El mejor Toro vuela, de José Antonio Martín «Petón»
El Torino fue el equipo que dominó el fútbol en los años 40. En Italia había ganado 5 campeonatos de Liga consecutivos entre 1943 y 1949, todos salvo los de las temporadas 1943-44 y 1944-45 que no se disputaron por la Segunda Guerra Mundial. Su predominio del fútbol italiano era tal que 10 de los 11 jugadores de la escuadra azzurra pertenecían al Torino.
Pero este fantástico equipo desapareció en un infortunado accidente aéreo el 4 de mayo de 1949, al estrellarse el avión que lo traía de Lisboa donde habían jugado un amistoso contra el Benfica. Perecieron 18 jugadores del equipo, los dos técnicos, 2 directivos, 3 periodistas y los 6 miembros de la tripulación.
José Antonio Martín «Petón», en su libro El fútbol tiene música, rinde este sentido homenaje a Il Grande Toro.
La del Gran Toro es la más hermosa historia que el fútbol escribió. Aquel equipo ganó todos los campeonatos que disputó, cinco, y dejó de hacerse con los otros dos porque la guerra impidió la competición.
Todo menos el final estaba en el mejor de los sueños de un mediano industrial de Turín, antiguo jugador grana, Ferruccio Novo, que llegó a la presidencia del club en 1939. Novo pretendía hilar la nueva historia con lo mejor de la antigua, la que llevó al primer scudetto, aún no reconocido pero del Toro, y al segundo bajo el mando del príncipe Enrique Eugenio Marone Cinzano.
Novo tenía una ambiciosa idea de club y un gran instinto para elegir jugadores. La plantilla era casi inamovible: los pocos futbolistas que se incorporaban eran casi siempre jóvenes llamados a ir formándose al lado de las figuras para sustituirlas luego. Respecto a los técnicos, pretendía la excelencia y para ello, si era preciso, lo buscaba en un campo de concentración nazi. ¿Qué el Arsenal inglés tenía un sistema arrollador y sus jugadores volaban? Se iba a Londres y convencía a Lesley Lievesley, el segundo de Chapman, para hacer lo mismo en Turín. ¿qué el técnico más imaginativo que había conocido era un húngaro judío llamado Egri Erbstein, y ahora estaba atrapado en un campo de concentración nazi? Nadie sabe cómo, preparaba su huida, le ayudaba a refugiarse en la embajada sueca de Budapest, y al poco, lo tenía otra vez con el chándal y a su preciosa hija estudiando música en el conservatorio de Turín.
El joven Erbstein, mánager de fútbol y agente de bolsa, era un avanzado. Solo se dejaba aconsejar para los fichajes del seleccionador Vitorio Pozzo, torinista fanático. La contratación de Mazzola cambió todo… En la 1945-46, el once del Toro es casi el que canta la hinchada todavía, con la sustitución de Ferraris IV por el extremo Menti. Gana el scudetto. Y vuelve a ganarlo el año siguiente con 108 goles a favor y 35 en contra, una barbaridad que se supera en la posterior temporada: 65 puntos en 40 partidos, 29 victorias, 21 jornadas sin perder, máxima diferencia al segundo, 16 puntos, y mayor goleada de la historia, 10-0 al Alessandria. Un mes y medio antes del final era campeón con 125 goles a favor y 33 en contra. Récords vigentes en el calcio italiano que nadie pudo batir.
De esa campaña es el partido que mejor refleja el espíritu del Gran Toro. A los 20 minutos de la primera parte perdía 0-3 en el estadio Filadelfia ante un sorprendente Cagliari. Justo en ese momento entró en el estadio Oreste Bolmida. Ya venía mosqueado el gordito, que era factor en la estación y el retraso del tren le había robado la primera media hora. No se paró ni a dejar la corneta de avisos en su taquilla; en cuanto partió el tren salió pitando para el campo. Al llegar no daba crédito: ¿palmando… y cero a tres? Si es que cuando la semana está de piojos no vale con cambiarse la camisa… Sin saber por qué, allí mismo, plantado en el pasillo de la grada, en medio del sorprendente silencio del Fila hizo sonar su trompeta. Sonó la trompeta, Mazzola miró hacia él, un segundo, toda una vida. Se subió las mangas de su camiseta Il Capitano, gritó alé y uno tras otro hasta cuatro cayeron los goles del Toro para ganar otra vez. A partir de ese día, cuando las cosas se ponían difíciles, Oreste Bolmida, Il Trombettiere de Filadelfia, daba al aire la nota enérgica de su trompetilla ferroviaria, el capitán Valentino se arremangaba, gritaba alé y comenzaba el Cuarto deHora del Toro: 15 minutos de presión arrolladora, incontenible para cualquier equipo del mundo, incontenible.
