejano de otro jugador y con otro esférico, lo de “cuero” es reciente.
César, de la emoción, se cayó de la tapia al campo. Zamora en persona acudió a levantarle. Y él, al sentirse tocado por las manos del mejor portero del mundo, estuvo a punto de caer otra vez, pero en éxtasis.
– ¿Te has hecho daño?, le preguntó Zamora
– No, señor
Yo me volví al centenar de espectadores del entrenamiento y proclamé en voz alta:
– ¡ Ese es hermano mío¡
Zamora sonrió, volvió bajo los palos y blocó, rodilla en tierra, un cañonazo escalofriante. César se encaramó a la tapia con nuestra solícita ayuda, convertido por el contacto y las palabras de aquel gigante emparentado con los dioses en héroe. En héroe y en guardameta: que desde aquella tarde de mayo, quizás de 1931, su ocupación más importante sobre el mundo fue emular a Zamora en los ratos libres de estudio y en algunos, bastantes, no libres.
Ricardo Zamora Martínez, de fama universal, me preguntaron por él en la isla de Santa Elena en 1954, acaba de ser condecorado con la medalla de oro al Mérito Deportivo. La historia futbolística de España brilla sobre el acantilado de su pecho, contra el que tantas veces, tantas, rompiera el oleaje de las delanteras. Alcancé a admirarle en el apogeo de su gloria, fue lo suyo una gloria sin declive, cuando jugaba sus dos últimas temporadas. Recuerdo su tarde oscura en Highbury, o como se escriba, contra Inglaterra, siete goles, y su parada legendaria de un penalty, en Valencia me parece, que iba a servir de rúbrica a una ejecutoria sin pareja. También recuerdo sus memorias, publicadas de forma encuadernable por un diario de la mañana de Madrid. Su puesto en las alineaciones le obligaba a reseñarlas empezando por sí: “Yo, Vallana, Pasarín… Yo, Ciriaco, Quincoces…” Era pura justicia aquel ir por delante y era pura delicia leer, escritas por su mano mágica, míticas hazañas que otros habían relatado, sí, y bien, por cierto, pero no vivido desde su corajuda sencillez interior. ¡ Ricardo Zamora¡ Más veces internacional que ninguno. Ricardo Zamora, personaje sin tiempo.
Aquí está, en esta página, sólido y bueno, con su mirada recta que adivinaba la intención, que no se retraía ante nadie, que no supo de temores frente a los “artilleros” de su época, algunos, como Alcántara, capaces de perforar las redes.
Si pasamos lista de los porteros grandes llegados después de él, le vamos encontrando, de nombre en nombre, como sombra propicia, como ejemplo supremo.
Yo saludo, Zamora, en esta foto, lo que sin proponértelo enseñaste a los hombres de mis años: nos enseñaste a resistir. Cuando, más tarde, leí las Ordenanzas de Carlos III, cuando supe que “el oficial que reciba orden absoluta de conservar su puesto, a toda costa lo hará”, me acordé de ti.
Yo saludo, Zamora, tu gloria sin declive.
En cierta ocasión mi padre me comentaba la especialidad del referido guardameta conocida por la «zamorana», según él se refería a un despeje con uno de sus brazos y la mano correspondiente a la altura de su pecho, que rotaba-giraba de atrás hacia adelante con mucha fuerza para lanzar el esférico, cuero, balón, etc. hacia un punto determinado del terreno de juego.