El trofeo, de Antonio Hernández

Antonio Hernández es un poeta, novelista y ensayista nacido en la localidad gaditana de Arcos. Ha recibido numerosos premios, siendo el último de ellos el Premio Nacional de Poesía del 2014.
Su vinculación con el sentimiento verdiblanco lo podemos encontrar plasmado en su obra La marcha verde. Pero es también autor de una serie de relatos relacionados con el mundo del fútbol.
En esta ocasión traemos uno centrado en su juventud en la capital gaditana. Por los datos que da, una final del Trofeo Carranza entre el Real Madrid y el Barcelona, sabemos que se refiere a la edición de 1959, la V edición del trofeo gaditano. Un partido espectacular en el que el conjunto blanco se impuso 4 a 3.
Cuando yo era niño nos llevaron a Cádiz a mí y a mis primos para que echáramos el día en la playa. Los mayores, mis padres y mis tíos, aprovecharían también la jornada matando, como se suele decir, dos pájaros de un tiro: el día soleado de agosto y la noche de fútbol en el estadio Carranza. Jugaban la final del trofeo que lleva ese nombre los dos grandes clubs del momento y de todos los momentos, el Real Madrid y el Barcelona de los Di Stéfano, Puskas, Gento Santamaría, Kubala, Kocsis, Zcibor y Evaristo.
El trofeo, aunque estaba alboreándose en su historia ya era una fiesta, porque los gaditanos lo habían elegido para que deslumbrara como una feria, la que no tienen a la altura de algún pueblo de la provincia. Y habían echado a la calle durante los días de su celebración esa alegría y esa gracia que derraman como un don milagroso que torna la escasez en abundancia, la operación del alma entusiasmada en una alquimia de imaginación y de salero.
Recuerdo que la playa estaba atestada de gente porque desde las primeras horas se habían unido a los gaditanos de la capital los de la provincia que llegaban en autobuses cargados de tiestos: mesas, sillas plegables, cacharros de cocina, alguna fresquera y las hamacas para la señora de la casa, reina de su cansancio por unas horas. Y recuerdo que muchos se habían quedado a dormir en ella como si estuvieran esperando que alguien abriera la taquilla del sol para no quedarse sin entrada a su espectáculo del mundo iluminándose.
Había bares con terrazas espaciadamente y multitud de casetas pintadas a rayas rojas y blancas, como la camiseta del Atlético de Bilbao. Y vendedores que pregonaban la rica patata, la boca de La Isla, los camarones como gambas infantes y la cerveza fría, y la cocacola, vagamente familia del regaliz. La playa, en fin, como un imán que atrapaba todo el domingo con su libertad y su pereza.
Sería imposible olvidar la tortilla de patata con arena, los pimientos fritos fríos, la modestia llena de colores de la piriñaca, las sombrillas polícromas como flores gigantes, la dentadura de agua de las olas, el hondo azul multiplicándose hasta perderse. Sería imposible arrancármelo de dentro si lo precisase. Imposible como un hombre que no hubiera tenido infancia.
A esa luz me ata, a aquella que en la memoria gana por goleada al resultado del equipo. Ya no sé quién venció, si el Madrid o el Barcelona, mi padre o mis tíos, forofos de uno o de otro. Pero sé que el trofeo me lo llevé yo a casa. Y a este lugar mío de lejanía donde a veces se reúnen las sonrisas.