El primer enemigo de las grandes escuadras es que sus futbolistas aparten las botas de cuero y den en calzar botines de oro: que pierdan el hambre de victoria cansados de tanto éxito. Contra esa cercana tentación el Toro tenía un par de antídotos; el primero era el carácter de su tropa con Mazzola, ganador compulsivo, al frente; el otro, que después de haber vivido la crueldad de una guerra competían por la gloria, sin más aliciente. Todos menos uno trabajaban además de jugar al fútbol: solo Castigliano, rico de cuna, se dedicaba exclusivamente al balompié. Había funcionarios, repartidores que llevaban su mercancía por el Piamonte, vendedores de seguros y hosteleros. A veces era el club el que conseguía el trabajo para ellos. El dinero era lo segundo. Estaban bien pagados; no había millonarios. Su felicidad era ganar.
La plantilla era una suma de aventuras personales, alguna de ellas insólita. El portero titular era Bacigalupo, 25 años, no muy alto pero valiente y agilísimo. Sus compañeros, que le tenían una fe cerrada, le hacían bromas con el partido que jugó ante Hungría la selección italiana. Aquella tarde, la azzurra derrotó por uno a cero al combinado magiar que con Puskas, Kocsis, Czibor, era el equipo nacional del momento. Italia fue el Toro de azul… menos el portero. Jugaron los diez torinistas de campo, pero Bacigalupo se quedó sentado junto al seleccionador que alineó a Sentimenti IV, el guardameta de la Juventus. La rivalidad de Sentimenti y Baciga, como lo llamaba la hinchada, era tremenda.
Atrás formaban Aldo Ballarin y Maroso, y entre ellos, retrasando su posición a la de falso central, Mario Rigamonti. Ballarin, 26 años, era el jefe de la defensa, un tipo afable y ordenado que en el campo se movía con alto rigor: guardaespaldas jerárquico de Mazzola. Por la izquierda Maroso, 23 años, el único que salía de la cantera del Toro, estaba cambiando un concepto del fútbol tradicional con sus incorporaciones al ataque; de su larga zancada, y una técnica que no se les exigía a los técnicos de aquel tiempo, nacía una forma distinta de entender esa posición que luego tendría continuidad en el Facchetti interista. Entre los dos Rigamonti, 25 años, un personaje: el apuesto Mario Rigamonti dedicaba las vacaciones a perderse con su moto por las carreteras de Italia, hasta el extremo de llagar al primer partido de la temporada un rato antes de que empezara, con el presi Novo y el míster Erbstein esperando en la puerta de Filadelfia hasta ver aparecer por la curva la motocicleta polvorienta y sobre ella, casco de cuero y manga corta, a su futbolista. Los compañeros ya estaban en el vestuario. Contaron los que estaban allí esperando el asesinato del arrogante stoppper que Rigamonti se quitó el casco, saludó a su presidente y al técnico (“disculpen, llego un poco tarde, les compensaré en el campo”), se calzó las botas, la maglia granata y salió a jugar: fue el mejor.
El medio campo lo sostenían el triestino Grezar, 30 años, y Castigliano, 25. Dos privilegiados tácticos, ambos guardaban la llave del secreto: la pelota siempre en movimiento, no se para jamás. Ella se mueve, nosotros también. Que se mueva el balón y que le llegue limpio a Valentino. Mazzola jugaba por delante de ellos; por delante, por detrás, a los costados… Un todocampista como lo fue después D Stéfano, con tanto gol que varias veces fue capocanonnieri del calcio. Valentino era un jovencito rubiato que trabajaba en la factoría milanesa de Alfa Romeo y jugaba con el equipo de la fábrica cuando le llamaron al servicio militar. Su destino fue la Marina y por ella Venecia. Cruzaba los canales al llegar y con la vista buscaba el bosque frente al Lido donde se alzaba el estadio veneciano, en el último rincón de la isla. El Venecia le firmó casi por azar, pero el recluta se convirtió en su estrella antes de hacer la segunda guardia. Duró allí lo que duró la mili, porque el Torino de Ferruccio Novo le estaba esperando y compró su pase. Tardó en hacerse jefe lo que tardó en soltarse: nada. Su vida matrimonial no era tan firme y la relación se quebró. Valentino tenía dos peques que luego serían futbolistas: el mayor, Sandrino, estrella mundial, tenía una taquilla al lado de la de su padre en el vestuario del Fila y, tras mudarse, salía de la mano del capitán en cada partido y se hacía la foto con el once: quien iba a ser la bandera del Inter era la mascota del Toro. Además del fútbol, Valentino Mazzola, 30 años, daba nombre a una firma de artículos deportivos y con sus balones jugaba la selección, a veces en diputa con los de la competencia que casualmente eran los del capitán de la Juve.
