Del Sol y Gordillo, de Manuel Fernández de Córdoba
Desde sus orígenes si hay algo que se identificó con el carácter del Betis fue el espíritu, de entrega, de lucha y de pelea, el no darse por vencidos nunca, el disputar hasta el último balón en las circunstancias más desfavorables.
Es lo que se denominaba en las crónicas periodísticas de antaño «la furia bética».
Esa característica con el paso del tiempo se fue reduciendo en favor de unas mayores calidades técnicas, aunque nunca ha desaparecido del todo, pues ambas son perfectamente compatibles.
En 1992 Rafael Gordillo volvió al Betis después de sus 7 años de aventura madridista. A los 35 años se reincorporó a su equipo de toda la vida, donde aún disputaría 3 temporadas más. Y desde el primer momento dejó claro que no había venido a retirarse sin más, desde el primer día volvió a dejar claro su compromiso y su entrega en el terreno de juego. El Betis, entonces dirigido por Jorge D´Alessandro, no hizo una buena temporada, y el equipo fue dando tumbos por la competición liguera, alejado de su objetivo.
Un partido de vuelta de la tercera ronda de la Copa en casa contra el Calahorra, así como otro de Liga en Mérida, sirvieron al periodista Manuel Fernández de Córdoba para rendir homenaje al espíritu de entrega absoluta de Rafael Gordillo, así como para rememorar al gran Luis Del Sol, otro ejemplo de dedicación y que también volvió para despedirse del fútbol con el escudo de las trece barras.
Hay, en la historia del Betis, porque ya son historia, aunque uno continúe en activo, y siempre serán del Betis, dos hombres, dos nombres, que parecen cortados por la misma tijera de la vergüenza profesional, la categoría futbolística, el amor a sus propias raíces y ese ir siempre por derecho en el campo y en la vida, dándolas todas y olvidando, en cada noventa minutos de juego, ya sea un equipo cimero, ya con un modesto, cualquier petulancia, que chocaría frontalmente con sus propias maneras, pare entregarse sobre la yerba, reverdecer cada tarde las glorias de sus ejecutorias desde el cristal limpio y transparente de la casta irreductible, del coraje indomable.
La otra noche, contra el Calahorra, como había hecho días atrás contra el Mérida, como hace cada vez que se pone la camiseta, Rafael Gordillo explicó otra lección magistral de entrega profesional. El, que podía permitirse licencias de “número uno”, con un historial lleno de laureles, ha vuelto a su Heliópolis de su alma, tras haber ido en fútbol tan lejos que llegó hasta donde los vientos dan la vuelta, como se fue: con el ligero equipaje de la sencillez.
Recuerdo, al rememorarse en cada actuación la casta del vendaval del Polígono, aquella anécdota que un día me contara Sebastián Alabanda de Luis Del Sol cuando volvió al Betis tan cargado de gloria como de años para, tal como ocurre ahora mismo con Rafael, ponerse al frente de los más jóvenes y mostrarle, desde su permanente ejemplo de entrega y casta, el mejor camino, y el único, de defender a conciencia unos colores.
Me recordaba el bueno de Sebastián un partido, de esos de invierno cerrado en una ciudad de esas que sólo tienen dos estaciones: la mentada del invierno y la del ferrocarril, donde, con el campo embarrado e impracticable, con un público tremendamente agresivo contra todo lo que sonara a Betis, jugaba Del Sol y, cada vez que tocaba balón, recibía abucheos de la grada que, de esta forma, pensaba minar la moral del siete pulmones. Fue un primer tiempo de infierno y el veterano jugador se crecía en cada jugada a la animosidad de la grada y a las muchas dificultades de una chocolatera donde las botas pesaban como ancladas en plomo. Terminó esa primera parte y, en el descanso, Ferenc Szusza, que le profesaba al gran jugador el respeto inmenso que éste se había ganado en tantos campos, le vino a decir que, si quería, que no saliera en la segunda mitad, habida cuenta cómo estaba el público con él y en un terreno que necesitaba tantísimo esfuerzo. Se negó rotundamente Luis, apretó los dientes, Sebastián Alabanda lo contaba con el orgullo de la admiración, y dijo que palante.
Salió en ese segundo tiempo, pidió el balón más que nadie, corrió como nadie y cómo sería su actuación que aquel público insultante, que quería zaherirle como fuera, terminó tocándole las palmas. Fue entonces, y sólo entonces, cuando Luis Del Sol pidió el cambio para irse a la caseta. Había ganado el particular partido de su orgullo.
Con este Rafael ocurre igual. Ahí lo tienen: treintaiyamuchos años, gloria para dar y repartir, historial de oro y genio y figura como para crecerse en cada carrera ante un Calahorra como si de esas galopadas le fuera su propio futuro, como si necesitara justificar algo. Es la misma madera la de ambos: la de los jugadores de leyenda.
Fuente: Manuel Ramírez Fernández de Córdoba en ABC 14 de noviembre de 1992