El dolor del «Betis, Betis», de Manolo Rodríguez
El 17 de junio de 1992 fue una día terrible para el beticismo. Ese día se jugó el partido de vuelta de la promoción de ascenso a Primera División en el Villamarín. Una semana antes el Deportivo, que defendía su plaza en la máxima categoría, venció al Betis 2-1 en Riazor.
No era mal resultado de cara a conseguir la remontada 7 días después en casa. Con esa esperanza acudieron los béticos a Heliópolis , con la ilusión de la remontada en una noche de junio que comenzó extraña, lloviendo desde una hora antes del inicio del partido, aunque escampó después.
No puedo ser, el empate inicial se mantuvo los 90 minutos, con un Deportivo encerrado en su área y un Betis inoperante e incapaz de abrir la lata de los goles. Al final una tremenda decepción en un momento dramático, pues ese mes de junio era el señalado para la conversión de los clubs de fútbol en sociedades anónimas, y el Betis tenía que cubrir un capital de 1.200 millones de pesetas.
El periodista Manolo Rodríguez en su crónica para Diario 16 Andalucía del 18 de junio nos transmite toda la intensidad de esa noche, con los momentos previos de ilusión y esperanza y la tremenda desilusión que recorrió el Heliópolis esa jornada.
Eran las doce menos cinco de la noche del fracaso cuando entraba en la caseta del Betis su presidente Hugo Galera. Con los ojos brillantes, con la cara blanca, el mandatario heliopolitanosólo repetía una frase machacona: “Lo siento, lo siento mucho”.
Pero en el vestuario ya no quedaba casi nadie. Sólo Grusmann lo recibió con un tibio saludi de tristeza, mientras que Bilek, Gabino y Rodolfo rumiaban el revés entre paseos por el recinto. Fuera, la noche estaba cerrada y húmeda, despidiendo a los últimos mohicanos que, junto con una multitud de cincuenta y cinco mil personas, habían intentado acariciar un milagro, o, sencillamente, romper de una vez el malditismo histórico que persigue en la contemporaneidad a las trece rayas.
La suerte había quedado definitivamente echada y, entonces, con Villamarín vacío, parecía imposible que sólo unas horas antes hubiera hervido la llama de la pasión. Una esperanza que viajó desde Riazor, y que se acrecentó espectacularmente a media tarde. Por entonces, en un hotel cercano al estadio, Galera reconocía las dificultades, pero esperaba el éxito: “Lo necesitamos mucho y debe servirnos para la venta de acciones. Pero es muy difícil”. En las cercanías, un bético de voz tonante como José de la Tomasa pronunciaba la primera frase del día: “Es bueno que el Betis suba por los béticos, por España y por la humanidad”.
Todos decían algo y todos se aprestaban a la ceremonia. Y en eso empezó a llover. Cuando La Palmera era un manicomio de bocinas y de banderas ya estaban llenas las tribunas de los goles. El ambiente era épico. Así lo contaban los miles de periodistas radiofónicos que se guarecían bajo el foso del Betis, mientras que una y otra vez repetían algo ya sabido, aunque fundamental en el relato. Decían que el Betis se jugaba el futuro, y de eso levantaba acta en el pasillo el directivo Manuel Morales: “Es impresionante la gente que se ha metido aquí esta noche. Nunca se ha visto un partido de promoción con casi sesenta mil personas”.
Tampoco los suplentes del Deportivo habían asistido jamás a una desmesura como la de Heliópolis. Miraban con ojos incrédulos la fiesta que ya protagonizaban los supporters, pero a Rogelio Sosa no le cogía de improviso. El coriano sabe bien de las pasiones verdiblancas y únicamente fabricaba una sentencia: “Da la impresión de que la gente tiene “mono” de Betis”. Desde la puerta del vestuario, otra leyenda como Alberto Tenorio repartía chubasqueros y botellas de agua. El equipo salió a calentar y alguien le deseó suerte a Mel. Y dijo Tenorio: “No necesitan suerte; va a ganar el mejor, y los mejores somos nosotros”.
A esa hora, llovía sobre el Villamarín como si fuera San Mamés, pero la grada estalló cuando el equipo salió a dejarse ver. Eran las nueve y ya estaban en el sitio todos los que tenían que estar, incluso algunos de los no habituales. La intelectualidad bética y el proletariado, los notables y los suspensos, los viscerales y los medio fríos, todos estaban allí al conjuro de una noche mágica que, por fin, echó a andar a la hora señalada. Ansuátegui Roca pitó el inicio y un chaval de Bilbao, bético en la lejanía de Euskadi, empezó a contarle a sus compañeros de asiento que, tras diecisiete horas de autobús, estaba cumpliendo su ilusión de ver al Betis en su propio campo.
Pero lo que se vio en el primer tiempo no fue bueno. Más bien todo lo contrario, Había dejado de llover, pero todo el mundo tenía la sensación de que hacía frío. Y ese frío se llamaba decepción. En la tribuna, Miguel Espina lamentaba el pobre balance de juego, pero daba una lección de fidelidad a sus colores, “ya que mi padre está ingresado en el hospital con un infarto”. Manuel Domínguez, con gorra y camisa negra, “firmaba el tercer partido ahora mismo”, y parecidos comentarios podían oírse en la zona noble del primer anfiteatro, donde se desmoronaba la esperanza de los Pepe Núñez, Manuel Romero, Juan Salas y demás iniciados en las frustraciones verdiblancas. Sólo el delegado del Gobierno, Alfonso Garrido, intentaba insuflar alguna expectativa desde el palco, aunque considerando que “está complicado el ascenso”.
Y no hubo ascenso. La gente se quedó como mirando al vacío cuando se acabó el sueño, y, otra vez, desde las cavernas del drama explotó es “Betis, Betis, Betis” con que el beticismo despide siempre sus mayores duelos. Las escaleras se llenaron de rostros desencajados, de miles de personas que huían del desencanto y, de pronto, se originó una espectacular pelotera en la puerta de vestuarios. Lendoiro quiso meter por las bravas al responsable de Deportes de la comunidad gallega, pero las formas hirieron a los empleados del Betis. Hubo voces, enfado del directivo verdiblanco Fernando Rubiales y presencia policial para ir apaciguando los ánimos encendidos.
Llegó la paz a la estancia, y, del recuerdo, vinieron Jaime Sabaté y Javier López para comentar, como viejos camaradas, que “el equipo no es bueno, demasiado lento en las acciones de ataque”. Ellos eran de otro tiempo, y quizá también de otro mundo, como Faruk Hadzibegic, que se limitaba a confesar que “no pudo ser”, aunque valorando que, con tan pocos mimbres, es muy difícil que sea. Igual pensaba Pepe León, hundido en el dolor y consciente de que “esto es como volver a empezar”.
Todo era patético. Márquez Medrano tenía lágrimas en los ojos y Ruiz de Lopera pedía perdón a los béticos por “el enorme disgusto que les hemos dado”. Era el momento de la pena infinita en la puerta de la caseta. Por allí pasó también Merino quien, a esas horas, no conocía todavía la dramática noticia del fallecimiento de su padre. Un corazón que no puedo soportar el dolor que, un miércoles lluvioso de junio, atravesó otra vez al beticismo.