Arriba, a la derecha, la habilidad imposible de Romeo Menti, un zurdo en banda cambiada al que el campo gritaba, Meo, Meo, cada vez que había un golpe franco. Menti, de 29 años, es un hombre desdoblado: toda la alegría que transmite en el campo con seu juego, se troca en melancolía e introversión fuera de él; es como si se supiera el verso suelto de una tragedia y la estuviera esperando. Lanzando a Menti, y llegando por detrás, un tipo duro, Loik. La grada le adoraba: Loik, Loik, le grita y le llama El Elefante por su forma de moverse en el campo. Llegó desde Venecia con Valentino, su gran amigo. Su carácter de indestructible lo comenzó a forjar en la niñez. Trabajó tanto y desde tan pequeño para ayudar a su familia que a Loik, a sus 29 años, nada le parecía incómodo, nada imposible.
En punta y por la izquierda los socios, los dueños del Bar Vittoria, Gabetto y Ossola, los anunciantes de gomina que terminan los partidos sin despeinarse y con el pelo brillante. Gabetto es el delantero centro de goles nunca vistos. Turinés de cuna, rescatado de la Juve que le ha echado por viejo, más el asilo al que ha llegado, al otro lado del corso Re Umberto, le permite seguir empalmando balones en el aire con un curioso desatino, resulta que tan mayor, 33 años, lo hace aún mejor que antes y vuelve a la selección italiana.
En la esquina su par zurdo, Franco Ossola, con aire de galán y juego de galán, hermano de un pequeñín llamado Aldo que luego va a ser as del baloncesto en la Ignis de Varese; Osoola es un ala finísimo que además se pirra por marcar goles. Gabetto le tutela desde que llegó. Es su ahijado en el campo y su socio en el Bar Vittoria, un sitio que reunía a la gente del deporte y la del arte, la del espectáculo y el despunte social: el lugar de moda. Franco, 26 años, le idolatra. Todo lo que hace el viejo le parece bien, incluso cuando los carabinieri detienen el autobús del Toro para hacer una requisa en busca de tabaco de contrabando. Lo encuentran, era otro de los negocietes de Gabetto el vivales. Sale sin cargos porque es el centro delantero del Grande Torino y le tapan. Los camaradas le querían linchar. Ossosla se reía.
El autobús del Toro es otro personaje. Pintado de rojo subido, oscuro y neto, es tan elegante que a su paso por la bota itálica le dan un nombre, Il Conte Rosso, a la altura triunfadora de sus pasajeros. Entre ellos viajan también los menos habituales, algunos de los cuales parecen los dueños del futuro por lo que comentan los veteranos. El más jovencito, con 21 años, es el bambino Fadini, al que Mazzola considera su heredero. Danilo Martelli, de 25, el mediocampista y cantante del trío Niza, que forma junto a Bacigalupo y Rigamonti, en las noches de pocholeo. El bondadoso Dino Ballarin, con 25 años cargados de paciencia, risueño guardameta suplente. Los delanteros franceses de origen italiano, Bongiorni, 28, que desafía al elegante y poderoso Racing de París para poder subir al Conte con el mejor equipo del mundo, y Grava, el goleador culturista. El zaguero Operto, un chaval de 23 años, que acaba de cumplir su sueño, firmar por el Toro, su equipo. Y Schubert, de 26, el vagabundo del fútbol, austríaco, húngaro y checo, internacional al que conoce Erbstein y quién sabe si alguien más, que ha sorprendido por su talento. Con ellos, el último en incorporarse, Sauro Tomá, que a los 20 años ha ganado un sitio en el titular cada vez que falta un defensa. Tomá está muy disgustado porque el técnico le ha llamado a su caseta y le ha dicho que prefiere que se recupere de la lesión de rodilla que no pinta bien y por eso no va a viajar a Portugal…
