Dignidad y decoro, de Javier Marías

En el relato de hoy el escritor Javier Marías rememora su infancia veraniega en Soria en los años 60, destacando también sus recuerdos del CD Numancia por aquel entonces un modesto club de la Tercera División.
El escrito, de 1996, coincidió con la primera de las grandes hazañas sorianas, cuando el Numancia, club de la Segunda B, eliminó de la Copa a la Real Sociedad, Racing de Santander y Sporting de Gijón, plantándose en los cuartos de final y enfrentándose al FC Barcelona.
Durante bastantes años de mi infancia, mi familia veraneaba en Soria. Mis padres habían ido allí por primera vez atraídos por la poesía de Machado, el románico de la zona y la fresca temperatura de la estación. Eran veraneos de tres meses, y mis hermanos y yo nos trasladábamos con la sensación de irnos a vivir a otro sitio, es decir, llevándonos todas nuestras pertenencias; tanto dura el tiempo cuando se es niño.
Comparada con Madrid, donde pasábamos el resto del año, Soria era un lugar diminuto y pulcro en el que no había distancia que se resistiera al andar y que permitía la sensación de abarcarlo entero. Íbamos a bañarnos al río Duero, que allí nace y en el que también remábamos; jugábamos en el parque conocido como la Dehesa, mientras los mayores tomaban algo en la terraza de quien llamaban El Reglero; en ese parque había un Árbol de la Música, en torno a cuyo gigantesco tronco crecía una escalera metálica de caracol por la cual ascendían uniformados los músicos de la banda para tocar los domingos sobre una tarima instalada en la copa; había cuatro paseos clásicos al atardecer: al Castillo, a las Eras, al Mirón y a San Saturio. Desde el Mirón se divisaba el río, atravesado por un puente ferroviario de vigas entrecruzadas desde el que se había arrojado algún amante sin suerte; San Saturio era una escarpada ermita donde vivió un ermitaño, patrón de la ciudad, que si mal no recuerdo había caído una vez desde gran altura y había aterrizado sano y salvo sobre las rocas. El lugar era lo bastante misterioso y oscuro para entusiasmar a los niños.
En ese lugar he conocido a alguna de la mejor gente que he conocido nunca, sobre todo a don Heliodoro Carpintero y sus hermanas, Carmen y Mercedes, que vivían en una encantadora casa en la que yo me inicié verdaderamente en la lectura y escribí mi primerísima novela, a los quince años, bajo la mirada bondadosa de don Heliodoro que fumaba su pipa. Las hermanas Liso llevaban una exquisita pastelería en la que mis hermanos y yo pasamos muchos ratos distraídos aprendiendo a doblar los envoltorios de sus estupendas mantecadas. Había una puericultora simpatiquísima y alocada, doña Felisa, que junto con su hermana Antoñita revoloteaba en torno a los críos; con ellas ningún mal parecía grave y todo era ligero. La familia Pastor, la familia Ruiz, los Sáenz, los Páramo, don Teógenes y don Oreste, un músico italiano allí caído quien sabe por qué motivo y que daba clases a mi hermano Alvaro; todos ellos eran personas encantadores, con tiempo para regalarlo y un altísmo nivel de dignidad y decoro en sus modestas vidas provinciales. Gente sonriente y nada ceñuda, alejada del tópico del castellano adusto, gente sobria pero bienhumorada y con guasa, como la joven Celia de ojos claros y muchas pecas que vivía con los Carpintero, o el paciente señor Vicen Vila que vendía discos, o el profesor de matemáticas que me soportó algún año en que me habían cateado, don Victorino.
Había tres cines y uno de ellos se convertía en teatro ocasionalmente, y recuerdo haber jugado y haberme pegado numerosas veces con quienes eran mis amigos del verano y de los que no sé nada desde hace siglos: los hermanos Casalduero, los Mazariegos, los Villuendas y Ochotorena.
Todavía allí la mayor parte de septiembre, íbamos a los primeros partidos de Liga del equipo local, el Numancia. Tengo unas fotos hechas en aquel campo de tierra en 1961, y por detrás se lee el resultado: “Numancia 2 Logroñés 0”. En mi recuerdo aquel estadio con una sola tribuna lateral se llamaba San Juan, o quizá san Andrés. Ahora leo que se llama Santa Ana y se lo conoce por Los Pajaritos. No sé si será el mismo, pero sea como sea se ha hecho famoso en las últimas semanas. Desde la infancia tengo la costumbre de mirar los lunes en el periódico qué ha hecho el Numancia en su campeonato de Tercera División o Segunda B ahora, costumbre que me divirtió descubrir que comparto con otro escritor, el austríaco Peter Handke, quien hace lo mismo esté donde esté cuando puede comprar prensa española, según confesó en una entrevista a propósito de su libro Ensayo sobre el jukebox.
Así que el Numancia es un equipo bastante literario, sobre todo ahora que sus hazañas en la Copa del Rey están siendo cantadas por todas las plumas. Cuando salgan estas líneas su eliminatoria contra el Barcelona habrá concluido, pero pase lo que pase en el partido de vuelta en un estadio en el que cabría tres veces toda la población de Soria, ese equipo habrá quedado a la altura de mis recuerdos de infancia de la ciudad que lo alberga: un lugar aseado y humilde, en el que el mundo parece estar en orden, con sus días de frío limpio y sus maravillosos paisajes callados o en verso de las afueras, un lugar que no protesta ni se queja de sus secular olvido, lleno de gentileza y dignidad y decoro.