Zarra, de Juan José Castillo.

Telmo Zarra jugó en el Athletic entre los años 1940 y 1955, y fue el delantero centro de la clásica línea de ataque del club rojiblanco (Iriondo, Venacio, Zarra, Panizo y Gaínza).
Tremendo por su potente remate de cabeza, fue máximo goleador de la Liga en 6 ediciones (1945, 1946, 1947, 1950, 1951 y 1953), un récord que sólo Lionel Messi consiguió batir casi 70 años después y en ediciones ligueras con muchos más partidos que las de años atrás.
Un futbolista que también fue prototipo de nobleza y generosidad en el terreno de juego, y al que el periodista Juan José Castillo dedicó este artículo en la revista deportiva Don Balón en enero de 1982.
Su nombre completo es el de Telmo Zarraonandia Montoya, nacido en Ascua-Erandio el 30 de enero de 1921. Y ha pasado al libro de oro del fútbol español como uno de los más clásicos arietes, como un jugador mezcla de irresistible furia y demoledor olfato de gol.
Sólo jugó veinte partidos en la selección nacional en un periodo en el que los contactos internacionales eran difíciles, por no decir raros. Pero su saldo, un gol por partido, es un índice significativo sobre su eficacia realizadora.
Empezó en el modesto Piteberexe y de allí fua el Erandio y a la selección juvenil vizcaína, en la que marcó seis de los nueve goles que le endosó a la selección catalana. Su fama se extendió con rapidez y, naturalmente, fichó por el Athletic de Bilbao, el sueño de su vida, cuyos colores defendió hasta su retirada definitiva.
La leyenda de Zarra se cierne en torno a su histórico gol de Maracaná, en el Mundial de 1950, un gol que nos permitió batir a Inglaterra y pasar a la fase semifinal del campeonato. Pero al margen de ese gol, tantas veces recordado, cantado y enaltecido, Zarra fue algo más: un caballero, aun auténtico “gentleman”, un jugador con espíritu de corrección insuperable.
En su Athletic, en una delantera inolvidable en el palmarés de los leones—Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gaínza—fue un ariete sensacional. Marcó casi medio millar de goles y sobre todo hizo vibrar a los públicos con un estilo inimitable de potencia y rotundidad, y un remate de cabeza que le hizo célebre.
En las calles de Estocolmo, el otoño de 1951, animando al público para asistir a un Suecia-España amistoso, había carteles en los que se decía: “Vea usted la mejor cabeza de Europa después de la de Winston Churchill”.
Esa cabeza era la de Zarra. Un fenómeno en la especialidad, y en una época en la que había delanteros centros que se llamaban César, Pahiño, Mundo, Mariano Martín e Igoa. Evidentemente Zarra se beneficiaba de los centros perfectos y templados de dos extremos maestros en la materia, como Iriondo y Gaínza, pero aún así en el haber de Zarra hay que registrar unos remates mortales, únicos, increíbles y espectaculares.
Su primer fichaje por el club de San Mamés le reportó la hoy casi ridícula cifra de 4.500 pesetas más 500 de sueldo mensual. Su máxima prima anual fue de 875.000 pesetas, cuando el fútbol había ido recabando multitudes en los estadios y los ingresos en taquilla se habían ido acelerando progresivamente.
Le tocó sustituir a Unamuno, un legendario de la época de los cuarenta, y no pocos vieron en Zarra a un chico voluntarioso pero torpón. Con el tiempo irían cambiando de opinión. No fue nunca un técnico ni siquiera un jugador de estilo medianamente depurado. Pero desde que debutó a los 18 años con los colores rojiblancos hasta que se retiró, casi 18 temporadas más tarde, fue un ejemplo perfecto de capacidad destructora, de profundidad, de amenaza constante para el marco contrario.
Hemos dicho que fue un caballero en toda la extensión de la palabra. El día que le expulsaron en una final de Copa en Montjuic junto con Álvaro, frente al Valencia, lloró las lágrimas más amargas de su vida. Fue su primera y única sanción, y aún añadiríamos que totalmente injusta. No pegó jamás una patada, no tuvo nunca un gesto insultante, una acción fea, un amago de despecho.
Tal vez por ese entendimiento perfecto que tenía de fair-play fue una de las víctimas más ilustres y lamentables que ha habido en la historia de nuestro fútbol.
En 1948 estuvo siete meses alejado de la actividad; en 1943 sufrió una fractura de clavícula; en 1945, tuvo otra lesión grave que le dejó dos meses KO; en 1947 en Dublín, contra Irlanda, sufrió una luxación de hombro y en el mismo año, ante el Alcoyano, la fractura de una pierna que se pensó significaría su adiós al fútbol. Resucitó, sin embargo, y volvió a los estadios con la misma fuerza devastadora y el mismo estilo goleador de siempre, que le hicieron ser seis veces máximo artillero de la Liga, una de ellas con 36 goles (récord imbatido).
Sus gestos de hidalguía le convirtieron en una especie de Quijote del balompié. Un día en La Rosaleda desperdició lo que hubiera sido el gol de la victoria ante el Málaga, para atender a un contrario lesionado. Poco después, en Riazor, ante el Deportivo de La Coruña, repetía la misma acción. No es extraño, pues, que recibiera todos los honores de los clubs adversarios, y las máximas distinciones de todos los organismos deportivos nacionales.
Desde que debutó como internacional ante Portugal en Lisboa en 1945, hasta que dijo adiós a la selección en Estocolmo, contra Suecia en 1951, Zarra fue una lección permanente de entrega, de sacrificio, de voluntad y de efectividad ante el marco contrario.
El ídolo de su niñez fue Lángara, aquel famoso puntillero del Oviedo y de la selección de los años treinta. Pero Zarra ha sido a su vez el ídolo de millares de aspirantes a la gloria. Fue un virtuoso del cabezazo y un ejemplo de profesionalidad. No fue nunca un fenómeno ni pretendió serlo. Pero es uno de esos nombres que se recordarán siempre y que han contribuido como pocos al prestigio del fútbol español en el mundo.