Podía permitirse el Toro actuar en gran club y acudir entre semana a Lisboa para hacer bueno el gesto de su gran capitán. Francisco Ferreira, el estandarte del Benfica, le rogó a Mazzola que acudiera con su equipo, el mejor del mundo, a su homenaje. Lo prometió Valentino tras una comida entre las dos selecciones la última vez que se enfrentaron. Y cumplió. Tenía fiebre pero subió al avión y salió al estadio lisboeta el 3 de mayo al frente de su equipo con el banderín del Toro en la mano. El Benfica derrotó al Torino 4 a 3 3n la emotiva exhibición de despedida de Ferreira. El restorno comenzó a media mañana del 4 de mayo, con la cabeza puesta en el partido de verdad, el del domingo, último escalón para un nuevo scudetto. El avión FIAT N 212 que transportaba a los 18 jugadores, Erbstein, Lievesley, el masajista Cortina, la secretaria del club, un par de directivos, varios periodistas y la tripulación, debía aterrizar en Milán haciendo escala en Barcelona. La umbría primavera turinesa, de niebla y lluvia, aconsejaba hacer el viaje hasta Malpensa y de allí por carretera setenta kilómetros de vuelta a casa. Parece que los propis jugadores convencieron al piloto de que lo intentara en el aeropuerto de Turín. A las cinco y cuatro minutos el comandante avisó a la torre de control: “Estamos ya”.
Un minuto después un trueno de sangre retumbó desde Superga por toda la ciudad. Contra la basílica que domina el valle sobre el Po, acababa de romperse el mejor equipo de la historia. Ruido, silencio y después lágrimas. Hierros torcidos, motores desvencijados, un zapato de Ossola, unas botas atadas por los cordones, papeles de valentino, la cartera de Bacigalupo, un Sagrado Corazón asomando de ella junto a ¡la foto de su rival en la selección, el Juventino Sentimenti IV ¡. Y los muchachos quietos, los muchachos quietos. Cayeron todos.
Al día siguiente casi un millón de personas se echó a la calle bajo la lluvia para encender el alma torinista en la despedida. Per corso Vittorio Emmanuele llegaba la riada humana que abarrotaba el centro de Porta Nova a Piazza Castello. Y allí, flanqueando la entrada al Palacio Madama, los miles que pudieron agolparse para hacer un pasillo gigante por el que entró flamante y vacío, primero, il Conte Rosso, y tras él, uno a uno, los catafalcos con los futbolistas. Sobre el estrado alzado, el presidente de la Federación Italiana, Ottorino Barassi, anunció que el scudetto de la 48-49 lo había ganado el Toro por decisión unánime de los equipos de la Liga, rendidos ante la seguridad de que hacía justicia a un triunfo seguro. Los “primaveras” que se enfrentaron en las cuatro fechas restantes a sus juveniles oponentes hicieron mayor el homenaje ganando todos. Tras anunciar la consecución del campeonato, Barassi dijo: “Capitano Valentino, he aquí la quinta copa, la copa del Torino, guárdala cuán grande es, contiene el corazón de todo el mundo”.
Y, como el “speaker” del Fila, comenzó a nombrar la alineación titular. Así, por su orden de salida al campo: con el uno Bacigalupo, con el 2… fueron entrando los féretros en la capilla ardiente.
Estuve con Sauro Tomá en Superga un cuatro de mayo de hace unos años. Y luego en el viejo Fila, flanqueado por sus gloriosos cimientos que al recibir categoría de monumento histórico le salvaron de convertirse en un supermercado. Los “tifosi” habían repasado el césped y se podía tocar bien. Allí anduvimos con los veteranos del Toro, jugando ante 15.000 personas apelotonadas al otro lado del rectángulo. Eso estuvo fenómeno, pero mucho mejor la charla con el joven octogenario, el zaguero Tomá, que vio su carrera rota por aquella lesión de rodilla y la tristeza que le quitó las ganas de superarla.
Sauro me comentó que vivía cerca del estadio Filadelfia, que pasaba por allí todos los días, que todos ellos se acordaba de sus compañeros, que al acordarse le sobrevenía una amargura que le venía de dentro y le crecía sin poderlo evitar. Era la certeza de que llevaba sesenta años de más: Sauro Tomá me dijo bajito, con una sonrisa leve, triste, torinista, que todo este tiempo lo ha vivido con algo peor que la nostalgia; lo ha vivido con el dolor de no haberse ido con sus amigos subido al avión que pilotaba un aviador llamado Luigi Meroni.