Gabino Letanías, de Manuel Fernández de Córdoba
En junio de 1993 el Betis determinó no renovar a Gabino Rodríguez, quien había vuelto al Betis en 1991 después de su marcha al RCD ESpanyol en 1988. Ponía fin así a su segunda estancia en la primera plantilla verdiblanca.
Gabino fue en la década de los años 80 el mejor futbolista salido de la cantera bética. Todo un genio con el balón en los pies, pero con bastantes problemas de temperamento que afectaron a su relación con los técnicos o la afición y que terminaron provocando su salida del club.
En junio de 1993 en las páginas de ABC el periodista Manuel Fernández e Córdoba le dedicaba este artículo, en el que una frase demoledora de Gabriel Calderón definía su carácter: “Ojalá tuviera en su cabeza el mismo fútbol que le sale por los pies”.
Llegó, después se fue, más tarde volvió y ahora ya dice adiós al Betis definitivamente, haciendo de su carrera profesional—idas y venidas, todo o nada, garabato o caricatura—un mucho de su trayectoria humana, capaz de entregarse a una causa hasta el fin o de pegar una estampida de no saberse nunca por nadie—no sé si solo por aquellos que lo conocen—por dónde pudiera salir o por qué parte equivocarse de cabo a rabo, de la misma forma que, con el balón en los pies, lo mismo fue capaz de irse de todo el que se le pusiera al lado como de regalársela al contrario a un par de metros, llevarse las manos a la cabeza viendo después de lo hecho lo que había hecho, o pedir perdón sobre la yerba hincando las rodillas para, después, siendo él mismo y pareciendo otro, irse a coquetear con el rival eterno o marcharse unos pocos de años a Barcelona con lo lejos que cae aquello de su entorno de Las Letanías.
Recuerdo como si fuera ayer mismo cuando debutó de verdiblanco. Fue—y no creo que me falle la memoria—sustituyendo y, no más pisar la yerba—tan flaco entonces como ahora, piernas de alambre, nervioso ademán en cada gesto—ya pidió el balón–¿fue a aquel pulmón inagotable llamado Antolín Ortega?—como un tomar el mando, hacerse con el timón de quién, entonces, lo mismo podía—a su manera, con sus muchas virtudes y sus no pocos defectos—con un trasatlántico que venirse a pique con una barquita de remos.
De la misma forma engendraba para sí, quizás sin pretenderlo nunca o tal vez pretendiéndolo siempre, amores y desafectos, pasiones encontradas de quienes lo mismo lo podían creer un genio—“lo que haríamos Butragueño y yo en el Madrid…”, dijo un día—que ese tipo que de cuando en vez nace por estas tierras nuestras y que así hay que aceptarlo para, por encima de todo, o precisamente por todo esto, bosquejar en su persona un mucho de las virtudes y defectos del equipo que tuvo durante toda su vida deportiva, salvo ese exilio en Sarriá que terminó con vuelta de hijo pródigo arrepentido para, después, volver otra vez—no podía ser de otra manera—a sacar los pies del plato, las cosas de tiesto y terminar otra vez en garabato.
Una vez lo definió el Pibe Calderón—creo, particularmente que dando en el mismo centro de la diana—con una frase que sintetizaba esos rasgos de su carácter personal que se reflejaban en su propio juego: “Ojalá tuviera en su cabeza el mismo fútbol que le sale por los pies”. Se va como vino, tan ligerito de peso como de equipaje, tan personalísimo en sus reacciones futboleras como quedándonos a muchos—que le admirábamos y le censurábamos según cómo o por qué—la duda eterna de lo que pudiera haber sido de otra muy distinta manera. Pero entonces hubiera sido otro; no este nervioso, canijo, extrovertido, hablador a destiempo, rebelde sin mucha causa y soñador de fútbol que se llama Gabino Rodríguez…