Cuando el equipo se asfixiaba…, de Manuel Fernández de Córdoba

El 13 de diciembre de 1981 en el Villamarín el Betis se impuso 2-0 al Sporting de Gijón en partido de la jornada 15 del Campeonato de Liga de Primera División.
Un resultado aparentemente cómodo, pero que tuvo sus más y sus menos. Marcó Diarte en el 29 rematando colocado una buena jugada de Benítez; pero el equipo asturiano se hizo desde ese momento con el control del partido encerrando al Betis sin mucho peligro, pero estando siempre más cerca la posibilidad del empate que la del segundo gol bético.
Hasta que en el minuto 76 un contragolpe verdiblanco fue culminado por una magnífica jugada del Lobo Diarte para hacer el 2-0 definitivo. Así lo contó el periodista Manuel Fernández de Córdoba desde las páginas de ABC:
Iba bastante más de una hora de partido y estaba el Betis plegado sobre su área, con las ideas nubladas, contra las cuerdas, pasando fatiguitas grandes, temiendo que el empate llegara en cualquier momento, en la primera ocasión, intentando espantar la pájara, que le ponía lastre en las entendederas, capeando el temporal de fuerza del Sporting—movilidad, poderío físico—como buenamente podía y hasta dejando que el cronómetro galopara a favor a fuerza de mandarle balones de desahogo a Esnaola.
Y en esto marcó Diarte.
Estaban las tablas en uno-cero desde antes de cumplirse la media hora de partido, desde que Benítez se acordó del pedazo de futbolista que lleva dentro, desde que Antonio Benítez—de Jerez, escrito con A de Arte y B de Betis—pegó una carrerita corta, se plantó en el área asturiana en autopase con las ideas muy claras y la cabeza alta, para dejarla al Lobo y que éste, entre un bosque de piernas, cambiara de palo la pelota.
Antes de ese gol hubo más voluntad que acierto en verdiblanco porque no andaba el Flaco en seda, dejaba Alex muchos huecos por el centro, no terminaba de cuajar la reolina de López, se dejaba Parra lo mejor de su fútbol en tres fintas de cintura, Moyano pregonaba su absoluta ineficacia, Ortega lo dejaba todo para el corte y nada para el pase y tan sólo Benítez—la grada llevándole palmas a compás como en los lejanísimos tiempos—ponía fútbol por detrás.
Antes de abrir el marcador hubo olés para un jugadón de Huracán Gordillo—seis zancadas, cuatro regates, pared con Cardeñosa, otro regate de éste, tiro forzado de López cuando venía Parra a partirla—y algún que otro susto de Enzo Ferrero aprovechando las grietas que dejaba el tres verdiblanco en sus aventuras.
Después del uno-cero, y hasta el descanso, no hubo más que un doblete de Antolín Ortega—le pegó la primera vez para un marco—que se fue una cuarta por encima del travesaño, mientras el Sporting de Gijón—sin Joaquín, sin Jiménez, sin Ciriaco, muy mermado de nombres—apenas si enseñaba las uñas en Ferrero, la fragilidad en Gomes y la tosquedad en un gigantón llamado Tocornal.
El segundo tiempo comenzó como había terminado el primero: Esquerdo Guerrero dejando sabor de mal árbitro, el Betis como perdido, sin tener muy claro si jugaba al contragolpe o se amparaba atrás para evitar lo peor y Ferrero y la compaña estirando su fútbol, ganando metros de yerba y poniendo—poquito a poco—cerco a la puerta de Esnaola. Hubo más de un susto y corría por todo Villamarín el aire inequívoco del empate, mientras la grada comentaba un 1-4 del simultáneo que acompasaba son de samba.
Y en esto marcó Diarte.
El Sporting estaba apretando. En el Betis valió de poco que Moyano dejara su puesto a Rincón porque éste no mejoró la ineficacia de aquél, aunque el madrileño conecte muy pronto con la grada por la garra que impone a su fútbol; Benítez hacía una dejada sin mirar que ponía escalofríos en tribuna; Alex encontraba siempre el tope del poco acierto en su muchísima voluntad; Peruena se iba tras su sombra; Ortega y López retrasaban posiciones como temiendo dejar huecos; Cardeñosa templaba por la punta izquierda de la media; Gordillo subía a su aire, pero sabiendo que tenía que bajar atrás con más rapidez todavía para evitar el presentido contragolpe; Esnaola iba de susto en susto, aunque apenas si tuviera que intervenir; Parra también se dedicaba a achicar balones mientras el Lobo sesteaba sin más.
Así el panorama, los minutos iban desgranándose sin prisas, con un Betis pidiendo la hora, el gong salvador de la campana, y un Sporting acusando en los momentos claves la bisoñez de muchos de sus hombres. Quedaban ya sólo catorce minutos cuando…
…Córner contra el Betis por la esquina izquierda de Esnaola, rechace de López en el vértice del área chica de ese lado y balón que parece que va a perderse por la banda, a la altura de la línea media. Entonces lo huele el Lobo. Ha visto Diarte que hay pasillo y hay también oportunidad de recordarle a la afición del Betis una tarde contra el Bilbao de la temporada anterior. Corre a por la pelota, salva el hachazo de Mino, sigue a por ella pegadísimo a la banda, en la frontera de la raya, logra que no se vaya afuera, relaja su carrera, enfila el área—todavía quedan cincuenta metros por correr–, Mesa va cortando camino, Castro se orienta por sus palos para situarse ante el peligro, el Lobo continúa galopando, Villamarín está crispado, llega Diarte al área, también lo hace Mesa, hay dos quiebros del guaraní, no puede el diez rojiblanco aguantarlos sin partirse, sale Castro, falta la guinda: Carlos Lobo Diarte la pone junto al palo derecho del hermano de Quini y por Heliópolis parece que se van a hundir las gradas antes de que los pañuelos le quiten gris a la tarde.
Allí, en ese minuto, se acabó el Sporting y el partido, se creció el Betis y su gente, se recobró el aliento en la grada y se siguió pensando que quien tiene la moneda es el que puede cambiarla. Y Diarte la tiene. Como la tiene quien alborotó el simultáneo.