El goleador que nunca marcó con la mano, de José Antonio Martín «Petón»

Héctor Castro fue el delantero centro de la selección uruguaya de fútbol en su época dorada, aquélla en la que ganó el primer Campeonato Mundial de Fútbol, celebrado precisamente en Uruguay en 1930, y los Juegos Olímpicos de Amsterdam en 1928, cuando, al no existir aún el Mundial, eran considerados la competición internacional más importante.
Suyo fue el gol de la final del Mundial de 1930 en el minuto 89 que hizo el 3-2 definitivo sobre Argentina, y suyo fue también el primer tanto conseguido oficialmente en el magnífico estadio construido para la ocasión en Montevideo: el Estadio Centenario.
También brilló en el fútbol de club, siendo un elemento importante en el Nacional de Montevideo, el equipo tricolor de la capital uruguaya.
Pero Héctor Castro fue, sobre todo, el Divino Manco. José Antonio Martín «Petón» nos ilustra sobre el porqué de dicho apodo.
El goleador que nunca marcó con la mano
Veinticinco años antes del maracanazo, el fútbol le regaló al Uruguay otra historia de las suyas, otra historia imposible: la hazaña de Héctor Castro.
La familia Castro llegó desde Galicia tiempo atrás como la de tantos otros niños montevideanos en los principios del siglo XX. La diferencia estaba en que ninguna de esas familias tenía un peque que jugara al fútbol como Héctor; el parecido estaba en que todas esas familias tenían que pelear con esfuerzo el pan y hacer acopio por si un día podían volver a España. Entre las primeras letras a Héctor Castro se le coló un balón que le acompañaba hasta la cama. Así que conocida su pasión por el fútbol y su poca gana de estudiar, decidió la familia que siguiera con la escuela nocturna, pero que , pasados los diez años de edad, ya podía trabajar en una fábrica y llevar un jornal a casa. Lo pagó la escuela nocturna, porque lo único que hacía Héctor fuera de la fábrica era jugar al fútbol, sólo jugar al fútbol. Tantas pellas, pirulas, novillos, piparras, como pachangas, picados, goles regañados y partiditos en la calle. Cada vez más listo, más hábil, más fuerte, por los barrios de la capital uruguaya se empezaba a hablar de un talento de trece años.
No se sabe muy bien si fue un despiste en el taller o fue la mala suerte, si estaba inventando una jugada a medias con las musarañas o el azar se volvió oscuro y le puso en el lugar de la desgracia inevitable: un tajo feroz con una motosierra le destrozó la mano derecha por encima de la muñeca. Héctor no pensó “cómo me duele”; sólo pensó “no hay futbolistas mancos”. Durante muchas noches al chavalín se le apoderaban dos dolores: uno al mirar su muñón y el otro al mirar su balón. En el hospital pensaba en los partidos que ya no jugaría en su equipo, el Nacional de Montevideo, y también pensaba en sus ídolos, los jugadores que llevaban la camiseta con la que soñó, y en qué les diría si les pudiera contar lo que le había pasado una mañana en la que lugar de ir a jugar se fue a trabajar.
Cuando salió del hospital, Héctor Castro era un hombre de trece años. Con una convicción: iba a ser el primer futbolista manco. Pero no un futbolista más. Iba a ser un campeón. Y a ello se puso. Aprendió a compensar la falta de equilibrio, a caer sobre el callo de su brazo, a utilizar el muñón como arma de contacto en los choques. Desarrolló una musculatura potentísima y un salto a la medida de sus palancas para ganar todas por arriba, a controlar los pases imposibles y a rematar entre los tres palos buscando el rincón. El Club Atlético Lito hizo debutar en la primera del fútbol uruguayo a un chavalín de dieciséis años recién cumplidos llamado Héctor Castro. Un jugador manco, para asombro de todos, pero tan bueno que antes de cumplir los 20 le llamó el equipo de sus sueños: Club Nacional de Fútbol de Uruguay. En ese instante, justo en ese momento tricolor, nació de verdad la historia incomparable de un goleador de leyenda.
Héctor Castro murió con 55 años, en 1960. Si es verdad que en el último instante pasa como una ráfaga imparable toda nuestra vida secuencia a secuencia, él tuvo la dicha de despedirse contemplando un estadio colosal con cien mil espectadores dispuestos a jalearle con su nombre de batalla, el Divino Manco. Era la inauguración del Estadio Centenario, en Montevideo. La selección charrúa firme en el centro del campo y a los aires del Río de la Plata, el himno de la República Oriental del Uruguay.
El último minuto le regaló a Castro el vistazo de su gol ese día ante Perú, el primero en la historia del Centenario. Y otros 30 con la celeste en 54 partidos. Vio en su último momento los campeonatos olímpicos ganados por Uruguay en Colombes y en Amsterdam; los dos panamericanos, en su tierra y en Perú. Y el primer Mundial de la historia, también ganado por la oriental con goles del Divino Manco para empezar el campeonato y para cerrarlo en la final. 231 partidos con Nacional vio en la despedida y 145 goles en ellos también vio. Vio los campeonatos ganados como jugador en Nacional y los que conquistó seguidos como entrenador. Y después de ver tanto y tan hermoso, enfiló el camino del cielo y al llegar le dijeron: “Héctor, toma tu mano, ella llegó antes”. Castro replicó: “Gracias, pero si no les importa para jugar me manejo mejor sin ella y yo he venido para jugar una eternidad. Y si en el Paraíso no hay balones mándenme a un lugar donde los pueda rematar”.
Si veis una foto del equipo del cielo (de la celeste) en cualquiera de los choques de aquel glorioso tiempo, observaréis que hay un jugado (abajo, en el centro) que tapa su mano derecha con la izquierda. Lo hace porque es manco. Manco y Divino.